La Covid-19 continúa haciendo estragos en la Isla, que al cierre de este sábado acumulaba 102 fallecidos y más de 600 casos activos. Hasta el pasado mes de julio, el Gobierno cubano parecía tener controlada la situación, pero una serie de fallas dentro de instituciones estatales y militares, así como algunas indisciplinas sociales, provocaron el rebrote de la pandemia.
En la actualidad, la capital se mantiene como epicentro de la Covid-19 con alrededor de 400 casos activos y 700 sospechosos. Para frenar el avance de la enfermedad en ese territorio de casi dos millones de habitantes, el Gobierno impuso desde el primero de septiembre un toque de queda entre las 7:00 p.m. y 5:00 a.m. e implementó además el Decreto 14/2020 sobre infracciones y medidas higiénico-sanitarias.
Entre las exigencias, figuran el uso obligatorio de la máscara, la regulación de la entrada y salida desde La Habana y hacia otras provincias del país, la limitación de la venta de productos básicos a las personas que residan fuera del municipio donde radica la tienda (necesitan una tarjeta para comprar), así como el uso de pegatinas en los vehículos, cuyos colores determinan el permiso de circulación fuera del horario establecido.
Apoyado en ese instrumento, el Gobierno facultó a los agentes de la policía, a inspectores del Ministerio de Salud Pública, de la Dirección Nacional de Supervisión y Control de la provincia La Habana, de la Oficina Nacional de Inspección Estatal del Transporte y de la Dirección Estatal de Comercio, a castigar la irresponsabilidad ciudadana con multas entre 2000 y 3000 pesos cubanos.
Aunque se adecúan al contexto epidemiológico, las sanciones son desproporcionadas, debido a que el salario mínimo en la nación asciende solo a 400 pesos y el país atraviesa por un brutal desabastecimiento alimentario.
Según publica el semanario Tribuna de La Habana, en solo cuatro días (del primero al cinco de septiembre) se impusieron 1872 multas (de ellas 1824 de 2000 pesos y 48 de 3000), que equivalen a 3 792 000 pesos, de modo que el decreto se ha convertido en un rentable negocio del Gobierno presidido por Miguel Díaz-Canel.
Muchas han sido las quejas de la población por el abuso arbitrario del poder de las autoridades y la falta de protección hacia los sancionados y ciudadanos en general, que están obligados a pagar el importe en solo diez días.
Uno de tantos ejemplos de ese abuso lo muestra en su perfil de Facebook el usuario Layko Pipo, quien denuncia la multa impuesta por un valor de 2000 pesos por el supuesto uso incorrecto del nasobuco a su hermano Samuel Osorio Blanco, quien solo tiene 19 años y aún es estudiante.
Aclara el Decreto 14/2020 que, de no pagar el importe en el plazo establecido, el valor de la cuantía se duplica, y transcurridos otros 30 días naturales sin realizar el abono correspondiente, la autoridad facultada puede formular una denuncia e iniciar un proceso penal contra todo negligente.
A su vez, el documento publicado en la Gaceta Oficial de la República de Cuba otorga a los infractores el recurso de apelación dentro de tres días hábiles de aplicada la sanción, que tramitaría el jefe inmediato superior de la autoridad que impuso la pena.
También advierte con mucha desfachatez que las personas deben pagar la multa obligatoriamente y, en caso de fallar a su favor la apelación, cuentan con diez días para acceder al reintegro.
Resulta ilógico que el personal del propio organismo que impone la multa sea el encargado de atender las reclamaciones de la población, dado que pudiera incurrir en el delito de corrupción y abuso de poder.
Sin embargo, las interrogantes de la población giran más allá de las sanciones. ¿Qué sucedería si una persona no tiene dinero para pagar la multa? ¿Existen créditos bancarios para solventar el pago?
¿Cómo los infractores podrán dar de comer a sus familias luego pagar importes tan elevados? ¿Cómo presentar evidencias durante una apelación si en la realidad cubana está prohibido grabar a los policías u otras autoridades en la vía pública?
Tales cuestionamientos muestran que el Decreto 14/2020 aplicado en La Habana es un arma de doble filo, que pudiera condicionar el actuar del Gobierno en otros territorios en lo adelante. Por ello, cabría pensar racionalmente la necesidad de mantenerlo, minimizar su alcance o simplemente derogarlo.