En Cuba las cosas funcionan con retardo.
Carlos Manuel de Céspedes desató una guerra de independencia contra España, y si no llegan a desembarcar las tropas norteamericanas en 1898, todavía los cubanos estuvieran dando machetazos cada vez que alguien hablara con la zeta. Tuvieron que entrar en el conflicto los anglosajones, menos explosivos, más calmados, para lograr un entendimiento. Y de paso inventaron el Daiquirí y el Cuba Libre.
Como todo en la isla viene atrasado, es posible que aún estén pasando cosas que se pidieron hace mucho tiempo, porque todavía quienes creen dirigir los destinos de ese marabú ansioso que llaman patria (y lo dirigen, pero hacia el abismo) siguen pidiendo cargas al machete, gestos heroicos, sufrimientos patrióticos, abstinencias fervorosas, resistencias valientes y uno no sabe si son ellos o las voces de quienes reclamaban lo mismo a los que defendieron La Habana del asalto de los ingleses o algún jefe mambí acabado de tomar café en la manigua. Me decanto más por la segunda opción, porque lo que son el café y la manigua redentora alteran a cualquiera.
Lo cierto es que se dice que hay que tener cuidado con lo que se pide. Alguien rogó hace mucho tiempo que lo partiera un rayo y la descarga eléctrica vino a caerle a una termoeléctrica hace muy poco, y la foto quedó como si hubiera sido en Alemania hace unos años.
Ha sido costumbre ancestral implorar, ante la mala suerte o la no prosperidad, que la tierra nos trague. Posiblemente esa frase de “Trágame, tierra”, dicha en el siglo XIX o en algún momento desafortunado de la República, es decir, antes del accidente, esté causando en la actualidad movimientos telúricos, inundaciones, desprendimientos de suelos y cielos y reblandecimiento de la materia gris. Y todos saben, porque el marxismo así lo afirma, que la materia ni se crea ni se destruye, se traslada y la ascienden, sobre todo si es materia fecal, que es la arcilla fundamental con la que se hacen los dirigentes.
Una de las frases dichas en Cuba que más daño le han hecho a la isla a través del tiempo fue lanzada, de manera sincera pero irresponsable, por su descubridor, el almirado almirante Cristóbal Colón cuando, tras una mala noche escuchando la gritería de los pájaros costeros, y poniendo una alpargata en la arena patria -no existía entonces aquello de “pies secos, pies mojados”-, estirado, extasiado e inspirado, dijo a la historia lo de: “Esta es la tierra más fermosa (en aquellos tiempos la hache no era sorda) que ojos humanos vieron”.
Lo expresó conmovido y arrobado, aunque otros hombres lo han superado en nuestra historia y han robado más, y más seguido. Pero el cubano, con ese irreverente indio interno, fajado a piñazos con el mandinga y el gallego, solamente por llevarle la contraria y hacer quedar mal al almirante, se ha esforzado en silencio, día tras día, en quitarle a nuestra tierra todo lo fermoso. Es su aporte esencial, su granito de arena envuelto en caquita.
Otras expresiones, lanzadas por cubanos ilustres en distintas épocas, siguen horadando el cacumen popular, trabajando en la sombra, horadando en silencio con resultados nefastos. Una de ellas, repetida con insistencia por Ramón Grau San Martín, “la cubanidad es amor”, ha tenido un efecto contrario. Y la muletilla con la que saludaba el general Fulgencio Batista, “salud, salud” inspiró a su sucesor, el comediante en jefe, para declarar a Cuba potencia médica y comenzar a alquilar galenos al mejor postor en todo el mundo.
Ahora mismo, aunque su efecto se fue sintiendo desde los años sesenta del pasado siglo, es decir, desde que comenzó realmente el período especial para la siempre fiel isla de Cuba, está funcionando la orden que diera, tan viril en el veril, el cabecilla de la hecatombe, cuando miró en lontananza los verdes campos sembrados de caña y dijo para su coleto: “Ahí no entro yo ni borracho”.
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Entonces tuvo una idea mejor -para él- y convocó a la plebe hirsuta a blandir los machetes para fabricar tantas toneladas de azúcar que el melao iba a llegarle al cubano a la cintura. Fue cuando lanzó aquel grito que se repitió en la prensa, en carteles, en vallas y valles, a toda hora, en la televisión y a las puertas de los albergues INIT: “Los diez millones van”.
Y salía él, puntero en mano, robando tiempo a la posible buena programación y a las películas, incluso a los clavos soviéticos, delante de un mapa, rodeado de cañas esbeltas, cañas cortadas, cañas dulces, cañas y coños, informando, con una sonrisa de satisfacción bastante idiota y egocéntrica, cómo iban los trapiches moliendo en la molienda por provincias e incluso provincialmente, cómo crecía la tonga de azúcar que se acercaba a los cacareados diez millones, que de que van, van.
Todo se paralizó y no de miedo. Los cirujanos, los choferes, los bodegueros, los limpia pisos, los pintores de brocha gorda y los otros, los carpinteros, los veterinarios, los guardacostas, los fabricantes de medias y blúmers, los ingenieros, los albañiles, los que le echaban comida a las vacas, los pilotos, los marinos, los porteros de cine, los músicos, los soldadores y los soldados, los electricistas, los domadores de circo, incluso algunos mirahuecos, fueron enviados a la caña. Todo el mundo mambí, todos con una mocha en la mano, todo el mundo de sol a sol, corta que corta pensando que el futuro era blanco y dulce. Y el tipo gritando desgañitado: Los diez millones van.
Y no fueron. Se quedó en esa. Y agarró su rabieta, como si Ángel Castro le hubiera quitado la escopetica con la que quería asaltar el cuartel Moncada. Engurruñado, con mala cara, buscando a quién echarle la culpa. Pensando para qué rayos Colón había dicho aquello de la isla más fermosa, que invita solamente a la gozadera y no a morirse en un surco, junto a una guardarraya, dando un golpe de mocha y pa´la tonga.
Porque no era eso. La gente entendió mal. ¿A quién se le ocurre fabricar diez millones de toneladas de azúcar si nadie necesita diez millones de toneladas de azúcar? Japón no fabrica diez millones de Toyotas si nadie los pide. Ni Holanda diez millones de cachimbas. Ni Suiza diez millones de relojes. Ni la textilera más extensa que ojos humanos hayan visto, ni los hospitales más grandes, ni el plan citrícola más largo y ancho, aunque la limonada es la base de todo.
Los diez millones van no: los diez millones se van. Se cansaron de disparates y de palos y de horas y horas de gente dando baba y matraca, y de “ahora sí vamos a construir el socialismo”, y de que “hay que resistir”.
Y hasta han suspendido el censo de población y viviendas que harían en septiembre. Por falta de quorum.
Hasta ver quiénes quedan. Porque, la voz lo repite: Los diez millones se van. Y de que se van, se van.