A nosotros los cubanos nos cuesta cambiar. Tengo amigos que llevan más de diez años viviendo en el mismo apartamento de alquiler en Miami, y amigas que siguen casadas con el mismo hombre al que odian desde que son novios. A mí me cuesta no parquear siempre en el mismo lugar y mirando hacia la misma dirección, aunque en mi estacionamiento las plazas no están numeradas.
Es que a los cubanos nos enseñaron que el cambio sería malo, oscuro y casi siempre peligroso. El cambio vendría acompañado de inseguridad y desdicha. ¡Te van a quitar la casa! Te van a dejar en la calle, decían. Te van a cobrar la salud, la enseñanza, la respiración –aullaban las voces que nunca se sabe de dónde vienen, pero si a quien pertenecen. ¡El cambio es malo!
Así que no hay peor ofensa para un cubano que “cambiar de casaca”. No importa si te quedaba pequeña o grande o nunca te gustó; si la habías heredado de tu abuela o de tu padre o si simplemente eras alérgico a esa casaca: cambiarla quedaba fuera de toda posibilidad. “Será mejor hundirnos en el mar, que antes traicionar, la gloria que se ha vivido”, se escucha en una canción de trova “revolucionaria”.
¿A qué viene todo esto? Al intento de fusilamiento mediático que se le ha hecho a la actriz Susana Pérez –mi madre– por haber puesto voz a un anuncio de la campaña del presidente Donald Trump.
¡Cómo has cambiado Susana! ¿En qué te has convertido? ¡Poderoso caballero es Don Dinero! Todo eso le han dicho, y más, únicamente por cambiar de opinión. Solo porque hace 20 años leyó (por orden de alguien y sin saber muy bien para qué) un poema al Che Guevara y como buena actriz, lo hizo con la entonación y la dicción correctas, con el sentimiento que requiere una declamación.
¿Hace más de 20 años podía leer poemas al Che y hoy hace la campaña de Trump? ¡Hereje! ¡Traidora! ¡A la hoguera, bruja! Y allá van las hordas de inmovilistas a cortar troncos y preparar la ejecución en la plaza pública. Hordas formadas por cubanos que huyeron de otras hordas y de otras ejecuciones en otras plazas (no tan públicas), que a su vez fueron ejecutados en otro momento por pensar en el cambio.
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No hemos aprendido que el cambio es evolución, aunque sea en sentido contrario a las manecillas del reloj que había marcado el horario de tu vida. De lo único que somos realmente dueños es de nuestras vidas, ni siquiera del reloj. Aunque lo rompas “allá en el fondo está la muerte” y el tiempo no dejará de pasar. Como único podemos intentar trascender es haciendo lo que nos plazca, lo que nos haga realmente felices. Si esto complace a una sola persona ya habremos vencido a la muerte.
Susana, como (casi) todos cambió, creció, evolucionó al menos para ella. Lo que es más importante: perdió el miedo. Ahora es libre y no teme decir lo que piensa, aun cuando lo que razone hoy sea distinto a lo que diga mañana. Quien no entienda eso ya murió porque un cuerpo que no evoluciona es un cuerpo que perece.
La democracia se basa en la capacidad de transformación del político, de sus políticas y de la sociedad. Si algo no debería cambiar nunca, porque funciona, es el derecho a la democracia.
Pero a los cubanos nos cuesta cambiar y de eso se alimenta el régimen castrista. De los que hoy desde sus apartamentos “efficiencies“ y frente a un cuadro de Fidel hacen campaña por Biden, respaldados por jóvenes que nunca han vivido el no poder ser joven en Cuba, y por no tan jóvenes que sí lo vivieron y ya no se acuerdan; de esos nostálgicos de la heladería Coppelia y a los que el mango solo les sabe a mango en Cuba (pero viven aquí): los Edmundo García, los Arturo López-Levy, las Yadira Escobar…
Son personas que no aguantan vivir en Cuba, el “paraíso” que venden, más del tiempo estrictamente necesario, que para algunos es cero minutos, con cero segundos. Respetan el derecho de los demás solo si son de izquierda. Venden un socialismo democrático a imagen de los países del Norte de Europa, sabiendo que esos países son de todo menos socialistas. Esos siguen viviendo del miedo al cambio, de la imposibilidad del cubano de vencer ese temor, de la idea de que alguna vez “aquello” funcionó. Sobreviven en la zona oscura que crea la indecisión, la cobardía –el “no estoy para buscarme problemas” – de muchos cubanos.
Cambiar duele. Dejar atrás convicciones, aunque te fueron impuestas, es duro. Mudar la piel asusta, pero es inevitable. Caminar erguidos es un lujo que solo nos podemos dar los humanos. Borremos la R a la palabra revolución y evolucionemos. A lo mejor es menos espectacular, pero ciertamente más efectivo.
R-evolución-ariamente
Gusanito Pérez o “el artista antes conocido como Roberto San Martín”.