Cuando la doctora Marlén vio el precio de los espárragos constató que se estaban burlando de ella. Sesenta y ocho dólares con diez centavos por medio kilo de espárragos blancos en conserva. Cierto es que por cada 100 gramos nos aportan 57 gramos de carbohidratos, 32 de proteína vegetal, 11 de grasas y uno de fibra. También tienen vitaminas C, E, B3, B1, B6, A y B9. Y minerales como sodio, potasio, fósforo, calcio, magnesio, hierro, zinc y selenio.
Mas ella, que sabía todo eso, no podía comprarlos. Ella solo tenía 14 dólares en su tarjeta magnética. Catorce dólares que la Revolución le había dado como estímulo por estar tres meses en Turín luchando contra el (o la) COVID-19. Pensó en Giaccomo, el señor de 68 años que había muerto aferrado a su mano, pidiendo a Dios que no lo abandonara, que no quería morir solo. Pensó en Antonia, la esposa, a la que salvó la vida leyendo mensajes que su familia no escribía. Pensó en esa otra familia a cuyos miembros sólo la distancia de seguridad impidió que la levantaran en volandas, el día que finalmente dieron el alta a su madre.
Pensó en su propio miedo a contagiarse cada día, cada minuto, cada instante. En el terror que se leía en los ojos de sus pacientes y que a diario se llevaba (muy a su pesar) al pequeñísimo cubículo donde dormitaba entre turno y turno. Todavía podían verse (y sentirse) en su rostro las marcas de la máscara que usara durante casi tres meses, casi 24 horas al día, casi cada día. Pensó en Martina, su hija, su cucarachita de nueve meses, a la que había dejado sola con su madre un tercio de su vida.
Recordó la emoción con la que había entregado a su regreso al presidente Díaz-Canel esa pequeña bandera cubana que colgaba en el espejo junto a la foto de su bebé y que (aunque suene cursi) le daba fuerzas para regresar a la sala de terapia intensiva, al sonido acompasado de los respiradores, al olor dulce y mohoso de la muerte.
Cuando le dijeron que se iba de misión a Turín a combatir el (o la) COVID-19 no se asustó. Su instinto de conservación le decía que tres meses de misión (si no moría) le garantizarían seis de pañales desechables, tres de leche en polvo (de la amarilla) y al menos un año de café decente, que era lo único que su madre añoraba, porque en esos días escaseaba el café hasta en la bolsa negra. La tildaron de valiente, pero ella sabía que no es valiente quien huye, aunque huya en dirección a una batalla. Y ella estaba huyendo. Huyendo del hambre, del calor, del transporte, de la frustración que era no tener a veces ni una gasa para cubrir una herida, ni alcohol para desinfectarla, ni esparadrapo para fijar el vendaje que no tenía cómo hacer. No estaba siendo valiente, estaba siendo práctica. El país la necesitaba, pero su niña más.
Lea también
Nunca se quejó, no era su estilo. No se quejó cuando le dieron ese cubículo ínfimo de tres por cuatro donde cabían su cama, su maleta y el espejo desde donde Martina le sonreía. Se había perdido su primera sonrisa, pero gracias al móvil que le había dejado a su mamá y a que podía recargarle todos los meses, hoy tenía la foto de su sonrisa, aunque no fuera la primera. Nunca protestó cuando supo que una enfermera italiana cobraba seis veces lo que el gobierno cubano le pagaba a ella o a cualquiera de sus colegas especialistas por la mitad del servicio que ellos realizaban.
Ni siquiera se le pasó por la mente reclamar cuando le entregaron como “estímulo” ese plástico rectangular que ahora se humedece entre sus dedos cuando le sudan las manos y la cabeza le da vueltas. Su brazo, como si no perteneciera a su cuerpo, se fue levantando hasta la altura de los espárragos y con el mismo automatismo su mano empujó el pomo justo hasta el borde, lo suficiente para que el menor movimiento provocara el fin de aquella ofensa.
Dio media vuelta y justo cuando se disponía a recoger su cartera oyó el sonido inconfundible de cristales rotos. Sin querer se le escapó una sonrisa. Nunca comería espárragos, pero muy a su manera había hecho justicia.
Gusanito Pérez (o el artista antes conocido como Roberto San Martín)