Para José, la guerra en Angola y la prisión en Cuba fueron lo mismo

Al regresar de Angola, José pasó cuatro años en la cárcel “Combinado del Este”, por sospecha de una salida ilegal, una acusación injusta según este veterano
Veterano de Angola
 

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En 1979, mientras pasaba el servicio militar en la unidad llamada “Vaca muerta”, en las afueras de La Habana, a José Díaz Santa Cruz sin aviso previo lo montaron en un barco con cientos de jóvenes y lo enviaron a la guerra de Angola.

“Era una orden, no se discutía. Ni siquiera la familia podía saber dónde estábamos. Me asignaron a un batallón de infantería en Lobito, y luego a una compañía de exploración en Cangamba. Nunca he hablado de este tema con nadie, me da urticaria recordarlo”, dice una tarde en su casa de la calle Tercera, en Jaimanitas.

José sobrevive gracias a su talento para las artes plásticas. De niño soñaba con ser un pintor famoso y colgar sus cuadros en los grandes museos del mundo, pero al final terminó haciendo rótulos de cafeterías, o con una brocha gorda pintando casas.

“Para poder subsistir he postergado mis dos grandes proyectos: El parto del  mundo y Dios barriendo la calle. No tengo recursos para comprar pinceles, ni óleos, mucho menos para madera de los bastidores. Jamás he pintado la guerra, ni siquiera en estilo surrealista. Y de la prisión menos…”

Al regresar de Angola, José pasó cuatro años en la cárcel “Combinado del Este”, por sospecha de una salida ilegal.

“Algo absurdo, me acusaron de estar construyendo una balsa. No había pruebas ninguna, ni un solo testigo, solo el chivatazo de la presidenta del CDR [Comité de Defensa de la Revolución], que me tenía tirria en la cuadra”, asegura.

“Allí terminaron mis sueños de ser alguien en la vida. Una injusticia del tamaño del planeta Tierra. En el juicio no me dejaron siquiera defenderme, no tuvieron en cuenta para nada la Misión internacionalista, ni mi hazaña de salvar de la muerte a una escuadra completa, ni haber regresado con una herida de bala en la pierna”.

Recuerda que en Angola conoció “lugares inhóspitos, irreales, y vi el horror en su forma más cruda”.

“De la guerra extraje una máxima: Cuando hay lazos tan cercanos con la muerte, vivir pasa a un segundo plano. Despertar en medio de un bombardeo ya no me molestaba. Me nombraron jefe de escuadra y en navidad fuimos asignados al frente. La orden de combate fue avanzar en dirección sur y sacar al enemigo de tierra angolana”. 

“Los otros reclutas de mi escuadra como yo, por primera vez participábamos en combates reales. El enemigo estaba atrincherado a dos kilómetros, en unos riscos moteados por arbustos, no se veía, pero la exploración lo tenía emplazado”.

Recuerda José que el jefe de compañía, un teniente santiaguero que es hoy general de brigada, inspeccionó las trincheras al anochecer y le dijo que la fiesta sería al amanecer: ves aquella elevación, debes tomarla.

“La noche fue desesperante. Acostados en la tierra boca abajo fumamos con los cigarros enmascarados en los cascos. Nadie hablaba. El sueño se nos había escapado. El radista intentaba desentrañar los sonidos de baja frecuencia. Antes de salir el sol recibió un mensaje. Me tocó el brazo y me dijo: prepárate, van a romper la piñata”.

Las tropas cubanas comenzaron el ataque con la artillería reactiva en fuego compacto. “Avanzar hasta el promontorio señalado resultó fácil, porque el enemigo huyó en desbandada ante la andanada de los BM-21. El jefe de la compañía volvió a mi posición. Ahora están allí, señaló otra loma, cuando se te avise por el radio tienes que sacarlos Descansen ahora, limpien las armas”.

Cuenta José que luego de limpiar el armamento, cortó rebanadas de pan y construyó bocaditos con carne rusa, aquel alimento un tanto despreciado y que años después Cuba añorara tanto. Repartió los bocaditos entre su tropa.

“Pero no pudimos comerlos, la orden de ataque llegó demasiado rápido. Había que cruzar doscientos de terreno desierto y tomar la elevación. Fuimos doce locos corriendo en medio de la balacera, veíamos saltar la tierra y las rocas y escuchábamos el zumbido de las balas rozándonos. Miré mi escuadra, a ver si había caído alguien, y de pronto sentí una enorme responsabilidad por aquellos muchachos, pensé en sus en sus madres, en sus novias, en sus hermanas, y sin dejar de correr cambié el cargador y disparé con furia contra la elevación, de tanto fuego recuerdo que el cañón del fusil cobró un color rojo escarlata”.

Pero una sacudida electrizante en su pierna izquierda lo lanzó contra la arena y desde el suelo, José recordó la ametralladora que lo había impactado midiendo ahora a su escuadra para barrerla. Como un relámpago tomó una granada, le quitó la espoleta y en el último instante, con puntería exacta, la encestó en el nicho de la ametralladora que voló en pedazos. Después no supo nada más.

“Por suerte el disparo no me tocó el hueso”, confiesa José. “Estuve casi un mes en el hospital de Luanda y el 20 de enero, vísperas de mi cumpleaños, regresé a Cuba en un IL-62M a las seis de la tarde, con otros soldados heridos y una docena de enfermos de los nervios”.

Pero al poco tiempo de estar en Cuba, el régimen al que sirvió en lejanas tierras, lo hizo “enfrentar otra guerra, más cruel, inhumana: la injusta prisión de cuatro años por un supuesto plan de salida ilegal”.

“Es la primera vez que cuento a alguien estas experiencias. Tampoco he querido pintarlas. Goya y Picasso se quedarían enanos”, asegura José.

 

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