La brutal muerte de George Floyd a manos de agentes de la Policía de Minneapolis ha provocado protestas y disturbios en todo Estados Unidos. Hemos sido testigos de la humanidad en sus mejores y peores expresiones. Ciudadanos de naciones lejanas han expresado su solidaridad con los estadounidenses negros; los agentes de policía han marchado junto a los manifestantes; los manifestantes han defendido a las empresas contra el saqueo y la destrucción. Al mismo tiempo, los alborotadores han incendiado edificios y saqueado negocios; los manifestantes han sido rociados con gas pimienta y golpeados; los policías han sido disparados y atropellados con autos.
En la raíz de los disturbios está el movimiento “Black Lives Matter” (La vida de los negros importa), que comenzó con la absolución de George Zimmerman en el 2013 y alcanzó prominencia nacional a raíz de la muerte de Michael Brown en el 2014. Mi opinión sobre BLM es mixta. Por un lado, estoy de acuerdo en que los departamentos de policía con demasiada frecuencia han tolerado e incluso permitido la corrupción. En lugar de depender de terceros imparciales, estos departamentos a menudo, deciden si disciplinar o no a sus propios funcionarios. La doctrina legal de la inmunidad calificada establece lo que muchos dicen que es un obstáculo irrazonablemente alto para los ciudadanos que presentan demandas de derechos civiles contra los agentes de policía. Las cámaras corporales (que aumentan la transparencia, en beneficio de ambos, los sospechosos maltratados por la policía y las acusaciones injustas contra estos últimos) aún no son de uso universal. Ante los sindicatos de policía, que se oponen incluso a reformas razonables, “Black Lives Matter” parece una fuerza para un cambio positivo.
Por otro lado, la premisa básica de “Black Lives Matter” de que los policías racistas están matando a personas negras desarmadas, es falsa. Hubo un tiempo en que lo creía. Era un año menor que Trayvon Martin cuando fue asesinado en el 2012 y como muchos hombres negros, sentí que podría haber sido yo. Tenía la misma edad que Michael Brown cuando fue asesinado en el 2014 y también como muchos otros, compartí el hashtag BLM en las redes sociales para expresar solidaridad. Para el 2015, cuando la lista, ahora familiar, había crecido para incluir a Tamir Rice, Laquan McDonald, Sandra Bland, Freddie Gray y Walter Scott, comencé a usar una camisa con todos sus nombres. Se convirtió en mi camisa favorita. Me pareció claro que no se trataba solo de tragedias, sino de tragedias racistas. Cualquier sugerencia de lo contrario me pareció, en el mejor de los casos, ignorante y, en el peor, intolerante.
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Mi opinión ha cambiado lentamente. Todavía creo que el racismo existe y debe ser condenado en los términos más enérgicos posibles; todavía creo que, en promedio, los agentes de policía son más rápidos en maltratar a un sospechoso negro o hispano; sigo creyendo que la mala conducta de la policía ocurre con demasiada frecuencia y rutinariamente queda impune. Pero ya no creo que los policías maten desproporcionadamente a estadounidenses negros desarmados. Dos cosas cambiaron mi opinión: los hechos y las estadísticas.
Primero, los hechos; cada historia en este párrafo involucra a un oficial de policía que mata a una persona blanca desarmada. (Para demostrar con qué frecuencia sucede esto, los tomé de un solo año, 2015, elegidos al azar).
Timothy Smith fue asesinado por un oficial de policía que erróneamente pensó que estaba metiendo la mano en la cintura para agarrar un arma; el tiroteo fue declarado justificado. William Lemmon fue asesinado después de que supuestamente no mostró sus manos a pedido del oficial; el tiroteo fue declarado justificado. Ryan Bolinger fue asesinado a tiros por un policía que dijo que este se movía de manera extraña y caminaba hacia ella; el tiroteo fue declarado justificado. Derek Cruice recibió un disparo en la cara después de que abrió la puerta a los agentes de la policía que cumplían una orden de arresto por drogas. Los policías incautaron marihuana de la propiedad y el tiroteo fue declarado justificado. Daniel Elrod robó una tienda Dólar y cuando se enfrentó a la policía, supuestamente no levantó las manos a pedido de esta (aunque su viuda, que presenció el evento, insiste en lo contrario); fue muerto a tiros; no se presentaron cargos penales. Ralph Willis fue asesinado a tiros cuando los oficiales pensaron erróneamente que estaba buscando un arma. David Cassick recibió dos disparos en la espalda por un oficial de policía mientras estaba acostado boca abajo en el suelo. Jeremy Mardis, de seis años, fue asesinado por un oficial de policía mientras estaba sentado en el asiento del pasajero de un automóvil. El objetivo del oficial era el padre de Jeremy, que estaba sentado en el asiento del conductor con las manos levantadas por la ventana. Autumn Steele fue asesinada a tiros cuando un oficial de policía, sorprendido por su pastor alemán, inmediatamente disparó su arma contra el animal, atrapándola en el fuego cruzado. Poco después de que la mató, las imágenes de la cámara corporal revelaron la desesperación del oficial: "(expletivo*) Voy a ir a prisión", dice. El oficial no fue disciplinado. Por brevedad, me detendré aquí. Pero la lista continúa.
Por cada persona negra asesinada por la policía, hay al menos una persona blanca (generalmente muchas más) asesinada de manera similar. El día antes de que la policía en Louisville irrumpiera en la casa de Breanna Taylor y la matara, la policía había irrumpido en la casa de un hombre blanco llamado Duncan Lemp, mató e hirió a su novia (que dormía a su lado).
Incluso George Floyd, cuya muerte fue particularmente brutal, tiene una contraparte blanca: Tony Timpa. Timpa fue asesinado en el 2016 por un oficial de policía de Dallas que usó su rodilla para sujetarlo al suelo (boca abajo) durante 13 minutos. En el video, se puede escuchar a Timpa gimiendo y rogando que le suelten. Después de que deja escapar su último aliento, los oficiales comienzan a hacer bromas sobre él. Los cargos penales presentados inicialmente contra ellos fueron retirados posteriormente.
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A nivel instintivo, es difícil para la mayoría de las personas sentir el mismo nivel de indignación cuando los policías matan a una persona blanca. Quizás así debería ser. Después de todo, durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos, fue el sufrimiento de los blancos lo que provocó más indignación. Pero agregaría que, si este nuevo sesgo "antirracista" está justificado, si ahora tenemos la obligación moral de preocuparnos más por ciertas vidas que por otras, por el color de la piel o por la culpa de sanguinidad racial e histórica, entonces todo lo que pensé que sabía sobre la moralidad básica, y todo lo que las tradiciones filosóficas y religiosas del mundo han estado diciendo desde la antigüedad sobre la humanidad común, la venganza y el perdón, debería ser arrojado por la ventana.
Se puede estar de acuerdo en que la policía mata a muchas personas blancas desarmadas, pero objetar que es más probable que maten a personas negras desarmadas en relación con su presencia porcentual en la población. Ahí es donde entran las estadísticas. La objeción es válida hasta cierto punto, pero también es engañosa. Para demostrar la existencia de un prejuicio racial, no es suficiente citar el hecho de que las personas negras representan el 14 por ciento de la población, sino alrededor del 35 por ciento de los estadounidenses desarmados asesinados a tiros por la policía. (Según esa lógica, se podría probar que los tiroteos policiales fueron extremadamente sexistas al señalar que los hombres representan el 50 por ciento de la población, pero el 93 por ciento de los estadounidenses desarmados disparados por policías).
En cambio, se debe hacer lo que hacen todos los buenos científicos sociales: controlar las variables de confusión para aislar el efecto que una variable tiene sobre otra (en este caso, el efecto de la raza de un sospechoso en la decisión de un policía de apretar el gatillo). Al menos cuatro estudios cuidadosos lo han hecho: uno del economista de Harvard, Roland Fryer, otro de un grupo de investigadores de salud pública; del economista Sendhil Mullainathan y por último uno de David Johnson. Ninguno de estos estudios ha encontrado un sesgo racial en los tiroteos mortales. Por supuesto, eso apenas resuelve el problema en todos los casos; como siempre, se necesita mucha más investigación. Pero basado en los estudios ya realizados, parece poco probable que el trabajo futuro descubra algo cercano a la cantidad de prejuicios raciales que los manifestantes de BLM en Estados Unidos y en todo el mundo creen que existe.
Todo lo cual complica mi visión de “Black Lives Matter”. Si no fuera por BLM, probablemente no estaríamos hablando de poner fin a la inmunidad calificada, hacer que las cámaras corporales sean universales, aumentar la responsabilidad policial, etc., al menos no en la misma medida. De hecho, es posible que ni siquiera tengamos una cuidadosa base de datos nacional sobre tiroteos policiales. Al mismo tiempo, la premisa central del movimiento es falsa. Y si no fuera por la difusión de esta falsedad, las relaciones sociales entre negros y blancos serían menos tensas, la confianza en la policía sería mayor y las empresas en todo los Estados Unidos podrían haberse librado del saqueo y la destrucción que hemos visto en las últimas semanas.
¿Pero no es este el precio del progreso? ¿No existe una larga tradición de usar la violencia para deshacerse de los grilletes de la supremacía blanca, remontándonos a la revolución haitiana y la Guerra Civil estadounidense? ¿Los disturbios urbanos de fines de la década de 1960 no despertaron a los estadounidenses al hecho de que el racismo no terminó con la Ley de Derechos Civiles de 1965?
Para comenzar, cualquier analogía con rebeliones de esclavos o revoluciones justificadas puede ser descartada de inmediato. Tomar las armas directamente contra aquellos que te esclavizan es una cosa; saquear tiendas de ropa o destruir supermercados es algo completamente diferente. Debemos tener cuidado de no confundir a los manifestantes con los alborotadores. Los primeros están comprometidos con la no violencia. Estos últimos son simplemente delincuentes y deben ser tratados como tales.
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En cuanto a los disturbios de finales de los años sesenta, los progresistas no deberían elogiarlos por incitar a los estadounidenses a la acción sin señalar también que ayudaron a elegir al presidente Richard Nixon, algo que los progresistas ciertamente no tenían la intención de hacer, que disminuyeron directamente la riqueza de los propietarios negros del centro de la ciudad y que ahuyentaron al capital lejos de las áreas urbanas durante décadas, empeorando las mismas condiciones de pobreza y desempleo por las que supuestamente protestaban los alborotadores.
Más aun, el caso de la violencia se basa en la falsa noción de que, sin ella, se puede lograr poco progreso. La historia reciente cuenta una versión diferente. En el 2018, la policía de Nueva York (NYPD, por su siglas en inglés) mató a cinco personas, en comparación con 93 personas en 1971. Desde el 2001, la tasa de encarcelamiento nacional de hombres negros de entre 18 y 29 años se ha reducido en más de la mitad. En pocas palabras, sabemos que el progreso a través de medios democráticos normales es posible porque ya lo hemos hecho.
En un mundo perfecto, me gustaría ver que el número anual de estadounidenses desarmados asesinados por la policía disminuya de 55 (el número en 2019) a cero. Pero cuanto más pienso en cómo lograr esto, menos optimista soy. De un vistazo, copiar las políticas de las naciones con muy pocos tiroteos policiales parece un camino prometedor, pero con una mirada más profunda, uno se da cuenta de cuán singularmente desafiante es la situación estadounidense.
Primero, Estados Unidos es un país enorme, el tercero más grande del mundo por población. Eso significa que los eventos de muy baja probabilidad (como los tiroteos policiales) ocurrirán con mucha más frecuencia aquí que en otros lugares. Por ejemplo, si Estados Unidos fuera del tamaño de Canadá, pero por lo demás idéntico, la policía habría matado a unas seis personas desarmadas el año pasado, no 55.
En segundo lugar, Estados Unidos es un país armado, lo que hace que la vigilancia sea fundamentalmente diferente a la vigilancia en otras naciones. Cuando los policías detienen a alguien en el Reino Unido, donde la tasa de posesión de armas es inferior a una vigésima parte de la tasa estadounidense, casi no tienen motivos para temer que la persona que detuvieron tenga una pistola escondida en la guantera. Eso no es cierto, en Estados Unidos, donde un policía recibe un disparo casi todos los días. Mientras seamos un país armado, la policía estadounidense siempre será responsable de confundir la billetera o el teléfono inteligente de un sospechoso con un arma y no podremos legislar ese hecho, al menos no por completo.
Un tercer factor (no exclusivo de Estados Unidos) es que vivimos en la era de los teléfonos inteligentes, lo que significa que hay millones de cámaras listas para garantizar que el próximo tiroteo policial se vuelva viral. En general, esto es algo bueno; significa que los policías ya no pueden salirse con la suya ocultando su mal comportamiento para escapar del castigo y que los reclamos de aquellos que acusan a la policía en tales situaciones enfrentarán un escrutinio visual objetivo. Pero también significa que nuestras fuentes de noticias están perpetuamente llenas de eventos atípicos que se nos presentan como si fueran la norma. En otras palabras, podríamos reducir la tasa de tiroteos mortales en un 99 por ciento, pero si el 1 por ciento restante se filma, la percepción pública será que los tiroteos se han mantenido estables. Y es la percepción pública, más que la realidad subyacente, lo que provoca disturbios.
Combine estas tres observaciones y llegaremos a una conclusión sombría: siempre y cuando tengamos una tasa de disparos mortales que no sea cero (una certeza virtual), y mientras algunos eventos se filmen y se vuelvan virales (también una certeza virtual), viviremos en perpetuo temor a los disturbios urbanos en el futuro previsible.
Me parece que la única forma de salir de este enigma es que millones de estadounidenses en la izquierda se den cuenta de que los disparos letales de la policía suceden tanto a negros como a blancos. Mientras una masa crítica de personas vea esto como un problema racial, verán cada nuevo video de una persona negra asesinada como otra injusticia en una larga cadena que se remonta hasta la época de los barcos de esclavos llegados de África occidental. Ese sentimiento, cuando se siente profunda y sinceramente, producirá grandes protestas y disturbios destructivos.
La derecha política también tiene un papel que desempeñar. Durante demasiado tiempo, "All Lives Matter" ha sido un eslogan utilizado solo como una contrapartida a "Black Lives Matter" en lugar de haber sido, y aún podría ser, un verdadero movimiento para reducir el número de estadounidenses disparados por la policía sin discriminación racial. Si el desafío para la izquierda es aceptar que el verdadero problema con la policía no es el racismo, el desafío para la derecha es aceptar que existen problemas reales con la policía.
Si el nivel de discurso entre nuestros funcionarios públicos se mantiene donde está actualmente, partidista y superficial, entonces no hay mucha esperanza. En el peor de los casos, podemos ver una repetición de los disturbios de George Floyd cada pocos años. Pero si podemos elevar el discurso nacional, si realmente podemos tener esa conversación honesta e incómoda sobre la raza que la gente ha afirmado querer tener durante años, entonces podríamos tener una oportunidad.
A nivel instintivo, es difícil para la mayoría de las personas sentir el mismo nivel de indignación cuando los policías matan a una persona blanca. Quizás así debería ser. Después de todo, durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos, fue el sufrimiento de los blancos lo que provocó más indignación.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en la revista City Journal. Para leer su versión original visitar: City Journal - Stories and Data: Reflections on race, riots, and police