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El último Pablito y la próxima Yolanda

Pablo siguió defendiendo la simbiosis y llamándose a sí mismo revolucionario, aun cuando hacía rato que había aceptado el modo de vida y los principios contrarrevolucionarios

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El último Pablito y la próxima mujer
Ilustración por Armando Tejuca | Pablo Milanés

Actualizado: November 27, 2022 9:04am

Tuve la suerte de ver a Pablo Milanés en dos ocasiones. La primera, en el viejo Teatro Martí, cuando era un poeta desaliñado que peinaba afro y aún se permitía pasar entre el público con la guitarra al hombro, treparse a un escenario tomado por los jóvenes inconformes y cantar sus melancólicas canciones.

Era La Habana de los Almas Vertiginosas y las recogidas. Era La Habana donde debutó Pablito. Unos días antes del concierto, varias guaguas policíacas repletas de hippies partían desde el Parque Fe del Valle hacia los campos de castigo. Me había escapado de milagro, corriendo San Rafael abajo a todo lo que me daban las piernas, con El Foca y Carlitos el Gago a la zaga. Era el año de las redadas y del Segundo Congreso de Educación y Cultura.

El segundo encuentro ocurrió 30 años más tarde, en una villa playera de Venice Beach, California. Pablo viajaba con su banda de músicos, más chofer, enfermera, amanuense y cocinero. Un grupo de procastristas de distintos pelambres, cineastas antiembargo y gringas sandinistas habían venido a pedirle audiencia. La ocasión era un recital en el Conga Room, y esa noche Pabló se negó a cantar sus canciones revolucionarias, causando revuelo entre la fanaticada.

Pablo Milanés, el de voz de efebo. Pablo, el que casó el filin con la ideología; el que puso música posmoderna a los poemas decimonónicos de un apóstol; el que inmortalizó en magníficas piezas de experimentación sonora el engaño revolucionario. El concepto de “nueva trova” me recordó siempre la definición que Guy Debord dio del fascismo: “atavismo técnicamente equipado”. El castrismo, como aberración histórica, fue el primero en instrumentalizar lo atávico.

Pablo Milanés y su élan romántico sirvieron de vehículo al programa artístico de una dictadura, que ya para la época del musical Cuba Va, con banda sonora de los trovadores comprometidos, cumplía sus primeros 12 años en el poder. Poco después, Pablo Milanés era recibido en Palacio y elevado al salón de la mala fama. Una famosa fotografía registra el encuentro del Príncipe y el artista. Esas imágenes incómodas son parte esencial de la enseñanza que nos legó Pablito.

¡Cuantos crímenes cometidos, en aquellos años infelices, en nombre del romanticismo! El espíritu del filin, nacido en los bares y las decadentes disqueras de la República, impulsó la idea de una Cuba de ensueño. La isla desventurada, con el corazón partido, sufría mansamente a su adorable castigador.

Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien. ¡Si solo Cuba hubiera escuchado a Pablo! ¡Si lo hubiera entendido! El filin sirvió de modelo a la trova, y la sensiblería lírica fue el dispositivo comercial que conquistó los corazones de los consumidores de Nuestra América. Era la cópula de Meme Solís y Pastorita Núñez; era Sara González dando un emotivo concierto… ¡en la prisión de Ariza!

Después de todo, el hombrazo que nos sedujo era otro repentista, el dueño de los micrófonos y los cantos de sirena. La voz de la Revolución era aterciopelada, meliflua y un poco brumosa. Ni Silvio, ni Pablito, ni Fidel tuvieron voces heroicas, sino frágiles, susurrantes. Esas vocecitas, como dijera Iggy Pop en Lust for Life, “nos cogieron por el oído”.

Si es verdad que el castrismo prohibió bares, antros y cantinas, no es menos cierto que su ideario fue siempre un asunto de traganíqueles. Pasión, deseo, abuso y perfidia: la transición de un modelo a otro fue como el cambio de vinilos en un gramófono, un proceso simple y automático. Estábamos preparados subliminalmente para la trova, en el sentido culto y el vulgar del término. Estábamos listos para escuchar, e incluso imitar, la voz del amo.

Suele repetirse que la Nueva Trova es la banda sonora del castrismo, pero se olvida decir que la voz de Castro fue la trompetica oriental del repertorio trovadoresco. Yolanda será una vieja damisela que reaparece ahora, al pasar de los años, en el velorio de Pablo Milanés, aunque, para los Tupamaros de Pepe Mujica haya sido el trasunto de la chica yeyé conocida como Revolución Cubana. Además de indiscutido genio musical, Pablito fue un experto en branding político.

Al final de su período heroico, Pablo llegó por fin a una plaza liberada, no por la revolución sino por el plebiscito, y lloró el anunciado llanto por los ausentes, aunque plaza y ausentes resultaran estar en lugares opuestos: una en el Santiago de Patricio Aylwin, y los otros, compatriotas y amigos del cantautor envejeciente, en Madrid, Miami y Los Ángeles. La poesía de Pablo Milanés, lo mismo que su política, sufre de esa dicotomía, de esa incurable esquizofrenia. Sus valores son contradictorios, y hasta contrapuestos: resulta imposible reconciliar revolución y humanismo.

A pesar de todo, Pablo siguió defendiendo la absurda simbiosis y llamándose a sí mismo revolucionario, aun cuando hacía rato que había aceptado el modo de vida y los principios contrarrevolucionarios. No fue a Chile adonde iría a pisar las calles y pasearse por las plazas, sino al destierro de los cubanos, a la vieja y vilipendiada diáspora .

Nuestra América le iba quedando chiquita, de modo que emigró a Madrid, se hizo español y fue a llorar en el hombro de los gusanos, pero sin desagraviarlos ni agradecerles su hospitalidad. Al contrario: Pablo debió ser disculpado y hasta justificado. Cantó en Miami sin pedir perdón a los que había ofendido, a sus damnificados, a los que ultrajó con el himno “Yo me quedo”.

Es probable que sus últimas horas las pasara atendiendo de lejos el postrer embrollo que provocaron esas contradicciones. Luego de seis décadas de subterfugios, sucedió que el cantautor Joaquín Sabina se declaraba, al fin, enemigo del castrismo: “Fui amigo de la revolución cubana y de Fidel Castro. Pero ya no lo soy, no puedo serlo”.

Debe haberle dado un tremendo susto—cuando ya todo parecía resuelto— la irrupción en escena de la diablesa que respondió al gitano entonando vivas a Fidel Castro y acusando al discreto Pablito de ser un “gusano que bebió las bondades de la revolución”. Con un pie en la tumba, Pablo tendría que voltearse a admirar la más reciente, aunque no la última secuela de sus errores, la más nauseabunda y abrumadora de sus consecuencias, el más empecinado y canallesco engendro de sus sinrazones: era Yolanda metamorfoseada en Ana Hurtado.