La dura vida de los pescadores cubanos

Para muchos habitantes del litoral, la captura en el mar resulta el único modo de sobrevivir. “Volver a la orilla vivo y no haber sido interceptado por Guardafronteras, son los dos grandes triunfos del pescador cubano, sin importar si traes mucho, o regresas con las manos vacías”
Bote de corcho o poliespuma, en Jaimanitas. Foto: ADN Cuba
 

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Para muchos habitantes del litoral, la captura en el mar a veces resulta el único modo de sobrevivir. ADN Cuba recogió testimonios de pescadores en dos pueblos costeros de La Habana, para conocer sus vivencias y que no se pierdan en el olvido.

Una voz autorizada en el mundo de la pesca es Aquiles, “el Mallorquín”, de 86 años y descendiente de una familia con tradición centenaria, que siempre ha vivido en Jaimanitas. Aquiles explica la involución de la pesca en los últimos años.

“Antes del triunfo de la revolución pescar era una actividad normal en este pueblo del noreste de La Habana. Los barcos regresaban cargados a tierra y existía un comercio muy activo. Con el triunfo de Fidel contra Batista en 1959, el nuevo gobierno comenzó a dictar leyes de pesca, que sufrieron modificaciones con el paso del tiempo, pero siempre endureciendo y dificultando la vida del pescador”.

Recuerda que “a partir de 1966 se suspendió la entrega de nuevas licencias para embarcaciones de motor, una medida para impedir la salida ilegal del país a quienes disentían del régimen”.

Después, a finales de los años 70, todos los pescadores cubanos fueron agrupados en cooperativas y debían entregar la pesca al estado, “pero cuando llegó el período especial las disolvieron. También se obstaculizó la pesca en embarcaciones rústicas, que era el único modo de pescar que encontraron las nuevas generaciones”.

Aquiles apunta que, bajo la premisa de proteger la fauna marina, el gobierno terminó por prohibir la pesca en botes de poliespuma, los llamados corchos, que hoy se cuentan por miles en las costas cubanas.


“Comenzaron las incursiones de las lanchas Guardafronteras sobre los corcheros, imponiéndoles multas, incautándoles el corcho, los avíos y el pescado. Igualmente sucedió con la pesca submarina, con los tramallos, las atarrayas y los palangres. Pese a toda esa represión, el cubano siguió pescando”, concluye el Mallorquín.

Otra voz respetada sobre el tema es la de Chichi, con 80 años vividos a mitades entre Pinar del Río y La Habana. Al igual que Aquiles, Chichi tiene su nombre grabado en el “Mural de la Fama” de pescadores de Jaimanitas. Reconoce que han sido muchas las leyes emitidas por el gobierno contra ellos.

“Nosotros siempre hemos vivido del mar, es una tradición de familia. Ya estoy muy viejo para tirarme al agua, pero tengo dos hijos que pescan submarino todos los días y se juegan la vida en las profundidades para traer el sustento a la casa. También tienen corchos y pescan en el canto del veril, expuestos a que los coja el barco guardafronteras, los multen y les quiten los botes, algo que consideramos una injusticia, de las tantas que se cometen en este país contra la gente que intenta vivir honradamente”.

 

Frutos del mar

En la orilla están Pipo y Picúa limpiando pescado. Acaban de llegar del mar luego de una noche de faena. Se cuentan historias y chistes, para hacer menos aburrido el trabajo de descamar, filetear, preparar las ensartas y hacer las minutas.

“El trabajo más pesado es limpiar el pescado”, dice Pipo. “Nadie sabe el esfuerzo que se realiza y los percances sufridos en el mar para coger peces y luego el trabajo del descame y la limpia, y cuando lo vas a vender la gente dice que es caro. Con la crisis económica y la pandemia del coronavirus todo ha subido de precio, este que es uno de los productos que se obtiene con mayor sacrificio, no se queda atrás”.

Pipo tiene preparada una ensarta de loros, que venderá a 5 CUC y está terminando un paquete de minutas, de 3 CUC. Es todo lo que ha ganará tras una noche en el mar. Los loros de la ensarta suman seis libras. Las minutas las hace de los peces pequeños, como roncos, mojarras, carajuelos y gallegos, que pesca con anzuelos moscas mientras espera con los otros carretes por piezas más grandes.

Picúa, que pertenece a la familia “los Pejediente”, fundadora del pueblo y con larga tradición marinera, recuerda que, de niño, cuando salía a pescar con su papá, botaban todos los carajuelos que enganchaban.

“Y ahora es perseguido con saña, para mezclarlos entre los filetes de rabirrubias y sobacos. Sucede lo mismo con el rascacio y el pez león, dos especies con espinas venenosas que si te pinchan te mandan para el hospital, antes era impensable su consumo, ahora son una delicia”, dice Picúa.

“Igual sucede con la Fabiana”, interviene Pipo, “que es un molusco parecido al pulpo, antes nadie se atrevía cogerla y ahora es un pulpo más en el paquete”.

El precio de la libra de pescado se ha disparado hasta, mínimo, los 2 CUC o 50 pesos cubanos. La libra del pulpo, a 4 CUC, unos 100 pesos.

“Muy poca gente en la población puede darse el lujo de pagar esos precios”, dice Pipo. “Hasta en un pueblo marinero como Jaimanitas, se ha vuelto difícil para sus habitantes comer pescado. Son principalmente los extranjeros y los dueños de las paladares particulares quienes se quedan con todo el pescado bueno”.

 

En el ojo de la tormenta

Otro freno para los que viven del mar son los avíos de pesca. Marcos Ruiz, de 45 años y residente en Santa Fe, se lamenta de la escasez de nylon, anzuelos y plomadas. También desaparecieron los fabricantes de atarrayas, carretes, bicheros, jamos y nasas.

La pesca en este tiempo es como decimos los cubanos: a pepe coj... Además de tener que cuidarnos de Guardafronteras, tenemos que preservar los anzuelos, plomos y nylon para no perderlos, porque están muy caros y no aparecen fácilmente”, explica.

“La otra noche estaba pescando en una zona llena de sobacos. Había perdido un par de anzuelos en una mancha de pintadas que pasó junto al corcho y dos se engancharon, pero picaron el nylon. Me dije: Marcos, no puedes perder ni un anzuelo ni un plomo más, y en eso se me trabó el anzuelo en el fondo. Me tiré para recuperarlo. Había como veinte brazas. Bajé y lo desenganché de la piedra y en la subida por poco me ahogo, solo, a dos millas de tierra. Es la miseria la que provoca ese riesgo”.

Por la playa La puntilla entra del mar otro corcho. Es Papín, famoso entre los pescadores por sacar hace unos años el castero más grande desde un bote de poliespuma. Trae varios sobacos medianos, dos gallegos y tres cojinúas, y peces pequeños para hacer minutas. Tiene que limpiarlos rápido, y venderlos, pues debe incorporarse a su trabajo como custodio del Policlínico.


Un afilado cuchillo y mucha destreza le sirven a Papín para descamar y limpiar. Mientras trabaja va tirando al agua los desechos: cabezas, espinazos y tripas. Una mancha de peces diminutos hace un festín.

“Nosotros los alimentamos y cuando crecen se van al canto del veril a desovar y allí es donde se cierra el ciclo, porque entonces son ellos quienes nos alimentan. El gobierno no tiene cómo asegurar pescado al pueblo y es el máximo culpable del precio actual. Nosotros tampoco podemos, pues lo poco que cogemos es para comer y sacar un dinerito para la supervivencia”.

Cada atardecer, los endebles botes de poliespuma salen al mar con sus dueños, rumbo a una carrera para sobrevivir, Víctor, de 58 años y con una numerosa familia que reside en la calle Primera, asegura que la pesca para él es una necesidad vital.

“No solo me asegura el sustento: también cuando estoy mar afuera, me descongestiono de los problemas. Olvido que vivo en Cuba, la crisis y la miseria. Allá afuera solo somos el corcho, los peces y yo. En todo ese tiempo que estoy pescando lejos me descontamino de la vida infeliz, aunque cuando regrese me caiga arriba otra vez esta isla”.

Víctor asegura que “volver a la orilla vivo y no haber sido interceptado por Guardafronteras, son los dos grandes triunfos del pescador cubano, sin importar si traes mucho, o regresas con las manos vacías”.

 

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