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¿Cine o sardina? Nananina

Si cierran o clausuran todo lo que el pueblo no necesita, veo trancados los restaurantes para siempre, las cafeterías y los mercados

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Ilustración
Armando Tejuca | Ilustración

Actualizado: Fri, 11/03/2023 - 11:27

Anoche imaginé estar en La Habana. Corría, si a eso se le llama correr, con tanta debilidad, el año 2055. Sólo quedaban ruinas. Todo oscuro, o casi todo, porque allí y allá (más allá que allí) chisporroteaban pequeñas hogueras y, a su alrededor, se reunían los cubanos que habían quedado.

Durante el día no había por qué contarse las desgracias. Las desgracias se veían. Además de que los sobrevivientes habían aprendido, por fin, a no hablar, porque algunos sospechaban que había más agentes de la Seguridad del Estado y chivatos que población.

Y viendo a lo lejos las pocas luces de los hoteles de los militares, mientras asaban una rata o un gorrión, para pasar la noche, aquella pobre gente escuchaba contar viejas películas a algunos con buena memoria que viajaban de hoguera en hoguera. Todos eran recibidos con agrado, excepto un tipo que solamente recordaba películas soviéticas. Cuando llegaba a un grupo, todos se levantaban y desaparecían y allí quedaba el pobre hombre contando el argumento de clavos bolos como “Siete novias para un soldado”, “Los amaneceres son aquí apacibles”, “Pan duro y negro”, “Los trece valientes”, “El hombre anfibio” y “Tigres en alta mar”, estas últimas las más pasables. Pero cuando intentaba narrar “Siberiada” lo perseguían con piedras y palos, así que un buen día cambió para los muñequitos del tío Stiopa y Mashenka y el oso.

Eran profesionales que recordaban perfectamente los argumentos y algunos hacían hasta las voces de los diálogos o los movimientos de las escenas. Seguían gustando mucho las francesas, las italianas y las yumas, sobre todo las yumas. Gran éxito tenía un señor mayor que se especializó en las tres partes de “El Padrino” y hasta imitaba la voz de Marlon Brando interpretando a Vito Corleone. También seguían siendo exitosos los argumentos de “Fantomas”, “El caballero de Cocody”, “El último tango en París”, porque la gente quería recordar la mantequilla. Y del cine cubano la única que era recibida con verdadera euforia era “El hombre de Maisinicú”, pero solo por la escena en la que Cheíto León le canta clarito a sus hombres cuando van a hacer papilla a Alberto Delgado. La gente alrededor de las hogueras enloquecía gritando: ¡Pínchalo, pínchalo, coño!
 
Algunos se levantaban a mitad de la película y caminaban grandes distancias hasta otra hoguera donde narraran alguna que fuera más de su agrado. En ocasiones pasaba el fantasma de Alfredo Guevara cargando a Bacus, el perrito, vestido como Rita Hayworth, con una peluca colorada y un ceñido vestido rojo muy escotado, que tenía por todas partes hoces y martillos, y con los ojos muy pintados, como seguro siempre soñó. Se detenía en dos o tres grupúsculos, escuchaba un minuto y alzaba su cabeza desdeñoso (no sé si poner “desdeñosa”, porque no era él, sino Rita) y se perdía en la penumbra diciendo que los cubanos tenían muy mal gusto.

Pero no se crean que los narradores de películas tenían libertad para hacerlo, qué va, ni así se libraba la gente de la censura. Cuando alguien comenzaba a contar una película que nunca había sido proyectada, ni autorizada, de las sombras salían unos guardias y cargaban con el pobre osado. Tampoco había quien se atreviera a describir cualquier documental porque enseguida comenzaba una rechifla.

Toda esa ensoñación fantástica me la provocó la noticia de que cerrarían los cines de La Habana. Quedaban solamente tres en activo, en una ciudad que tuvo, antes de la mala plaga que trajo Fidel Castro, muchos sitios donde ver películas. Un dato: “En 1955, La Habana llegó a tener 138 salas cinematográficas, siendo la segunda capital del continente americano, después de Buenos Aires, con mayor número de cines; y la cuarta en relación con la cantidad de habitantes por sala, después de Ciudad México, Buenos Aires y Washington”. 

La mayoría se han ido cayendo, sobre todo los cines de barrio, aquellos donde uno iba con la noviecita para aprender las cosas del cuerpo. Hoy fuera más atractivo, porque las acomodadoras no tienen pilas para las indiscretas linternas que te agarraban in fraganti ejecutando algún párrafo del Kama Sutra. Los demás fueron desapareciendo con aquella moda de poner un cartel que decía “Cerrado por reformas”. Yo siempre esperé que le pusieran a la isla un letrero similar. Con las sardinas no pasó lo mismo. Las reformaron sin avisar.

Los voceros del país -porque todavía tenían el atrevimiento de llamarlo país- se justificaban con la letanía de que había que ahorrar, y ahí mismo colocaban una mala palabra: “contingencia”. Y cuando hay que ahorrar combustible, se empieza a desconectar todo lo que gasta: aires acondicionados, maquinarias, motores y algunos cerebros. Y también se ahorra haciendo que deje de funcionar lo fútil, lo que ellos no consideran importante, lo que no es de vida o muerte. Como los teatros y los cines, pero no dejan de hacer reuniones del partido, que eso es otra película.

Por esa regla, si cierran o clausuran todo lo que el pueblo no necesita, veo trancados para siempre los restaurantes, las cafeterías y los mercados. Seguirán levantando hoteles los militares de GAESA, porque parece que esos módulos serán las unidades del ejército en el futuro, aunque yo pensaba que eran para el turismo. Pero, con una Habana que se cae, un país sin agua ni electricidad, el turista que vaya a la isla en avión le pasará por encima sin darse cuenta, porque estará totalmente apagada.

Y ahora cierran los cines, ese sitio donde uno iba a gritar: ¡Cojo, suelta la botella!, cada vez que se interrumpía la película. Un sitio donde uno se sentía, durante una hora al menos, libre de la vigilancia del Gran Hermano. El lugar donde uno mezclaba cultura con entretenimiento y placer, el placer de escaparse al infierno del exterior y donde se podía respirar sin sudar con el aire acondicionado.

Es verdad que con el desarrollo de la técnica y el ingenio de la piratería -que en Cuba no es delito, porque el primer pirata es el estado- la costumbre de ir al cine fue perdiéndose. Primero, por el transporte; después, porque no había nada que hacer al salir; y tercero, porque es más fácil ver la película en tu casa si la bajas de internet o está en el paquete. Con ese paquete la gente escapa del paquete que mete cada día el gobierno.

Pero ahora, cerrados y clausurados, a la gente le costará trabajo volver a ir al cine. Marcar en la larga cola sin que sea para comprar pollo, e ir sintiendo latir el corazón a más velocidad a medida que te acercas a la taquilla. Tendrían que reestrenar películas que atraigan mucho, como “Nuevo en esta plaza”, para ver torear a Palomo Linares, o “Tiburón”, que antes asustaba y ahora posiblemente le haga la boca agua a más de uno.

Iba a incluir en la lista aquella de Julio Iglesias “La vida sigue igual”, pero al pueblo cubano le sonaría a burla.