En la primera parte de este recuento dije que la revolución había asombrado al mundo. Ahí apliqué otro de los logros de la revolución: dejar las cosas para más adelante o buscar una fecha señalada para hacerlo todo de golpe en saludo a la conmemoración.
El cubano actual no come, conmemora. Incluso conmemora acontecimientos tan baladíes como la última vez que se comió carne en la casa, o el día que alguien pudo zamparse dos huevos fritos sin dañar a nadie y con todos los factores: había huevos, luz o gas, sal y aceite. Pero si no los hubiera, el cubano no se inmuta, porque otro logro de la revolución fue hacer que el habitante de la Isla tuviera:
1- El espíritu de sacrificio. El cubano sabe sacrificarse, no desear los productos que desaparecen del mercado. Tiene la paciencia de esperar para encontrarlos más tarde, cuando logre irse del país, definitivamente o de visita. O cuando aparezcan en la bolsa negra. Porque lo prohibido le agrega un sabor distinto, un condimento raro, y le hace sentir como que está conspirando para tumbar al gobierno. Pero pasan los años y por muchos sacos de arroz que un jefe del MINCIN se robe, el país sigue en lo mismo.
2- La intransigencia. El cubano mantiene vivo el espíritu de intransigencia, y, a menos que sea una orientación de arriba, emanada del mando supremo, no transige con nada, al menos públicamente. Y cuando se deja meter el pie, lo hace razonando, dándole la razón al que la tiene, es decir, a los jefes.
3- Soñar a lo grande: como tuvimos un buen maestro, que todo lo hacía a lo grande (sobre todo los disparates) aprendimos a no andar con chiquitas. Menos trabajar, el cubano hace cualquier otra cosa con desmesura. Según Él, le dimos al imperialismo yankee en la misma costura. Debe ser por eso que ya no hay hilo, ni agujas, ni costureras. Le propinamos al país más poderoso la derrota más grande de América, tuvimos la zafra más grande que ojos humanos vieran e hicimos una revolución más grande que nosotros mismos. Como no había hilo ni aguja ni costureras, nadie pudo hacerle los arreglos para que quedara bien.
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Cuando un cubano quiere hacer un disparate, intenta hacer el disparate más grande que pueda. Así somos los mejores en la cama, los más brillantes bailadores, los tipos más simpáticos y jodedores. El cubano es la candela. Si queremos aprovechar el espacio (somos quince de familia en un cuarto) no hacemos una barbacoa, sino tres barbacoas, una encima de la otra, aunque haya que dormir de pie. El resultado está a la vista, La Habana tiene los edificios más hermosamente apuntalados del mundo y los que con más gracia se caen.
La revolución nos dio la oportunidad de aprender idiomas: el ruso para entender cuántas compotas nos iban a dar nuestros amigos y el inglés para ver cuándo llegaría el enemigo y poder botar las compotas que nos dieron los amigos. Aunque al principio el inglés era un poco clandestino y no andaba mucho de boca en boca. No sabíamos el idioma pero la revolución nos enseñó a tararear a Los Beatles. O a meter forros. Si metían forros en la economía, en la medicina y en la educación ¿Cómo no iba el cubano a meter forros cantando en inglés? Si no me creen, ahí está Juana Bacallao hipnotizando a las multitudes que morirán sin saber qué carajo decía cuando cantaba supuestamente en inglés.
4- Los buenos sentimientos: la revolución enseñó a ser solidario con todo y con todos. Y a tener sentimientos: cada año, en octubre, el cubano va al borde del mar a echarle flores a Camilo, aunque no haya flores o no haya mar. Se han dado casos de cubanos que han echado flores en un cubo para cumplir. La costumbre se va perdiendo porque a algunos se les ha pegado un pargo al ramo de rosas o se les enredó una langosta en el ramito de margaritas y se los han decomisado.
Pero al que más cariño se le tiene es a José Martí. Por eso todos los años, el día de su nacimiento, los cubanos recorren las calles con antorchas. Cualquiera pensaría que lo buscan para darle fuego por haber sido el autor intelectual del Moncada.
Es curioso que hayamos celebrado semanas de solidaridad con medio mundo y nadie se haya tomado medio día para solidarizarse con el pueblo cubano.
Para obtener todos esos logros, la dirección del país (que en otras partes se llama “cúpula gobernante”, y en el caso cubano eran Fidel y dos o tres) utilizaron algo parecido al miedo:
- Miedo a despertarte y que junto a ti esté un marine americano fuertemente armado, de 6 pies y 12 pulgadas, masticando chiclets, y temes pedirle uno porque no sabes quién te está vigilando.
- Miedo de haber faltado a una reunión o un acto masivo, que pueden ser un discurso de siete horas o una marcha hacia ninguna parte.
- Miedo a haber tenido una expresión comprometedora o haber dicho una opinión que pudiera ser tergiversada. Las opiniones que pueden ser tergiversadas son todas. Todas las que se te hayan ocurrido a ti mismo y que no sean consignas.
- Miedo a haber reído con alguna frase o idea del Comandante en Jefe. Por ejemplo: “Somos un hueso duro de roer”, y que te pases días preguntándote de qué parte del cuerpo es ese hueso.
Él mismo lo dijo en algún momento. Fue un lema o una guapería hablando a los americanos, creo: algo así como “Aquí nadie come miedo”. El miedo se supera, así que mejor lo dejamos en “Aquí nadie come”. Por eso muchos cubanos se fueron a comer a otra parte.
El logro mayor de la revolución y Fidel, su obra cumbre, ha sido la adorable, moderna, demonizada, cambiante, ruidosa y próspera ciudad de Miami. Uno ve su silueta y tiene que aguantarse para que no se le vaya una expresión comprometedora. Algo así como “Gracias, Fidel”.