Es a un hacendado cubano, José Manuel Casanova, a quien se le atribuye la famosa frase “Sin azúcar no hay país”. Esa contraposición, aunque en épocas anteriores se definiera en términos de especialización versus diversificación agraria, es tan antigua que hunde sus raíces en las postrimerías del siglo XVIII.
Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), fundador de la Sociedad Económica de Amigos del País, lo dijo igual, pero de otra manera, más o menos contextualizada a su crítico tiempo de entreguerras: “producir azúcar o sucumbir”.
Parecería que las lumbreras descendientes de Paco y Pepe no hicieron demasiado caso a tan graves sentencias, pues lo que sucedió después fue la debacle. Y ni teas de bagazo hubo para alumbrarse.
Obviando el descalabro al que fuimos sometidos por obra y (des)gracia del espíritu santo, la farsa/frase actual “pensar como país” remueve los cimientos de aquel pensamiento economicista que a todas luces se apagó.
El académico Manuel Moreno Fraginals describió —en el ensayo historiográfico “El Ingenio”— su visión futurista de una nación a la que al prescindir del monocultivo que la redujo desde la era preindustrial, le agravaría el lastre de interdependencias inherentes al subdesarrollo, cual anatema o exorcismo liberador.
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Con el arribo de la barba-mandancia celestial al trono en 1959, el azúcar se confirmó —como moneda de cambio cuasi fenicia—, hasta que colapsó en nuestras narices el sostén alternativo con “los inmortales hermanos socialistas”, quienes en paladar conocieron sólo el azúcar de remolacha luego que la de caña caribeña, varias veces más dulce, les resultara incómoda e incosteable, o les salieran caries.
Fidel Castro demostró —con mañas y desmanes— esa verdad dantesca. Hoy en la isla pobrísima no hay azúcar, tampoco país, y ni vestigios quedan de la próspera nación que guardamos bajo llave en el cofre del recuerdo.
Sin azúcar, ni etanol. En la última contienda la producción siquiera llegó a las toneladas métricas previstas, de las cuales unas 750 000 corresponderían al consumo nacional. O sea, que cada año que transcurre se produce menos del vital alimento que en 1925 y se precisa más.
Los precedentes que explican el antagonismo entre el lema que los azucareros cubanos esgrimían en décadas posteriores a la crisis de 1930 frente a otro secular, “sin industria no hay nación”, eran defendidos por productores fabriles que reclamaban protección arancelaria y demás incentivos lógicos. Aspiración que bien podría alcanzar a cuentapropistas en caso de concretarse.
Porque tenían el ultra-ajado “sentido de pertenencia” (capitalista, ergo egoísta) que con el tiempo obliteraron estos mesías, con dogmas-tipo “propiedad social”, ergo asocial.
Los que dirigen el país no tienen ni idea de qué hacer para que Cuba vuelva a tener algo que ver, aunque sea poco, con el fluctuante mercado mundial que en períodos de depresión les ha arrastrado a clausurarlo. Cuales banqueros-boliteros arruinados el mismo día en que les dieron “el palo del siglo”.
Ni el histórico central “Antonio Guiteras” (Delicias), que en 1953 produjo millón y medio de sacos de 325 libras convirtiéndose en el primero del mundo, ha podido sacar la cara en este rejuego macabro.
Si partimos del hecho de que en 1894 se obtenía más de un millón de toneladas de azúcar (idéntica cifra), entenderemos la gravedad del asunto. ¿Se acabó el azúcar en la isla o, como muchos plantean, el retroceso de la producción se debe a la extrema centralización de la que ha sido objeto?
En análisis interminable, Julio Andrés García Pérez, presidente del Grupo Empresarial Azucarero (AZCUBA), reconoció “el incumplimiento del plan”, mas no habló del fracaso del sistema instaurado. El directivo achacó el fiasco a “afectaciones climatológicas, pandémicas, baja productividad en equipos de cosecha y transporte, deficiencias organizativas y –at last but not least- (¿liviandades?) de dirección”.
Según demostró otra inspección integral —como miles que eternizan el justificante— de la Contraloría General, “además del clima, incidieron negativamente el alto tiempo industrial perdido, las roturas operacionales y el déficit de fuerza de trabajo calificada dada la gran fluctuación laboral”.
Lo mismo que sucedió en todas las etapas anteriores, desde finales de los 80, cuando el brillante en bruto mandó chapear bajito a los centrales en lugar de a la caña.
Entre 1957 y 1960 se alcanzaron más de cinco millones de toneladas y en 1961 casi siete, e incluso después del huracán Flora, cuatro. Zafras hechas sin combinadas, alzadoras ni camiones, sino con tracción animal, machetes y manos.
Con semejante "planificación" jamás repetiremos zafras así, y tendremos que seguir importando hidratos de carbono. El azúcar no sólo es necesario por sus subproductos, sino por su aporte en fuentes energéticas.
"Los productores ganan lo mismo sembrando un metro cuadrado que una hectárea", por lo que los extrabajadores del central emigran hacia otras actividades en pos de salarios que rocen el decoro.
Tanto la agricultura cañera como la industria están necesitadas de urgente inversión, porque los remiendos no resuelven sus deplorables estados.
Los centrales tienen equipos que necesitan reemplazarse periódicamente y otros que son ya un peligro mayor. Los suelos están empobrecidos y faltan los fertilizantes para lograr un buen cultivo.
Hay que incentivar tanto la inversión extranjera como la de los cubanos pudientes, ya sea en sistemas de riego, fertilizantes, talleres de mantenimiento y reparación de combinadas o en un ferrocarril que garantice la calidad del trasiego.
Un país con tradición de medio siglo en la fabricación del azúcar, tiene todo lo necesario para incluirse entre los primeros exportadores mundiales. Fue un error destinar sumas millonarias procedentes de ese sector para desarrollar el turismo y cerrar de forma masiva los ingenios.
No sería loco pensar en el desmantelamiento oportuno de AZCUBA y en crear empresas que compitan entre sí, tanto como entregar tierras en usufructo y permitirles a los productores contratar piezas e insumos directamente con empresas nacionales o extranjeras.
Después de los 90 todo cambió de color, y la industria heredó un atraso tecnológico que le impidió competir en calidad con su producción principal. No fuimos previsores y lo pagamos caro. Nos creímos que teníamos la última en conocimientos y hoy hasta Guatemala hace más y mejor azúcar que Cuba, tildada justamente de Guatepeor.
Pues bien: sin guarapo no habrá tampoco desayuno. Y lo digo yo. Que veo a mis vecinos regresar derrotados en su viaje diario hasta la guarapera de la esquina con los pomos vacíos, “para ver si por fin llegó la mole”, la que desde hace varias semanas se evaporó tras el anuncio del fin de la zafra, que igual incumplió cualquier pronóstico.
Se acabó también, evidentemente, el cultivo de plantaciones no temporales que otrora perduraban el año, brindando frutos para estos fines. Porque el verano reclama no ya una bebida refrescante con tan breve aporte, sino una recarga imprescindible para empezar el día, desafiando la crisis galopante de hambre vieja.
Perdido el café e intragable el mendrugo diario de pan, el querido guarapo ha venido a sustituir faltantes ingestiones matutinas.
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Las nada limpias guaraperas y menos higiénicas cañas, acarreadas por bestias exhaustas como caballos o bueyes amoscados, son tiradas en los pisos de tierra, peladas a mano armada con machetines renegridos. No obstante, los empleados de estos centros exprimidores han devenido héroes y heroínas reales del pueblo, y muy especialmente para la muchachada sedienta, que les aplaude en pleno apogeo, como si se tratase de otro Papá Noel canicular. Porque hasta algún trozo desechado les sirve para fajazones.
Hay quien afirma que el jugo es el mejor revitalizante, hidratante, alcalinizante y antioxidante que hay, porque el néctar de una caña únicamente aporta 15 calorías y contiene mezcla de sacarosa, fructosa y otras variedades de glucosa.
Un vaso de esta savia sin aditivos contiene 180 calorías, bajo en comparación con artificiales, así como 13 gramos de fibra dietética. Al contrario de lo que se pensaba, el jugo de caña de azúcar es totalmente natural, crudo y sin refinar, sin ningún tipo de proceso químico. La caña no contiene grasa, solo 30 gramos de azúcar que no han sido despojados de minerales y nutrientes.
Contrariamente a la creencia popular, es una de las bebidas más saludables, rica en calcio, cromo, hierro, cobalto, cobre, fósforo magnesio, manganeso, potasio y zinc. Asimismo, contiene vitaminas A, C, B1, B2, B3, B5, B6 y una concentración de fitonutrientes, proteínas y fibra soluble.
Diversos estudios han probado además propiedades diuréticas, digestivas, depurativas y cicatrizantes. La presencia de flavonoides y compuestos fenólicos hace que sea una buena opción para lograr una piel brillante, suave e hidratada.
Como con casi todo, se recomienda no abusar. No se debe consumir más de un vaso al día (dos en caso de ictericia; en la medicina tradicional india se utiliza para mantener los niveles de bilirrubina adecuados).
Posee índice glicérico sorprendentemente bajo. Sus azúcares son lentamente absorbidos y procesados por el cuerpo a diferencia de las sintéticas. Para las personas que no padecen diabetes tipo II, esta bebida puede ayudar a regular sus niveles de azúcar en la sangre, cuando se consume con moderación. Sin embargo, tales pacientes pueden consultarlo con un médico antes de consumirlo.
Por si fuera poco, la revista Journal of Functional Foods señala que "ayuda a proteger el hígado, por lo que sus electrolitos pueden ser reconstituyentes después de una noche con excesos de alcohol".
¡Donde haya azúcar diluible, habrá alegría! Esperemos pues, que para los 132 años de la muerte del Padre de la Agricultura Científica Cubana, Álvaro Reynoso, este 11 de agosto, alguien en la alturas reconsidere la barrabasada que ha arruinado este importante sector productivo, en lugar de “conmemorar” la fecha como lo propone sin imperativos serios el Grupo (H)AZCUBA.