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Pável Korchaguin: asesino en serie

Ningún militante de los partidos comunistas es diferente a Jeffrey Dahmer o Andréi Chikatilo, que mató menos gente que Stalin y el Che, pero nadie pone su cara en un pulóver

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Ilustración de Armando Tejuca
ADN Cuba | Ilustración de Armando Tejuca

Actualizado: Tue, 11/29/2022 - 10:12

Lenin era un imbécil. Miren que trato de ser justo o acercarme al equilibrio, no dejarme llevar por impresiones desacertadas, impulsivas, dictadas no por la razón, sino por la ofuscación. Pero Vladímir Ilich Uliánov, conocido como Lenin, era un imbécil. Uno peligrosísimo.

Hubo un tiempo en el que lo veía en documentales, caminando apurado, y pensé que aceleraba para llegar antes que nadie al futuro luminoso, escapar de la peste a bolchevique o porque habían sacado salíanka por la libre en algún mercado de San Petersburgo. Pero no. Era que faltaban cuadros en el rollo de la película, que debía llevar exactamente 24 por segundo, para que caminara normal. Cuando él y su gente tomaron el poder desaparecieron muchos cuadros y muchísimas películas.

Por eso digo que Lenin era un imbécil. Y todo el que creyó o cree en él, lo imita o lo sigue, también. Hay que ser muy tarado para emocionarse con un inútil que nos vende la idea de que las masacres que se realizarán –que otros realizarán, porque este tipo de gente muy pocas veces tiene en sus manos una pistola, un punzón o un cortaúñas– serán para traer la felicidad al proletariado, cuando no saben diferenciar a un proletario de un paciente siquiátrico y hay que estarles soplando en la oreja que los proletarios son esos que están llenos de grasa, cemento, con olor a alcohol y cara de hambre.

Lenin era un imbécil y lo apoyaron millones de idiotas en Rusia. Entre todos les quitaron lo que tenían a los que tenían, pero en lugar de entregárselo a los que no tenían, se quedaron unos cuantos administrando lo decomisado, con lo cual, los que no tenían tuvieron menos y los que tenían ya no tuvieron nada. Y como eso de Lenin y sus amigos criminales Trotski y Stalin pasó hace mucho tiempo, la gente lo ha olvidado o lo justifica diciendo que allí nevaba mucho y que uno debe quitarse el frío de alguna manera, aunque sea matando a los demás para entrar en calor.

A Cuba llegaron las ideas de Vladímir y nadie las consideró como diversionismo ideológico. Si eran de afuera. Y no pretendían cambiar el mundo para hallar la fórmula de la felicidad, sino que era un plan del soviet para echar a perder a la humanidad y satisfacer sus instintos criminales. Los comunistas no les arrebatan las riquezas a los ricos para repartirlas entre los más necesitados, sino entre ellos. Lo hacen simplemente para que no las tengan. No saben producirlas y no las respetan. Si no las tengo yo, tampoco las tendrás tú.

A ningún miembro del Ejército Libertador cubano se le había ocurrido esa matraca de apropiarse de los medios de producción, una idea trasnochada y con olor a cerveza alemana que se le había ocurrido a un desatinado que jamás había tenido un destornillador en sus manos. Pero alguien llevó esas ideas a la isla porque la envidia siempre prende y, si la disfrazas de justicia, tumbas a mucha gente con el cuento.

Pero Lenin era un imbécil de cuidado y por suerte murió. Lo embalsamaron, no para homenajearlo, sino como la mejor manera de preservarlo para el juicio que alguna vez le tendrá que hacer la humanidad. Se fue cuando ya tenía cara de loco y no le permitían hablar sus camaradas porque ya estaba Stalin, el padrecito, y si dejaban a Ilich Uliánov, con las muecas que ya hacía antes de palmarla, el proletariado se iba a cagar de la risa si decía algo sobre el futuro.

De que era un criminal, no hay dudas, y ahí están escritos los telegramas que empezó a mandarles a sus súbditos. Como este: “Al camarada Fiódorov, presidente del comité ejecutivo de Nizhni Nóvgorod: En Nizhni se está preparando evidentemente una insurrección de los guardias blancos. Es preciso movilizar todas las fuerzas, aplicar inmediatamente el terror de masas, fusilar y deportar los centenares de prostitutas que emborrachan a los soldados, los antiguos oficiales, etc. Sin perder un minuto”.

No sé qué tendría el camarada con los guardias blancos, ni con que los soldados se emborracharan, y menos con las prostitutas, que no eran precisamente clase obrera, pero producían más felicidad que un soldador o un mecánico.

Todos los comunistas eran sociópatas y algunos más sicópatas que otros. Una de sus consignas, aquella que dice que “Donde nace un comunista mueren las dificultades”, es una mentira flagrante. Las dificultades comienzan precisamente ahí y quienes mueren son los que se dan cuenta de lo que les viene encima.

León Trotski, segundo líder bolchevique luego de Lenin, al definir la revolución social espetó: “Tenemos que ser más crueles (…) la crueldad es la mayor humanidad revolucionaria”. Está comprobado que, si no quieres trabajar, el mejor modo de evadirlo es hacerte dirigente comunista, porque el cuento del “futuro luminoso” es un tumbe tan perfecto que lo apoyan hasta los que no tienen luz por culpa de los que dirigen.

En Cuba, ya saben, las ideas del calvito prendieron y hubo sucesión de holgazanes difuminándolas. Hasta gente aparentemente decente se las tragó. Y luego llegó aquel pichón de gallego, Hipólito, que era gánster universitario y estudiante de Derecho. Lo de gánster le vino de perillas porque cuando agarró el poder le quitó los derechos a todo el mundo y hasta se hizo jefe del Partido y no paraba de hablar de Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, que era, como ya he dicho varias veces, un imbécil. Y lo único que tuvo el tabarich en Cuba fue una colina, una escuela vocacional y después un parque de diversiones en las afueras de La Habana.

Y el ganstercillo, que también se había puesto un nombre de guerra, Alejandro, se dio un barniz colorado para hablar de la dictadura del proletariado, de los obreros y campesinos y hasta del futuro que brillaba. Haciéndose el leninista, vaya. Pero Lenin y él eran iguales o casi iguales. Mantenidos por la familia, bitongos, malcriados y con el ego más grande que la pichita. Y en medio del ardor sexual con una fémina paraban el meneo para explicarle cómo iban a obtener los medios de producción. Pero el taradito de la familia era el hermano menor, que sí militaba con fervor porque hubo siempre más camarados que camaradas.

Algún día la humanidad, o lo que quede de ella, comprenderá que ningún militante de los partidos comunistas es diferente a Ted Bundy, John Wayne Gacy, Jack el Destripador, Jeffrey Dahmer, Harold Shipman “El Doctor muerte”, Dennis Rader “BTK”, Ed Kemper o Andréi Chikatilo “El carnicero de Rostov”, que mató menos gente que Stalin y el Che Guevara, pero nadie pone su cara en un pulóver.

Es preocupante que en Cuba los niños griten descaradamente que quieren ser como el argentino, “una fría máquina de matar”. La gente lee A sangre fría, de Truman Capote, y se impresiona, pero no pierde el sueño con Así se templó el acero (Nikolai Ostrovski), donde su protagonista, Pável Korchaguin, un comunista que hasta perdió la vista por el proletariado mundial, asesinó, chivateó y repartió el odio entre los seres humanos que lo rodeaban. A esa gente nadie los considera “asesinos en serie”. Ni siquiera han sido vistos como la reencarnación de “El Coco” o de “El hombre del saco”.