Son las 7:00 de la mañunga y ya se mete un calor de mandarria. Si el Chespeir ese se la pasaba diciendo “ser o no ser”, la candela aquí es otra: “salir o no salir”.
Si no salgo, no agarro pollo, ni aceite, ni esas cosas que sacan en no sé dónde no sé cuándo, que parece que el gobierno estuviera jugando al “chucho escondío”, pero sin que nadie te diga “frío, frío” cuando estás lejos o “tibio” cuando le estás agarrando la vuelta y te acercas al sitio correcto. Aunque no hay que ser vidente para eso, porque cuando hay pollo, o aceite, o lo que sea, el molote se ve a tres cuadras y sientes la bronca y la chusmería.
Y el lío de salir o no salir no es porque la calle cada día está más difícil, y la monada ande como irritada, locos por meterte en la patrulla esposao, y te miran con tremendas ganas de darte un gaznatón y sonarte una multa de 3000 cañas.
No, la vuelta es más conmigo mismo, una volá entre yo y el nasobuco, o entre el nasobuco, yo y la peste a boca que tengo, porque hace tres meses que no adivino la pasta de dientes. Ni perla, ni parla, y la que quedaba era porla. Por la izquierda y carísima. “Sin pasta, pero sin amo”, me digo bajito, aunque no estoy seguro que mi vida no le pertenezca a alguien, o a una pila de gente que desde que nací han decidido por mí, y he tenido que sufrir todo eso sin comerla ni beberla. Literalmente sin comerla.
Hasta se me ocurrió un versito ahí pa´ darme ánimo, que es lo único que puedo darme gratis y sin riesgos. Dice mi coro:
Yo quiero, cuando me muera,
sin pasta y con nasobuco
que se le enrede el bejuco
a esta gente tan bretera.
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Cuando digo que esto está malo, es que está peor que malo, malísimo, malisisísimo. Este país va en caída libre para el quinto mundo, y la gente va a soñar con irse a vivir para Haití o para Etiopía. Cierro los ojos y se me hace la boca agua pensando en todo lo que comíamos en aquel Período Especial de los años 90. Por lo menos entonces se chocaba de vez en cuando con la jama. Y en ese tiempo fue cuando criaban puercos mudos en las bañaderas, y cuando desaparecieron los gatos en La Habana y estuvimos a punto de tener que exportarlos.
La cosa está mala, malísima, pero yo trato de no decirlo, y en lo que puedo, de no pensarlo, porque a mí me leen la mente. Nada más salir y ya hay dos o tres policías que no me pierden pie ni pisada. Si miro una pared, ya se están imaginando que voy a escribir letreros subversivos. La última vez que me pararon fue para preguntarme si yo me disfrazaba para hacer la cola del pollo varias veces, y les tuve que contestar que yo era feo una sola vez, que para qué iba a multiplicarme si no me llamaba Jesucristo, que ese lo hacía con los panes y los peces, y yo no tenía harina ni escamas.
Me sonaron multa de 300 cuotas por el güiro, pero antes otro me había preguntado, en ese idioma raro que hablan ellos como si hubieran llegado de Dominicana, qué yo hacía allí en aquella cola. Imagínate tú, ¿qué hago yo en la cola del pollo? ¿A ver si compro aceite? ¿Vine a pintarme las uñas? A ese tampoco le gustó la respuesta, y me miró como si fuera mi cumpleaños y la vela me la quisiera encender en otra parte del cuerpo.
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A esos tipos no les temo, porque yo no como miedo, ni como casi nada últimamente. A los que les tengo un ñao de película es a los perros pastores que llevan. Hay uno, que tiene el lomo prieto, que me mira fijo, como si me conociera de toda la vida, y cuando le doy la espalda siento los ojos del perro clavados en la nuca, que después me paso dos días con dolor en la cervical. Ese perro me sabe algo, me la tiene jurada o le enseñan una foto mía por las noches.
Y hablando de perros, de pasta de dientes y de nasobucos. No salgo por eso, porque ayer lo intenté, me puse la mascarilla, como le dicen en España, y con el tiempo que llevo sin lavarme la boca con pasta o con jabón, inhalé eso y se me aflojaron las patas. Lo volví a intentar y me desmayé agarrando el picaporte. Me subió un vaho espeso y agrio como si se me hubiera podrido el cerebro o la quijada. O los dos juntos. Era como cuando se abre una tumba, como cuando se rompe una fosa, como si entraras a tu casa y hallaras cuatro caballos muertos en el baño. Pero muertos de hace una semana.
Yo mismo, no me soporto. Y mi madre me está dejando de querer. Cada vez que le voy pa´ arriba mueve el dedito así, señalando una losa del piso, para que guarde el distanciamiento social y no pase de ahí. Ayer recogió y se fue a dormir para la casa de mi tía, porque llevaba noches sin dormir y con pesadillas de que la habían enterrado en una fosa común. Pero se fue preocupada de que algún vecino sienta mi peste, mal aliento o como le dicen en el policlínico: “halitosis”, y llame a la policía pensando que alguien estiró la pata en esta casa.
No sé cómo se va a resolver esto. Únicamente en dólares. O que mi primo de la yuma me ponga una recarguita y la cambie por un tubo de pasta. Estoy a punto de probar lavarme los dientes con betún, que no me matará el olor, pero me los va a dejar brillantes. Y, mientras tanto, entre el miedo y el encasquillamiento que tengo, mejoré el versito de antes y ahora dice:
Yo quiero, cuando me muera,
sin pasta y con nasobuco,
hacer el último truco
para armar la gozadera.
Qué disparate es este país, por tu madre. Un país sin pasta de dientes ni carne de puerco. Aquí todo va mal, pésimo, y con esperanzas de ponerse todavía más jodido.
Lo único que funciona bien en este país es la policía.
Ah, y la Mesa Redonda. Pero a veces, a esa hora, se va la luz.