Uno de los equívocos que salta a la vista en lo acontecido por la muerte de George Floyd, a causa del ensañamiento de un policía, es confundir el error humano con el institucional, atribuirle al sistema legal norteamericano lo que los seres humanos hacen arbitrariamente.
Existen en Estados Unidos policías racistas, como existen en muchos países del mundo, pero por ese mal proceder de individuos, que viola todo código legal establecido, no se puede caer en juicios viscerales que creen falsos conceptos, como decir que en este país prima la injusticia social y que persiste un racismo sistemático o estructural propiciado por su sistema legal.Por supuesto, ante un acto deleznable y punible, los ciudadanos tienen derecho a manifestarse en contra, a protestar para que se tomen medidas más severas en los departamentos de policía, que eviten que se cometan atropellos como los del policía Derek Chavin. Una cosa es la protesta pacífica por reclamos legítimos, que permite todo Estado de Derecho, y otra es la protesta violenta en la que pagan justos por pecadores, la que causa caos, destrucción y asesinatos de personas inocentes, incluyendo policías que nada tuvieron que ver con la conducta aberrante de un miembro del cuerpo policial de un condado.
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Martin Luther King, Jr., en tiempos en que aún existía en Estados Unidos el racismo institucionalizado, con leyes segregacionistas, logró con su método de protesta pacífica, influenciado por “la ahinsa” o resistencia no violenta de Mahatma Gandhi y la desobediencia civil de Henry David Thoureau, que esos estatutos quedaran derogados y que se promulgaran leyes de integración racial, en 1964, durante la administración del presidente Lyndon Johnson. Su método fue el del reformador, el que apela, dentro un sistema democrático, al cambio legal a favor de sus ciudadanos, no el de un asaltante a la ley como suelen hacerlo los facinerosos y extremistas revolucionarios.
Se puede entender la indignación que nos causa una plaga social como es el racismo, máxime si una persona ha sido su víctima, como lo fue George Floyd, pero esto no debe convertirse en una razón para justificar el vandalismo y la criminalidad disfrazada de protesta, en la que obviamente ha intervenido la mano oscura de una agenda política que ha logrado aglutinar adeptos en este país para cometer estas fechorías, incluso en detrimento de personas de la comunidad afroamericana.
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Cuando el victimismo se convierte en una ideología representa un peligro inminente para la sociedad, pues tiene un basamento irracional, permeado de odio y fanatismo, que trastoca una causa justa, en defensa de los derechos de las víctimas, en una campaña revanchista contra todo vestigio que recuerde al opresor. Es así como la ideología de la victimización termina adoptando –y hasta perfeccionando- el modus operandi de los opresores, tal como está sucediendo en estos tiempos en que, en nombre de las antiguas víctimas, surgen nuevos victimarios.
Ese tipo de protesta, que desemboca en la violencia y el caos, no le hace justicia a George Floyd, es solo una injusticia contra otros seres humanos tan inocentes como él. A diferencia de un régimen totalitario, como el de Cuba, donde la policía da palizas y abusa indiscriminadamente, sin que el pueblo pueda salir a manifestarse, como ha de hacerse en todo Estado de Derecho, en este país, como en otros países democráticos, contamos con este derecho inalienable que todo ciudadano puede ejercer sin necesidad de que vengan a adulterarlo, con su conducta irracional, grupos radicales azuzados por ideologías radicales, las mismas que cuando toman el poder nos privan del derecho a protestar.