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Y esto es todo, papaítos y abuelitos

La revolución se está acabando. O en las últimas. Tal vez agonizando, pataleando, convulsionando, ensayando el manisero.

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Y esto es todo, papaítos y abuelitos
Armando Tejuca | Y esto es todo, papaítos y abuelitos

Actualizado: November 25, 2022 10:06pm

Era la frase que decía cada domingo Armando Calderón para despedir La Comedia Silente. Lo que, en el caso de Cuba y esa revolución que involucionó muy pronto, no ha sido silente y mucho menos, comedia.

Pero se está acabando. O en las últimas. Tal vez agonizando, pataleando, convulsionando, ensayando el manisero. Lo cierto es que ya no es lo mismo, cuando un pueblo enérgico y viril se lanzó a las calles de toda la isla (entonces había calles) a gritar y a celebrar, contentos, que se había acabado lo malo. No sabían que en aquel mismo momento empezaba lo peor, y poco a poco, lentamente, como son las cosas cuando son del alma, lo más peor.

Sesenta años más tarde el mismo pueblo, más diezmado, menos nutrido, e incluso más desnutrido, volvió a lanzarse a las calles para decir que todo estaba más malo que cuando estaba malo y los herederos de quienes habían acabado con lo malo, pero que luego lo pusieron todo peor, lanzaron, contra ese pueblo aguerrido y agarrado, a las hordas rabiosas y sin ley de los supuestos defensores de la ley, porque nadie podía decir en el presente que la situación está más mala que cuando ellos dijeron que estaba mala.

En aquel entonces, cuando el pueblo sí podía salir en masa a celebrar, el que lo encabezaba todo y fue limpiando el terreno, es decir, eliminando a todo el que pudiera serle un estorbo, estaba exultante, con tantas energías y tan complacido de que todo el pueblo le acompañara y que hiciera todo lo que se le iba ocurriendo en cada improvisación, que era una fiesta de los sentidos, con armonía y alegría. Que subir cinco picos, se suben. Que cuatrobocas y metralletas, vengan cuatrobocas y metralletas. Que si campaña de alfabetización, pues palo, mayimbe, me llevan pa´ la loma.

Y así siguió, desecando ciénagas, sembrando cortinas rompevientos y café caturra, cortando caña, echando guapería al enemigo, movilizando, hablando, convocando, enervando. Metiendo disparates por valles y montañas, demostrando que no sabía de nada, pero haciendo creer que sabía de todo. Y el pueblo le seguía. Casi a todas partes. Y dijo que los que lo abandonaban eran caca, caquita, que no había que escribirles ni quererlos más, y nada de telefonearlos o telegramarlos. Allí fumé, se murieron, y la plebe no dijo ni mu, aunque muchos años después el que siguiera en esa bobería no iba a tener recargas en su teléfono, ni tenis de marca, ni pastillas para la presión. Y tampoco podría decir ni mu porque no había ganado vacuno para enseñar a decir mu.

Pero en 1970 las cosas cambiaron. El Caudillo levantó un brazo y llamó a la plebe para la batalla decisiva, esa donde las máquinas de frozzen iban a dar bistecs, los tractores Piccolino avanzarían a grandes pasos, indetenibles, hacia el futuro luminoso, las langostas se criarían en los corrales, palanganas y patios, y cada niño iría a la escuela montado sobre una vaca, después de ordeñarla. Era la hora definitiva, no la de los mameyes, que también se habían perdido, sino la de los Diez Millones de Toneladas.

Fue el primer despelote, el segundo “guan, tu, tri, cojan puestos”, el desmerengamiento de aquel castillo que se pretendía construir sin materiales sobre terreno pantanoso. Y la gente comenzó a dudar y a recular, y el gran jefe indio se dio cuenta de que una cosa era el principio y otra los finales. Y que nadie lo acompañaría así, de gratiñán, a otra batallita, porque la chusma se había cansado y no veía las anunciadas riquezas por ninguna parte. Y el Delirante en jefe comprendió que no se podía confiar en nadie, sobre todo en el pueblo, porque como mismo habían hecho lo que el pedía y mandaba, haría si viniese otro, y Él era único. Es difícil que un país produzca dos locos iguales en tan breve tiempo.

Sin embargo, ya aquel pueblo no era el mismo de antes. Si habían aceptado vigilarse entre ellos, y obedecido ciegamente, rechazando lo más sagrado, que era la familia, con madres, padres y hermanos incluidos, eran capaces de cualquier abyección, de lo más terrible. Un hombre que denuncia a un vecino, a un amigo o a un familiar, no tiene perdón de Dios. Porque además de borrar de un plumazo a su sangre, corrieron a esconder en armarios y buhardillas cuadros de Jesús, crucifijos, Elegguases, vírgenes de la Caridad del Cobre, Ngangas, guerreros, San Lázaros y hasta un dibujo del payaso Trompoloco de quien alguno era devoto.

Entonces aquel gobierno comenzó a glorificar a los chivatos por televisión. Y Stirlitz y David hicieron saltar corazones espiando al enemigo, mientras el pueblo expiaba las culpas que el Delirante creía que tenía, o que iba a adquirir a la menor tentación, la más mínima provocación o la más solapada invitación. Y comenzaron a regresar los familiares. No para quedarse, sino para comprobar que habían hecho bien en venderle el cajetín a aquel delirio y que la tan anunciada Revolución no era jamón, ni siquiera jamón del diablo. Y aquellos hermanos, hijos, sobrinos y nietos que dejaron de escribirles porque habían traicionado, vieron que después de todo a los traidores no les iba tan mal, que traicionar y buscarse otra vida no era tan malo ná, ni enfermaba a nadie ná, y que tal vez los que quedaron en Cuba y dejaron de querer a quienes se fueron lo que hicieron fue ayudarles, no molestándolos o distrayéndolos para que pudieran encaminarse, con mil esfuerzos, lo mismo en Nueva Jersey que en Hialeah.

Entonces las altas esferas, que es como se dice en ruso soviético a los idiotas que lo manejaban todo para que aquella isla que una vez brilló con luz propia y esfuerzo de cada uno, se apagara, se destoletara y comenzara a hundirse en el mar para que no la volviera a ocupar el enemigo, y menos con la ayuda desinteresada de aquel pueblo que había empezado a arrepentirse de no haberse ido a conocer el frío de Chicago o las nieves de Miami Beach. Y esa masa popular, otrora invicta y combativa comenzó a descubrir cuánto odia el gobierno al pueblo que sabe que se han ido quedando lo que ellos creen que son lo más malo, a los que asusta trabajar. Y la lógica misma les indica que “si no saben remar” o no entienden como se pide un asilo político, son unos inútiles.

Fue entonces que, siguiendo orientaciones y enseñanzas de los hermanos soviéticos o sovietos, que habían institucionalizado el odio con ayuda de la KGB y la Stasi alemana, que el buró político de la isla, apoyado por toda la caterva que echa siempre a perder las cosas, programaron el rencor y la giñita. Hacen jornadas de entrenamiento para odiar, para mejorar las maneras de odiar o para que no se les olvide cómo se hace y por qué se hace. Han señalado días para que les caiga mal Güira de Melena o Bolondrón, los mineros de Moa, los sanitarios de Placetas, los camareros de Bayamo o los desmochadores de San Juan y Martínez. Bien ordenado y programado, para que nadie se quede sin agarrar su ración de bilis gubernamental, su línea de asco, y que sepan que allí, en el palacio de la revolución no se rinde nadie, y que cualquiera pudiera ser un enemigo. Y el amigo de mi enemigo es mi amigo o el enemigo de mi amigo, patria o muerte.