El doctor Pichilingo Ortiz, afamado psiquiatra y psicólogo cubano, nos ha hecho llegar la grabación de una de sus sesiones. A pesar de que el secreto paciente-médico es algo sagrado, el doctor Pichilingo ha roto esa norma por el bien social, porque no atendió a un paciente normal, sino a un cerdo.
A continuación, transcribimos la consulta completa, no sin antes decir que, en estas navidades, el doctor Pichilingo Ortiz es casi el único que ha tenido acostado delante de él a un puerco completo.
Siendo los veinte días del mes de diciembre del año 2021 comparece ante mí, por primera vez (y posiblemente la última), el paciente que dice llamarse Tranquilino, procedente de una cochiquera del municipio Melena del Sur, criado en la finca “La Pereza”, casi propiedad del campesino nombrado Ultiminio Gamboa.
Notas: El paciente logra comunicarse en idioma español bastante comprensible, señal de que no escucha reguetón. En su alegato no dijo nunca un lema, razón por la que se concluye que tampoco milita en ninguna organización política o de masas.
El paciente manifiesta claras señales de desasosiego, mezclado con ansiedad, susto, asombro, espanto, sigilo, paranoia, motivado todo esto por no haber podido superar la repentina sobrevaloración de su persona, teniendo en cuenta que pesa alrededor de 400 libras y que la libra de su carne supera ampliamente los 300 pesos MN en estas fechas navideñas.
Tranquilino no se repone de la sorpresa de ser, por primera vez, tan apreciado, deseado, buscado y bien cotizado. El haberse convertido prácticamente en un intocable, lo ha confundido y, sobre todo, lo ha deprimido.
Usted sabe, doctor —me dice casi gruñendo— que en estas fechas nosotros hemos estado siempre en manos del pueblo cubano. Al servicio de la familia que queda por acá. Nunca hemos faltado a esta cita con la gente del pueblo, que son prácticamente nuestra familia. En ese momento el paciente ve el busto de nuestro apóstol que me acompaña en las consultas y pregunta: Y él, ¿qué dirá de todo esto?
El puerco mete un salto como si lo quisieran ensartar con una púa cuando el busto del apóstol dice: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”.
Logro calmar al obeso mamífero con unas gotas y le pido que siga hablándome de su familia. Entonces me cuenta: Yo provengo de una familia muy sacrificada, cochina pero sacrificada. Me crie sin los consejos paternos, pues mi abuelo vivió en la bañadera en un apartamento de El Vedado y nunca pudo transmitirle sus experiencias a mi papá, porque lo habían operado de las cuerdas vocales. Lo habían dejado mudo, doctor.
Es innegable que la sorpresiva subida de la autoestima —¡más de 300 pesos MN la libra de carne de puerco!— no le han hecho mucho bien al paciente, que proyecta también un claro síndrome de Estocolmo, aunque se haya criado en Melena del Sur. No comprendo muy bien qué tiene que ver Melena del Sur con Estocolmo, pero en sociedades como estas, cualquier cosa puede suceder. Incluso que la gente tenga síndromes, aunque la policía los reprima luego.
Miro al apóstol que se ha llevado las manos a la cabeza al escuchar los precios de una libra de carne de lechón, y durante unos minutos me quedo en blanco, pensando de dónde coño sacó los brazos y las manos el apóstol, si es solamente un busto. Cuando me concentro nuevamente, Tranquilino sigue su cantaleta: Estoy muy triste, doctor. Esto de que los cubanos no puedan pasar unas navidades normales, como han sido siempre, me da ganas de llorar.
El cerdo guarda silencio y dos lagrimones grasos corren por su rostro. Yo espero que se reponga y para lograrlo le traigo un cubo de sancocho. El paciente come algo, poco en realidad, y continuamos, momento en que le pregunto que a qué se refiere con pasar unas “navidades normales”, y de paso inquiero para ver qué hay de normal en Cuba.
Tranquilino, mi cerdo paciente o mi paciente cerdo, mira en derredor con suspicacia, como buscando un micrófono. Mira al busto del apóstol, esperando respuestas, sospechando que Martí pertenece al MININT, pero el busto responde rápido y cortante: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas. Pégate al agua, Felo”.
Quiero saber por qué mi paciente ha llegado a este estado, y me cuenta que se siente malísimamente mal por muchas cosas, y que no es todo culpa de los precios. Un funcionario de Cienfuegos, de donde son sus primos, dijo esto: "La carne de cerdo cruda no se puede vender porque no existe".
Entiendo que esa negación lo anula como persona, perdón, como animal, como ser vivo. No existir es como no tener libreta de racionamiento ni carné de identidad. Cuando le pregunto si también se siente triste porque ese funcionario ha negado su existencia, me explica que el tipo dijo más, y me cuenta lo expresado textualmente: "La carne de cerdo, cruda, en cantidades y en libras, no se puede vender en ningún lugar porque no existe. No existe. No existe en la provincia".
Le pregunto si existe la posibilidad de que el cerdo, como mamífero, esté en peligro de extinción, lanza un gruñido y argumenta que no, que él no sabe por qué este gobierno de mierda ha sido incapaz de mantener la producción de carne porcina. Es que son todos unos inútiles, doctor, me explica Tranquilino. No tienen huevos y han llegado a dar pollo por pescado en una isla rodeada de mar. Cualquiera con una “cabullita” y una lombriz pesca algo —termina y comienza a sollozar.
Me he quedado preocupado por la noticia de que el gobierno no tiene huevos. Pero luego comprendo la metáfora y recuerdo que, hasta el azúcar, de la que Cuba era exportadora mundial, ahora se tiene que comprar afuera. Preocupado porque su salud mental estaba a punto de un nuevo quiebre le pregunté por qué lloraba ahora, y el lechón, sin dejar de llorar, gritó a voz en cuello: “Es que yo quiero ser continuidad”.
Es una situación inusitada. Primero: yo nunca le he dado terapia a un mamífero de cochiquera. Segundo: este cerdo parece tener sentimientos. Tercero: nunca había visto que una subida de la autoestima pudiera deprimir tanto a un ser con tanta grasa y el colesterol tan alto. Y cuarto y último: creo que este cerdo merece lo que le está pasando, y necesita calor humano y también calor de horno.
Intento explicarle que debiera alegrarse porque por vez primera, en estas circunstancias especiales, los de su especie son respetados y nadie los puede usar en lo que siempre han sido usados. Nadie los podrá devorar, porque en la Cuba actual, comprar una libra de cerdo es un pasaje seguro para la ruina económica. Le digo que sonría, que se alegre, que aproveche y comience a vivir la vida como se merece, pero me responde, más triste que nunca, con los ojos más pequeños, como si buscara un poco de fango donde revolcarse, que lo que él cree merecer es alegrarles la mesa a los cubanos, que desde que nació el primero de su estirpe, siempre han tenido vocación de servicio, como si fuera un dirigente.
Cuando lo miro más serio Tranquilino rectifica y me dice que no como un dirigente, y que precisamente lo que no quiere es sentirse un inútil y que un día la gente lo confunda con los gordos que salen en la televisión. Desde el diván, incorporándose, me suelta una podrida: “Yo también soy Fidel”.
Me acaloro y lo quiero sacar de la consulta a patadas, pero mi secretaria me avisa que afuera hay un molote de gente con cuchillos, esperando para rebanar a mi paciente en lascas. Por suerte encuentro un viejo uniforme de las Milicias de Tropas Territoriales y logra salir por el fondo de la consulta.
Y el muy hijo de puerca no me ha dejado ni siquiera un pernil. No sé cómo voy a pasar la nochebuena.