La vez que la divina providencia salvó a Catano y a su familia

Francisco Correa comparte una historia contada por un guajiro cubano que demuestra por qué no se debe perder la fe en la vida
Abra de Mariana
 

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Una historia contada por Catano, el guajiro de Caujerí que vivía junto al río en el valle de Guantánamo, demostró por qué no se puede perder la fe en la vida.

“Ese año llegó el periodo especial”, recordó el guajiro, “y la sequía azotaba como nunca. Los precios de las semillas y el fertilizante eran inauditos. Además, el estado no permitía que vendiéramos directamente los productos, había que hacerlo a través de su empresa de acopio, que nos pagaba una miseria y luego se volvía una odisea cobrar”. 

“Por eso no sembré más. El conuco se me copió de marabú y el hambre nos fue arrinconando en el valle, contra el río, y llegó un día que no hubo nada que comer. Mis hijas desayunaban con el huevo que ponía la gallina, el único animal de corral y que era la diversión de las niñas. Aunque renegaran, la gallina era candidata para la comida aquella tarde”. 

“La gallina no, me dijo Ana, mi mujer, que es muy religiosa y confía en Dios a morirse. Me aconsejó que diera una vuelta por el monte, a ver si encontraba algo, recuerdo que se puso a orar de rodillas frente a la crucecita, y entonces decidí subir la montaña, hasta la finca que tenía en la cima el director de la empresa de cultivos del valle de Caujerí”.

La montaña el Abra de Mariana es bordeada en su falda por el ruidoso río Guaso, que pasa frente al bohío de Catano. En su cima hay una meseta fértil, donde el director mantenía una finca atendida por personal de la empresa y custodios que cuidaban el perímetro.

“Metí el machete en la funda y cogí un saco. Le conté a Ana mi plan y se quiso morir, sabía que esa gente cuida bien lo suyo y me encomendó a la divina providencia y me bendijo. Comencé a subir”.

El Abra de Mariana es una montaña escarpada, un desfiladero natural con un trillo sinuoso que va hasta la cima, según la leyenda abierto por los indios. En la ladera occidental el gobierno construyó un camino asfaltado que llega a la finca. Por el otro lado subía Catano, ayudado por los bejucos y las ramas de los árboles.

La casa se fue alejando abajo y tampoco se divisaba el río. El valle se extendía en el horizonte. A tramos se paraba a descansar y a pensar en su vida y en su familia. Los últimos metros hasta la finca los hizo a gatas. Allí estaban los sembrados.

Desenrolló el saco y con el machete sacó grandes ñames, luego malangas, calabazas, boniatos. Avanzó más hasta los tomates, las coles, los pepinos, las zanahorias y rábanos y las lechugas... hasta que el saco estuvo lleno. Lo amarró bien fuerte y cuando fue a cargarlo escuchó ladrar a los perros. 

“Primero fue un ladrido de aviso, como llamando a reunión, y entonces la jauría me cayó encima. Me lancé con el saco montaña abajo cuando los perros ya se me echaban encima y desaparecí por la pendiente. Me magullaba contra las piedras y los troncos me arrancaban pedazos de piel y así bajé por un rato hasta que ya no se oía ladrar los perros, entonces me detuve”.

“Estaba molido, con la cara cortada y los codos en carne viva, pero feliz por el saco. Descansé un poco y cuando intenté cargarlo para bajar comenzó la tragedia, no podía. Pesaba más que un buey muerto”.

Catano consiguió subirse el saco a la espalda, ayudado de la ladera, y bajó unos metros, pero resbaló y cayó de cara a la tierra. Nuevamente lo intentó y fue imposible. Sentado en el trillo se lo puso a la espalda, pero el saco no se movía. Le apareció de repente la visión de sus hijas en el trillo: ¿Papi, quieres que te ayudemos? Y aquello funcionó como un estampido. 

“Empujé el saco trillo abajo y me fui agarrado a él, como en una montaña rusa, y fueron como 100 metros en caía libre, hasta que lo tuve que soltar para agarrarme de unos bejucos y no caer al abismo. Sentí allá abajo el estruendo del saco rompiendo ramas y el chapoteo cuando cayó en el rio. Se perdió en la corriente. Entonces comencé a llorar”.

“Estuve más de una hora quieto al borde del precipicio, adolorido de pies a cabeza, llorando como un niño. Recuerdo que dije que aquel era un saco demasiado bueno para una familia con todas las desgracias juntas y terminé el trayecto de regreso pensando ¿qué sería de nosotros? Sobre todo, de las niñas, sin comida”.

Cuando Ana lo vio aparecer en la puerta dio un grito.  Las niñas también se asustaron al ver tanta sangre y fango y Ana tuvo que sostenerlo para que no cayera.

Le preguntó qué le había pasado, pero Catano no podía hablar, solo balbuceó: No pude... Ana, no pude… Advirtió entonces el agradable olor que se esparcía por toda la casa y sus ojos se entreabrieron y pasaron de su mujer a las niñas, al par de suculentas ollas que humeaban a todo vapor en el fogón. 

“Comprendiendo mi estupor, Ana levantó los ojos al cielo, se persignó y me dijo: Ay, Catano, la divina providencia. El río nos trajo un saco de comida”.

 

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