Piensa cómo has pasado estos últimos años. Todos los años que llevas viviendo en Cuba. Esperando promesas que te hicieron muy al principio y que luego renovaron una vez y otra vez, y cuando no se cumplían, siempre había algo a mano, una justificación o un enemigo que cargaba la culpa. O la culpa era tuya, y cuando regañaban salías con la cola entre las patas.
Recuerda que te dan de comer solamente para que no te mueras, y que te dicen, desde que abres los ojos, que tu deber, tal vez el único, o posiblemente el principal, es defender el socialismo, los “logros de la revolución” (que no ves) y el sagrado suelo de la patria. Ese mismo suelo donde pasas calor y sed, y donde tu casa, que era de tus abuelos o tus padres, está a punto de aplastarte a ti y a tus hijos cuando se desplome el techo. Pero tú defiendes, tú vigilas, tú estás dispuesto a morder a ese enemigo del que te hablan.
¿Y las noches de guardia? ¿Y el echarte a dormir sobre cualquier cosa porque hace años no consigues un colchón, ni sábanas nuevas, ni almohadas? Te tiras donde puedes y das gracias a la revolución y a Fidel por esos logros que te permiten dormir sin ver niños hambrientos por la calle. Y duermes, inquieto, pero duermes.
Mira cómo lo haces. Míralo como si salieras de adentro de ti, como un fantasma, y te contemplaras desde cerca: obedeces, no protestas, acatas las órdenes que ya tienes marcadas en el cerebro, posiblemente desde antes de nacer, aunque a veces, bajo el desamparo de los astros, en la oscura ciudad o en la silenciosa campiña, te asalten unas inaguantables ganas de llorar, porque todo es lo mismo, y solamente te dejan llegar hasta la esquina, y cuando te escapas más allá, tiemblas pensando que se han dado cuenta. Porque tus límites son las necesidades que el Estado te creó, y el espacio son las comodidades que crees poseer, porque te han dicho que en otro lugar no tendrías ni eso.
Al gobierno le preocupa otras cuestiones, por ejemplo, cuando los perros son libres y andan sueltos y va a llegar una visita importante, y la capital se va a llenar de ojos y cámaras. No los odian, sino que son capaces de desembarazarse de los que le molestan, de los que se creen libres y no acatan las normas. Y lo mismo puede ser el sato flaco que merodea en la esquina, que tú mismo o tu hijo, cuando alguna autoridad sospeche que le han enseñado los dientes y podría convertirse en un peligro.
Lea también
Al gobierno no le importan los perros, y tú menos. Han sabido emitir las órdenes que la mayoría obedece, y saben las palabras con las que la mayoría se alegra o pueden saltarte encima para despedazarte. Y al final debes recorrer distancias cada vez más grandes para encontrar qué comer; y aunque te maltraten o te empujen, aunque te griten y te amenacen, debes mostrarte agradecido porque así dicta “la norma”.
Y no es, hermano mío, que quiera disminuirte, ni burlarme de tu situación, porque yo también fui eso, medio humano, al que le picaba la piel y lo acribillaban los mosquitos. Y se iba el agua y la luz y me apretaban el lazo alrededor del cuello. Y un día me arriesgué a no tener nada, y a alejarme, y tengo siempre ganas de morder a los que me creían amaestrado y creen que tú también lo estás.
La prensa no te dijo que pasaron recogiendo perros callejeros para que los reyes de España creyeran ver una ciudad limpia. Y después de matar a los perros sin misericordia, sin que les temblara el pulso por extinguir todas esas vidas, recogieron a personas incómodas, gente que aprendió a ladrar como tú puedes hacer.
A los únicos perros que les han perdonado la vida es a los de presa, que llevan otros perros atados a unas largas correas, dispuestos a saltarte al cuello si se sienten amenazados.
* Este es un artículo de opinión. Los criterios que contiene son responsabilidad de su autor, y no representan necesariamente la opinión editorial de ADN CUBA.