No nos acostumbremos a la calamidad

Esto no es vida. Esto tiene que cambiar ya. Cuba ha perdido seis décadas para nada. Nos acostumbramos a que hicieran con nosotros, que somos seres humanos, un experimento fracasado
Ruina de viviendas en La Habana. Foto: ADN Cuba
 

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Los insoportables apagones que se extienden por toda Cuba, junto a la crisis económica, la inflación, la falta de alimentos, medicamentos y todo lo necesario para una vida digna, en medio de la mayor represión de las últimas décadas; provoca que, en ocasiones, los cubanos buscando sobrevivir, nos veamos tentados a normalizar el desastre.

Se pueden asumir varias actitudes frente a esta precariedad agobiante. Una es practicar la resiliencia: en nuestro interior convertir la adversidad en acicate para levantarnos y superarnos a nosotros mismos. La resiliencia es asumir un estilo de vida similar al muelle, la presión que se le ejerce no solo le permite volver a su posición normal, sino que lo hace saltar hacia arriba y avanzar.

Otra forma de vivir esta decadencia es resistir estoicamente, por miedo o por prudente estrategia, aguantar hasta que se parta la liga o se logre escapar.

Sin embargo, considero que la peor y más dañina alternativa para la sociedad es acostumbrarnos a la calamidad. Pareciera como si la cotidianidad del desastre nos domesticara el espíritu, nos castrara la libertad, nos drogara la conciencia y nos adiestrara para arrastrar nuestra existencia como si viviéramos en la comunidad primitiva o en la esclavitud. Vivir así no es vivir. Convertir la injusticia en cotidianidad es subvertir la escala de valores de nuestra condición humana. Considerar que una vida miserable es el “destino que nos tocó”, es renunciar a nuestra dignidad de seres humanos.

Contemplar que se somete a la inmensa mayoría de nuestro pueblo a las privaciones más denigrantes –desde la falta de libertad hasta la falta de corriente eléctrica y de agua–, por no reconocer que el modelo experimentado durante más de seis décadas no funciona, ni cambiar lo que no sirve y aferrarse a una ideología caducada y empobrecedora y, además, aceptar todo esto como “normal”, es renunciar a todos los derechos inalienables e inherentes a la dignidad humana con la que el Creador nos ha dotado a todos y que nada ni nadie tiene potestad para arrebatárnosla.

Llegar a la situación alucinante de que otros determinen a qué hora cocinamos o dormimos, a qué hora funcionarán nuestras neveras o a qué hora podremos tener luz para estudiar, escribir o leer; aceptar como normal que unos pocos determinen cuántas horas podrán dormir nuestros niños o cuándo podrán descansar un poco nuestros ancianos, bajo un calor asfixiante; o cuándo funcionarán los servicios y las empresas que trabajan con electricidad o con agua; aguantar encima de todo esto las amenazas de otros que, a su vez, son amenazados para que exijan a sus subordinados trabajar sin dormir, atender a la población en medio de lo exasperante de un local sin ventilación, es sencillamente aceptar que rebajen nuestra condición humana a un estado animal, y que nos conviertan la convivencia social en un coro de lamentos, quejas, huidas y resignación.

El daño antropológico que causan las situaciones críticas irracionales nos convierte en seres domesticados, en zombis de la rutina, en transeúntes sin rumbo ni sentido vagando por nuestros pueblos en busca de “algo”, que pronto se acabará, que no alcanzaremos, que no nos toca, que fue restringido arbitrariamente, como el jabón de lavar, solo para personas mayores a partir de una edad. La miseria y el empecinamiento, unido a la falta de libertad y de derechos, degradan nuestra existencia y convierten a nuestra sociedad en un corral de subsistencia y del “sálvese el que pueda”. Algunos argumentarán que esto también pasa en otros países, pero eso no se justifica en ningún lugar, aún menos donde se prometió un paraíso a cambio de sacrificarnos durante toda la vida.

Esto no es vida. Esto tiene que cambiar ya. La nación cubana ha perdido seis décadas para nada. Nos acostumbramos a que hicieran con nosotros, que somos seres humanos, un experimento tras otro, todos fracasados. Nos acostumbramos a que unos deciden y todos los demás se someten, so pena de largas condenas. Eso no es vida. El pueblo cubano pide Patria y Vida.

Cuba hipotecó la libertad y los derechos civiles y políticos para, supuestamente, alcanzar primero los derechos económicos, sociales y culturales y luego, cuando los niveles de vida –materiales, cívicos y culturales–, estuvieran creados, podríamos vivir en igualdad de condiciones para acceder a recuperar la hipoteca de la libertad y de todos los demás derechos.

Esta utopía no era verdad, fracasó y nunca alcanzó ni unos ni otros derechos. Las décadas de penurias y repetidas crisis y rectificaciones, junto a sucesivas dependencias de la moneda extranjera o de los parasitarios subsidios suministrados por otros países, son pruebas suficientes de que en Cuba no se ha alcanzado ni pan ni libertad, ni derechos políticos, ni derechos económicos. Ni progreso ni vida digna.

Por esto Cuba no es hoy un símbolo ni un modelo para nadie. En todo caso, Cuba ha sido sometida a ser un símbolo de éxodos masivos, de desestabilización regional y mundial, un símbolo de cómo un país que en 1959 ocupaba el tercer lugar en el nivel del producto interno bruto (PIB) entre los países de América Latina, pasa a ser uno de los últimos de la región junto con Haití. Cuba ha sufrido un experimento de cómo se puede regresar a la caverna, de cómo se retrotrae la historia, de cómo por convertir a una ideología en una “religión” obligatoria e irreversible, lo que se alcanza es la falta de libertad y la involución hasta límites insospechados.

Enfrentando a un imperialismo se cayó en manos de otro. Buscando soberanía nacional se confiscó la soberanía ciudadana. Queriendo construir, a la fuerza, el “hombre nuevo” se infligió el más grande daño antropológico y se parió al homo saucius, es decir, a un hombre enfermo que acepta acostumbrarse a la calamidad, que no solo intenta acostumbrarse a los apagones de electricidad sino a vivir en un apagón existencial.

Cuba no merece ser símbolo de la calamidad. Sus fundadores como Varela y Martí, su nacimiento en los claustros del Colegio Seminario San Carlos y San Ambrosio y su herencia histórica, religiosa, cultural, sí son símbolos de lo que nuestros patricios lograron edificar como nación fundada en la virtud y el amor.

 

Propuestas

  1. No nos acostumbremos a la calamidad. No nos dejemos arrastrar por el relativismo moral del todo es normal, del todo vale, del todo es posible.
  2. Bebamos de nuestro propio pozo histórico. Las raíces de nuestra nacionalidad deben ser rescatadas. Desechemos todo lo que es extraño a la república que soñaron Varela, Luz, Céspedes, Agramonte y Martí. Aquella que luego, con sus deficiencias y limitaciones, cultivaron y fecundaron los que pudieron ejercer su soberanía ciudadana y alcanzaron una Constitución como la de 1940.
  3. Encontremos el estado de equilibrio cívico que está en medio de los dos extremos: ni la violencia ni la indolencia ante la calamidad. Entre la violencia y la indolencia está el civismo de reclamar pacíficamente nuestras libertades, nuestros derechos y una vida que honre la dignidad plena de cada cubano.
  4. Quienes ostentan el poder deben escuchar el clamor de su pueblo, deben abandonar el empecinamiento y el voluntarismo, deben superar las consignas vacías y abrir las puertas al cambio que Cuba necesita.

 

Tomado del Centro de Estudios Convivencia

Escrito por Dagoberto Valdés Hernández

Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955). Ingeniero agrónomo.Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017. Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007. Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006. Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años. Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director. Reside en Pinar del Río.

 

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