La imagen de Bernie Sanders con guantes de crochet, apelotonado en su silla plegable durante la inauguración de Joe Biden, se volvió viral en cuestión de segundos. Era la estampa del Partido Demócrata que tenían escondida en el armario.
Tomó pocos kilobytes destapar al liberalismo como el epítome de “lo cheo”, un elemento retrógrado que no se visibiliza en las portadas de las revistas favorables a la causa, retocado por unos medios de propaganda que se dedican a las tareas de embellecimiento.
Bernie o Biden, daba lo mismo: los progresistas eran mitones tejidos y cursilería barata. Ni Lady Gaga, ni Los Tigres del Norte, ni el mismísimo George W. Bush en el papel del republicano reciclable, pudieron encubrir el mensaje de la ceremonia inaugural: America the Beautiful daba un paso atrás, un paso en falso hacia lo mismo.
¿Cómo era posible que estos chapuceros hubieran engañado a todo un pueblo, birlado a los 80 millones de votantes que los rechazaron en 2016 y volvieron a derrotarlos en la medianoche del 4 de noviembre de 2020? ¿De manera que este era el partido del progreso? ¿No se trataba del mismo batallón que tiró por la borda a Pete Buttigieg para elegir al capitán “Sleepy Joe”?
Y Kamala Harris, ¿no había transformado a San Francisco en el soviet más caro del mundo? ¿No era Sacramento el primer califato del Partido Único, donde el ejecutivo y ambas cámaras estaban controladas desde hacía diez años por una trifecta demócrata?
Los barrios de la clase media en el área de la Bahía convertidos en campamentos de crackeros, mientras los magnates de Apple, Google y Facebook miraban la decadencia desde su exilio de Silicon Valley. La segregación económica, la corporatocracia y el unipartidismo estilo californiano serían el modelo de la nueva administración de Dirty Harris, de la que Biden era solo el testaferro.
Las primeras medidas del nuevo régimen anacrónico e impopular son sendos decretos presidenciales que van en contra del interés común: la cancelación del gaseoducto Keystone y la marcha atrás a la salida trumpista de la Organización Mundial de la Salud. El primero es pura revancha; el segundo, el espaldarazo a la campaña de Xi Jinping para entorpecer la pesquisa sobre el origen y los objetivos de la pandemia.
Bernie mostró sus guantes de estambre en la inauguración de Joe, pero los chinos habían actuado con guantes de seda, primero como expertos ladrones de información biotecnológica y luego como sutiles conspiradores, en la más grande jugarreta electoral de la historia del mundo.
Desencadenar la COVID-19, pero sin dejar huellas, precisamente en el año de elecciones. Comprar el silencio de Tedros Adhanom y la Organización Mundial de la Salud, con la connivencia de los órganos de prensa liberales. Ridiculizar cualquier mención del “virus chino”; restarle importancia al Instituto de Virología de Wuhan; hablar de sopa de murciélagos. Jugar la carta xenófoba sacada del breviario socialista. Vedar los libros de Mario Vargas Llosa. Aprovechar el caos para tomar Hong Kong y eliminar a la disidencia. Declarar a Xi dictador vitalicio.
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Un año de victorias para China y de toque de queda y entubamiento para el resto del mundo. Fue así como Xi Jinping y Nancy Pelosi lograron el impeachment de Donald Trump. Un año atareado y magistralmente coreografiado, en el transcurso del cual las fallas estructurales de la democracia quedaron expuestas a los ojos del mundo.
La disponibilidad del gobierno de Harris, de cara a los próximos ocho años, queda ratificada con los primeras órdenes ejecutivas. Los mandarines pueden dormir tranquilos. Solo entonces publicaron la lista de 28 oficiales trumpistas buscados por el PCCh: la conspiración podía lucirse en las primeras planas. Hubo fiesta en Washington y en el Gran Salón del Pueblo.
Después de todo, son años cruciales para el expansionismo chino: en el 2028 el camarada Jinping será más joven que el monigote Joe Biden en la actualidad. El rejuvenecimiento de la nomenclatura pekinesa coincide con la irrevocable esclerosis de la progresía occidental, que la imagen de Bernie enguantado ilustra de manera patética.