Es probable que los lectores de ADN Cuba conozcan a Abdiel Bermúdez, comentarista de la televisión cubana. Pertenece a esa generación de jóvenes periodistas lanzados al “estrellato” en los últimos años, uno no sabe bien por qué: nada más hay que escuchar lo que dicen y cómo lo dicen.
El caso de Abdiel es arquetípico. Un arquetipo es un molde, una figura perfecta. Platón decía que el mundo verdadero era el de las ideas puras, que flotaban sobre este valle de imperfección y sombras. El mundo de las ideas puras era mundo de esencias, de arquetipos.
Y el castrismo también tiene su cosmos platónico, habitado por pioneritos de tribuna abierta, trovadores a lo Raúl Torres, machos de pelo en pecho bajado de la Sierra Maestra, intelectuales adulones, funcionarios de bolígrafo en el bolsillo… y periodistas. De vez en cuando alguien extiende la mano y saca de allá arriba un arquetipo. Así nacen los Abdiel Bermúdez.
Hace 30 años la televisión cubana -en realidad, todo aquello, todo ese sistema-, tenía un cierto aire de vida, algunos periodistas profesionales, algún que otro funcionario que se tomaba en serio su trabajo. Hasta el propio Fidel Castro sabía escribir y emitir discursos, si uno lo compara con su hermano, tan carismático como una piedra.
En fin, corría sangre por las venas del castrismo. Ahora uno ya no sabe qué corre por esos conductos, o si corre algo por ahí. Hay que echar mano de lo que aparezca. Antes el Partido mandaba a Celedonio a estudiar en Kiev o Moscú para darle un cargo. Por supuesto, Kiev no es lo mismo que París, ni la Escuela de Cuadros del Komosomol lo mismo que La Sorbona.
Pero ahora Celedonio tiene futuro en la nomenclatura aunque no pase de ser egresado de la Ñico López. Hace 30 años quedaban periodistas de la vieja escuela, formados en el mejor sistema mediático de América Latina: Bohemia, Prensa Libre, Diario de la Marina, El Mundo, CMQ… Hoy tenemos a Abdiel Bermúdez, Cristina Escobar, Oliver Zamora. O peor: Randy Alonso.
“Qué tiempos aquellos”, podría decir cualquier castrista viejo con toda justicia, aunque aquellos tiempos también fueran como los de hoy: palo, obediencia y cinismo. Eso sí, con transporte público, latas de comida rusa y Pedrito Calvo todavía sonando en los Van Van.
Pero ya es suficiente de lamentos. Este artículo va dedicado a una ocurrencia que ADN Cuba vio hace poco en redes sociales sobre el periodista de marras, cuyo nombre no mencionaremos nuevamente, para no llover sobre mojado.
Y viene al caso no sólo porque es divertido, sino porque es tragicómico. Ilustra la tragedia de nuestros medios, silenciados por aquella dictadura que prefiere escuchar su voz a la voz de su pueblo y que tiene amordazada a la prensa con el bejuco que Fidel se trajo de la Sierra hace 60 años, cuando decidió ser capataz de la finca de Batista.
El humor es cosa muy seria como para tomárselo en broma, porque revela lo que somos. El humor señala la brecha entre la palabra y los hechos: descubre al hipócrita, desnuda al tonto, advierte al hechizado. Todas las dictaduras persiguen la sátira y la risa pública. No es para menos: ni Swift, ni Quevedo, ni Cervantes, ni Voltaire ironizaron diciendo cosas que deseaban escuchar los poderosos. Aprender a sonreír es aprender a ser libres.
Y la tragicomedia que estrenó ayer Osmany Suárez cuenta la historia de un periodista que llegó a ser periodista porque, en un sistema donde se privilegia la corrección política, poco a poco muere la profesionalidad, el buen gusto, la belleza en el hablar, el vestir, el pensar… Pasemos de largo.
Dejamos aquí el post, para que esta cuarentena sea más llevadera, y haga pensar a los lectores, sin perder el sentido del humor.
PD: Mañach estaba equivocado, el choteo cubano es una gran cosa y deberíamos sentirnos orgullosos de él.