Leyes y más leyes contra la gente

Melquides, un anciano retirado de la jurisprudencia en Guantánamo, da sus criterios sobre la llamada justicia revolucionaria, a la que define como "un circo" o montaje con final preconcebido
Ley y justicia
 

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“El gran problema de Cuba es que la ley no la hacen los pobres”, dice Melquides, un viejo retirado de la jurisprudencia en Guantánamo, desencantado de la revolución desde sus inicios.

“La engañifa fundacional fue que el poder era del pueblo y para el pueblo, pero lo cierto es que jamás se contó con él para su proyecto. Siempre emanaron del Jefe, que supervisaba su contenido, le daba retoques y las aprobaba. Si no era de su agrado, la rehacía. Siempre resultaban una nueva vuelta de tuerca contra la gente y sus derechos. De ahí la frase: todas las leyes son en contra del pueblo”. 

“Desde el principio descubrí que este proceso llamado Revolución Socialista era un monstruo de siete cabezas, y el que sacaba la suya se la cortaban, de raíz. Fui uno más que se incorporó dócilmente al grupo de los doble moral, esa masa gigantesca de cobardes que tuvimos que bajar la cabeza para continuar en el juego y beneficiarnos de lo que pudiéramos para no ir a la cárcel por disentir”.

“Las leyes en Cuba son concebidas a favor del gobierno y su permanencia en el poder”, asegura Melquides. “Por eso nunca el estado pierde un litigio. ¡Jamás!  El pueblo se entera de las leyes cuando están publicadas en la Gaceta Oficial, con su lenguaje técnico que deja a todo el mundo en China. Luego, cuando su peso cae sobre la población, es cuando la conocen, pero ya es demasiado tarde”.

“Como abogado jamás tuve el valor de defender a un individuo que estuviera acusado por el estado. Eso era prácticamente inmolarme y debía ante todo cuidar a mi familia. Vi excelentes juristas llevar una magistral defensa a favor de individuos honestos, inocentes muchas veces de los delitos imputados, y en otros casos con inculpaciones menores, pero esos jurisconsultos fueron defenestrados después y en algunos casos retirados sus títulos. Eso me produjo la terrible abulia de la que nunca logré recuperarme”.

Melquides recuerda un caso especial de un amigo, al que le retiraron el carnet del partido luego de ganar un juicio.

“Primero lo sancionaron en su núcleo y en el sindicato. No quedaron conformes y lo botaron del partido. Se fue a trabajar a una empresa de alimentos y allí le hicieron la vida un yogurt. Finalmente tuvo que irse del país”.

Para Melquides, un juicio oral es un circo, con un guion preconcebido y la sentencia dictada de antemano. 

“Esa era la parte que más me fastidiaba: la puesta en escena en el tribunal. El abogado de la defensa sabía que nada podía hacer contra la policía o la Seguridad del Estado y de carretilla expresaba un par de frases alegóricas a la conducta del acusado, o sus antecedentes, sin el menor esfuerzo de establecer una puja real por el esclarecimiento de los hechos, desarrollar una investigación al margen del expediente sumario, o llevar un alegato de salvaguardia al derecho ciudadano. Del fiscal ni hablar, era el macho de la película. Su palabra: ley”.

“El tribunal a veces lo componían personas decentes, pero tan imbuidas en el concepto de Revolución y con el miedo de ser tronados, que seguían la rima al fiscal sin incidencias. En otros casos eran jueces despreciables, enajenados por la sed de venganza a sus bajas pasiones, que concordaban en el veredicto con las sanciones más duras”.

“En Cuba se ha hecho mala justicia. No me refiero al delincuente y el delito común: matar, robar, violar. Hablo del delito generado por las leyes espurias inventadas por el gobierno para restringir al individuo a un estatus de marioneta. Infracciones, contravenciones, quebrantamientos de un orden diseñado por una elite y para una elite, donde el pueblo es delincuente cuando no se somete a sus designios o a sus delirios de leguleyos”, concluye Melquides.

 

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