¡Queridos camaradas!, la más reciente película del director ruso Andréi Konchalovsky, trata la masacre de Novocherkask, un hecho real ocurrido en la región del Don en el verano de 1962. El episodio sangriento, expurgado de la historia soviética, sirve de punto de partida a la exploración de algo más esencial: la técnica socialista de cancelación de lo real.
Lyudmila, devota estalinista que sirvió de enfermera durante la Gran Guerra Patria, es ahora una burócrata del Partido. Su padre es un cosaco que combatió a los comunistas en la Guerra Civil, y su hija de dieciocho años, una obrera que se ha unido a la huelga. El viejo es el símbolo de la historia barrida debajo de la alfombra, mientras que la muchacha representa la narrativa que entra en escena con Nikita Jrushchov y el XX Congreso del PCUS.
Lyudmila es el puente entre ambos relatos, un personaje de transición. Todavía echa de menos a Stalin, y cuando habla de la escasez de cigarros, huevos y leche que provocó las protestas, lo hace en la cama, en charla post-coito con su jefe, que es también su amante ocasional. En un momento de debilidad se le escapa un comentario derrotista: “¡Esto no pasaba cuando Stalin!”, y el compañero secretario la reprende con una consigna: “¡El Comité Central ha dicho que los cambios resultarán en un más alto nivel de vida en el futuro!”.
Sucede que la tergiversación puede adoptar los formatos más variados. En una conversación con su padre, que presenció la hambruna de los años 30, Lyudmila echa mano de las novelas de Mijaíl Shólojov. ¿Cómo pudo haber mentido el gran escritor soviético? Para el viejo veterano, que esconde su uniforme y su icono en un baúl, el realismo socialista no fue más que una maniobra de desinformación. “Si Shólojov hubiera escrito la verdad”, le responde el cosaco, “hoy no sabrías de su existencia”.
Entonces estalla la huelga de los trabajadores ferroviarios, y las pedradas rompen los cristales de las ventanas en la sede del Partido. En la reunión de emergencia donde los jefes discuten las medidas a tomar, la camarada Lyudmila demanda el máximo rigor de la ley para los revoltosos. Los compañeros la felicitan, sin sospechar que esa misma mañana había caído en el derrotismo. Entretanto, su hija se une a los manifestantes que toman las calles de Novocherkask.
Hace poco más de un milenio, el sabio chino Sun Tzú había dicho que “combatir es engañar”, pero los camaradas del Comité Central del Partido de la región del Don creen que con llamar al ejército bastará para controlar a los sediciosos. Queda la cuestión de si los “salvaguardas del pueblo” usarán salvas o munición real contra los trabajadores y sus familias. Al final del día sabrán que la respuesta soviética a las pedradas son las balas de verdad.
Escena de "¡Queridos camaradas!", película de Andréi Konchalovsky
Por encima de las fuerzas armadas, existe un poder superior con acceso a las armas no convencionales: es el Comité para la Seguridad del Estado, conocido por las siglas KGB. También en el manual de la policía política, combatir es engañar. De modo que en Novocherkask aparece un pelotón de operativos que carga rifles de mirilla telescópica en estuches de violoncelos. Entre los altos mandos civiles circulan desmentidos que buscan confundir a los críticos de las medidas de austeridad y exacerbar las divisiones entre los opositores. A la KGB le conviene que la inminente masacre aparezca como un trabajo sucio del ejército.
Los ferroviarios, que han tomado la sede del Partido, rompen retratos de Stalin, destruyen archivos, y comen y beben las sobras de arenque y vino húngaro que dejaron atrás los mayimbes en desbandada. La jornada de disturbios continúa con el ingenuo discurso de los trabajadores desde el balcón del edificio, aunque sin ninguna demanda concreta.
Mientras tanto, los francotiradores de la KGB han ocupado posiciones estratégicas en las azoteas. El ejército irrumpe por la fuerza en el balcón y desaloja a los manifestantes. Una vez restaurado el orden, se imponen las consignas diversionistas: “¡Compañeros, vivimos en unos tiempos maravillosos!”
Es la idea del Don apacible expresada en dialecto policíaco.
De acuerdo con informes oficiales, ese día murieron 22 personas, 87 fueron heridas, 116 enviadas a la cárcel y siete ejecutadas. Konchalovsky se impone la tarea patriótica de indagar el paradero de los muertos y desaparecidos, entre los que tal vez se encuentre la hija de Lyudmila.
Viktor, el policía bueno de la película, la ayuda a rastrearla en los cementerios de pueblos vecinos, donde los cuerpos han sido arrojados, unos encima de otros, en tumbas de extraños. Durante el viaje de regreso, tiene lugar una de las dos conversaciones que exponen el mensaje de esta obra didáctica.
En la primera, Víktor y Lyudmila se detienen en la ribera del Don, escenario de la hambruna que culminara en tragedia treinta años atrás. A pico de botella, beben el aguardiente que alivia la conciencia de clase. La madre, ebria y enloquecida, salta del carro y se adentra en el agua, mientras unos niños cosacos bañan a una yegua en el río.
Al regresar al vehículo, Luydmila busca consuelo, junto a su improbable compañero de viaje, en una balada de juventud de aquella época heroica que los dos añoran, cuando “todo estaba claro y sabías quién era el amigo y quién el enemigo”. La canción se titula “¡Queridos camaradas!”, y repite el estribillo: “Tovarichi, tovarichi, en el trabajo y en la batalla… tovarichi…”.
Ambos tratan de recordar dónde la escucharon por primera vez. ¿Fue en una película? Víktor cree que la canción fue escrita por el famoso compositor soviético Isaak Dunaievsky, y con ese dato trivial Konchalovsky nos recuerda que los artistas son tan responsables de las masacres y los olvidos como los francotiradores. Que sus canciones y sus novelas son culpables de comisión por omisión —¡y esto lo dice el hijo del poeta que escribió la letra del himno de la URSS!
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Los artistas estarán siempre ahí, prestos a poner música y bellas frases donde el Poder cometa un crimen. Son los tovarichi dispuestos a cancelar las tragedias con una melodía pegajosa. La KGB elimina los cuerpos, pero Dunaievsky y Shólojov cancelan la memoria, la arrojan a una fosa común y se lavan las manos.
La otra conversación en un carro ocurre entre un jerarca del ejército y su subordinado, después que la policía ha borrado las manchas de sangre en la plaza de Novocherkask cubriéndolas con asfalto fresco. Se decretan dos días de fiesta y el vodka corre por cortesía de gobierno. El jerarca del Partido le confiesa al subalterno que ha participado en otras operaciones de eliminación de pueblos no muy diferentes del que ahora goza en la plaza. El aprendiz debe acabar de entender que la muerte, en una sociedad socialista, es información secreta. Solo quienes hayan participado en operaciones encubiertas de eliminación conocen la terrible verdad: el socialismo en sí, es información clasificada.
Konchalovsky es un director demasiado astuto como para ocuparse de una crisis sucedida hace seis décadas sin establecer su conexión con el peligro claro e inminente de la actualidad. Los mismos impostores, los mismos intereses y la misma falsa conciencia retornan en la etapa terminal de la democracia representativa.
Los que vieron a Fidel Castro y su banda vestirse de sargentos batistianos para asaltar un cuartel y una república; los que vieron a los operativos del G-2 en traje de epidemiólogos irrumpir en la sede del Movimiento San Isidro; los que vieron a Lenin entrar al Instituto Smolny, con anteojos dorados y peluca canosa en el momento de asestar el gran golpe de los desconocidos de siempre, observan ahora a los camaradas de Antifa disfrazados de "basura blanca", y son incapaces de reconocer el momento en que el socialismo se convierte, delante de sus ojos, en información clasificada.
Que hay un socialismo para los tontos, y otro socialismo real pero indetectable, parece ser el mensaje del veterano Konchalovsky a los queridos camaradas del mundo moderno.