Cuando hace poco más de un año el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, mencionó el número aproximado de inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos durante una rueda de prensa en los jardines de la Casa Blanca, Donald Trump dio un brinco.
“Una comunidad de cerca de 38 millones de personas, incluyendo a los hijos de padres mexicanos”, afirmó López Obrador. ¡38 millones! Se dice fácil, pero la magnitud de la cifra y sus implicaciones era algo que nunca había entrado en el cerebro del norteamericano promedio.
Traducido al vernáculo, el enorme número implica 38 millones de desplazados de sus regiones, culturas y lenguas; 38 millones que huyeron de la unidad nacional mexicana; 38 millones de fugitivos de una nación fallida que no ofrece perspectivas ni esperanzas de mejoría; 38 millones de damnificados y refugiados políticos a quienes los caciques, académicos y locutores siguen llamando “braceros” y “migrantes en busca de oportunidades”. En verdad, se trata de náufragos en tierra firme, y tan desesperados como los balseros haitianos y cubanos.
Y si esos son los mexicanos, ciudadanos de una alta cultura con enormes recursos y vastísimos territorios, ¿qué dejamos para salvadoreños, hondureños y nicaragüenses? ¿Podrán los sistemas políticos de esas naciones desventajadas enmendar el rumbo y producir sociedades viables? ¿Les serán concedidos otros 500 años para alcanzar una funcionalidad insistentemente buscada allende sus fronteras?
En el caso de la nación mexicana, solo veo 38 millones de razones para considerar el UBERcolonialismo. A continuación, explico este nuevo concepto.
En su configuración actual Haití no funciona, y tal vez no haya funcionado desde hace siglos. ¿Cuántos terremotos y desastres, guerras, satrapías y tragedias hacen falta para que una coalición global considere la formación de un gobierno confederado que alivie la situación haitiana? Si se le hace difícil concebirlo en la Tierra, piense, en términos futuristas, en la Confederación Unida de Planetas Interestelares de la serie televisiva Star Trek.
Hablo de un modelo político que vaya más allá de las limosnas, las cuotas migratorias, las remesas y los préstamos. Para empezar, consideremos a Cuba, un país que, sin admitirlo, cuenta con un régimen doblegado, desde hace seis décadas, a las veleidades de las sucesivas administraciones yanquis, los hoteleros europeos y la variable fortuna de sus cimarrones y libertos en exilio.
Cuba es como un Estado sureño en rebeldía que se niega a renunciar al sistema esclavista. La Brigada de Asalto 2506 podría ser vista como un batallón de Abraham Lincoln que no pudo dominar a dos mayorales gallegos. Repensemos a Cuba como la última plantación al sur de la Línea Mason-Dixon. Destruir su régimen esclavizante debería ser la prioridad de una futura mancomunidad panamericana.
En términos zoológicos, Cuba no es un caimancito verde, sino un gusano que se alimenta de las heces del Imperio. Es la chopa que sobrevivió pegada al esfínter del tiburón. Pero, ¿por qué no lo aceptamos y catalogamos al de Cuba como un Estado parásito? ¿Y por qué demonizamos la idea de la anexión si vivimos, en efecto, en la más abyecta dependencia?
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A una escala mayor, ¿qué es, sino anexión, el movimiento de pueblos que moviliza a 38 millones de desesperados que cruzan la frontera y deja a otros millones esperando al pie de la valla? ¿Por qué no se establece una forma moderna de gobernabilidad que represente los intereses de los pueblos en fuga y tome posesión de la totalidad de las naciones deseosas de pirarse? ¿Por qué solo una parte y no el todo?
Naciones ansiosas por salir de sí mismas: todo inmigrante requiere, en primer término, atención siquiátrica para resolver su problema identitario y reconocerse, finalmente, como un anexionista cualquiera.
No tiene que llamarlo neocolonialismo si no lo desea: llámele entonces “UBERcolonialismo”. No hablo de una invasión con tanques y aviones, sino con los Prius y Mazdas de una flotilla Uber. Viabilícese la migración de pueblos, pero en sentido contrario, en reversa, con tropas de tecnócratas estadounidenses, hípsters de los nuevos medios y oficiales de emigración que reemplacen a los caciques criollos. ¡Con UBERcolonialismo el sueño americano vendrá a usted, no usted al sueño americano! ¡Por fin, la reunificación familiar sin costo alguno!
Esa variante política de UberEATS comenzó en 1961, cuando los invasores de Bahía de Cochinos fueron cambiados por cornflakes. El castrismo era incapaz de producir comida para los niños cubanos y decidió entonces llamar a la Casa Blanca y negociar la entrega a domicilio de compotas y papilla de zanahoria.
Pero el verdadero objetivo de la Brigada era poner a los invasores y a sus asesores técnicos estadounidenses al mando de las industrias expropiadas y volver a hacerlas funcionar. En lugar de cambiar por compotas a los brigadistas, Castro debió dejarlos plantar maíz y producir una inflación de cornflakes. Hoy el problema sigue siendo el mismo de hace 60 años: cómo entregar democracia a domicilio. Cómo llevar a los países necesitados lo que el emigrante sale a buscar afuera.
Hablando de Haití, un portavoz de la administración Biden declaró recientemente que su gobierno está “comprometido en trabajar con el gobierno de Haití y las partes interesadas en todo Haití para fortalecer la gobernabilidad democrática y el Estado de derecho, así como para avanzar hacia un crecimiento económico inclusivo y mejorar la seguridad y la protección de los derechos humanos”, un programa ambicioso que requeriría diez Brigadas de Asalto.
Todo eso, por muy apetitoso que suene, es mentira. Puro cornflake. Nadie puede despachar democracia ni gobernabilidad, y Biden solo puede ofrecer guayabas y paquetes a Latinoamérica. Diez mil haitianos aterrillados debajo de un puente tejano, en un calor de 110 grados Fahrenheit, no pueden estar equivocados, mucho menos los otros 11 millones que esperan en Haití. Solo el UBERcolonialismo puede entregarles lo que quieren: una sociedad estable donde prosperar y vivir en libertad.
Portada: Ilustración con la fotografía "Madre migrante", de Dorothea Lange