Tengo un dolarcito que me sube y que me baja

Lazarito llevaba meses preocupado por la inflación que desató en Cuba la llamada “Tarea Ordenamiento”… Así comienza este relato de la pesadilla de la dolarización
Raúl Castro, Gil y dolarización en Cuba. Ilustración: Armando Tejuca
 

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Lazarito llevaba meses preocupado por la inflación que desató en Cuba la llamada “Tarea Ordenamiento”.

Incluso llegó a padecer pesadillas recientes donde el gobierno intentaba detener la inflación y veía al ministro de economía, Alejandro Gil Fernández, el Gilito por segunda, seguido por el narizón Puesto a dedo Díaz-Canel, que salían del Palacio de la Revolución persiguiendo a Marino Murillo gritando: “¡Atajaaaaa!”

Lazarito despertaba sudado y con un montón de inútiles pesos cubanos en la mano. Entonces miraba uno a uno los billetes de a uno y se decía que uno no merecía tanta mala suerte, y que José Martí, en el billete de a uno había caído estrepitosamente en el respeto de los cubanos por culpa del otro uno, el Delirante en Jefe, que había sido y seguía siendo en realidad un uno con hache, un huno, como Atila, pero Fidel Castro jamás atiló a completar nada, salvo el mal.

A Lazarito le avergonzaba un poco haber repudiado a sus tíos cuando se fueron para el Norte, si eran, en definitiva, los que le ponían desde allá lejos las recargas para que él se hiciera la ilusión de vivir en un país normal, en medio de esa inmensa anormalidad que era pagarles a sus ciudadanos en la moneda nacional y cobrarle casi todo en monedas extrajeras. Para eso me voy a vivir donde me paguen en dólares, pensaba, o en euros, o incluso en libras esterlinas, porque entendía que con esas libras podía comprar las libras que quisiera en el país que le había tocado en suerte. Perdón, en mala suerte.

Las últimas decisiones de eso que todavía la prensa solía llamar “el gobierno”, habían revuelto la memoria de Lazarito, que no sabía si reír o llorar cuando pensaba que su tío Amelio había halado cinco años de cana en el tanque, es decir, que había purgado una condena de un lustro por tenencia ilegal de divisas y que ahora el propio gobierno anunciaba que compraría esos dólares al precio de la calle.

Pensando en el difunto Amelio, muerto en los años noventa el mismo día que despenalizaron el dólar, había comenzado a decir, por cualquier cosa y a cualquier hora, la muletilla que le había conseguido al tío su apodo sonoro: “Paquepín”.

Paquepín, preguntaba Lazarito a sus amigos, anuncian que van a hacer una cosa si antes dijeron que no y luego que sí, y ahora que sí, pero uno sabe que no. Y repetía “paquepín” lo hacen. “Paquepín” tienen a la gente en vilo. “Paquepín” este tira y jala, y el no me arrempujen. Y terminaba su exposición con una sentencia de lo que debería hacer el país, una sentencia casi culterana, sacada de la prensa oficial, que era como Rita Montaner, “La única”: “Redimensionar el sector presupuestario, optimizando su funcionalidad”.

Eso garantizaba que los amigos que le escuchaban terminaran con grandes dolores de cabeza. Dos sufrieron aneurismas cerebrales y el resto le retiró la palabra pensando que Lazarito se había tostado definitivamente. Desde que en la Mesa Redonda escuchó decir al que fingía de ministro de Economía y Planificación: “Vamos a incursionar en la venta de divisas a la población cuando existan operaciones de compra y venta”, Lazarito se levantaba al amanecer y miraba por la ventana de su barbacoa a ver si ya existían operaciones de compra y de venta.

Y se preguntaba, como siempre, “paquepín” el Gil ese había dicho aquello si no era el momento apropiado, o no se podía, o que primero había que “Impulsar las producciones nacionales, industriales y agropecuarias, para sustituir importaciones en el turismo”, y entonces, sólo entonces, uno podría llegar a comprar o vender dólares como mismo los cambiaba antes en una esquina cuando oscurecía y no estaba la monada por los alrededores. Entonces sintió una voz en su cabeza, posiblemente la de su tío Amelio desde el cielo, que le susurraba: “Muy importante detalle es que los bancos pueden comprar dólares, pero los ciudadanos no pueden depositarlos en sus cuentas MLC”.

También se preguntó “paquepín” querían comprar dólares, con lo fácil que sería imprimirlos en la isla, y en una variante creativa poner la cara de Machado Ventura con peluca en el billete de a uno, la de Marino Murillo en los de a cinco, y dejar la de Virulo para los de a veinte. Serían billetes livianos y graciosos, y se usarían hasta que el enemigo se diera cuenta. Luego, al ser descubiertos, se seguirían usando, porque así Cuba podría denunciar en la ONU y en otros “forros” internacionales que la habían denunciado simplemente por culpa del bloqueo y así sería otra denuncia.

Entonces quiso estar listo para cuando dijeran que empezarían a comprar y a vender, y eso sucedió en el mismo momento en que se le cayó un billete al piso. Cuando se agachó y lo recogió ya el dólar había subido a 150 pesos cubanos y las colas en las Cadecas eran tan grandes y gruesas como las del pollo. Creía estar preparado, pero el alma se le fue al piso, y con el alma, cayeron nuevamente sus ahorros.

Más que contar su dinero cubano, lo hojeó. No le alcanzaba casi para cubrir el día, presumiendo que el día fuera el de ayer. Pensó en comprar, con sólo 65 pesos, una libra de “picadillo de pollo líquido” que vio en oferta, pero el nombre resultaba sospechoso. De ahí a que pusieran a la venta cosas como “queso gaseoso”, “pavo mineral” o “pierna de unicornio”, no iba nada.

Lazarito recordó aquel “gráfico comparativo de las 15 monedas más depreciadas del planeta, donde la cubana tenía un 95,83% de depreciación”, y entonces escupió y depreció los papeles que le temblaban en la mano. Pobre Martí, pobre Camilo, pobre Cuba. Por suerte el Ministerio de Educación, previendo casos como el suyo, había emitido “una regulación que permitía el ingreso universitario sin aprobar historia de Cuba, español y matemáticas”, así que si no entraba a la universidad siempre podía hacerse colero profesional.

Antes de preguntarse nuevamente “paquepín” seguía viviendo en ese país, respiró hondo y vio que era casi la hora de su programa favorito, la Mesa Redonda. Allí seguro darían informaciones creíbles. Podrían informarle de buena tinta qué pasaría ahora con el dólar, con la moneda dura, con la blanda, con la útil y con la inútil. Quería acostarse armado con la verdad real de la realidad, y eso solamente lo sabría en unos minutos.

Se sentó frente al televisor y lo encendió, dispuesto a escuchar y a ver con calma y profunda atención.

Entonces se fue la luz.

 

Ilustración de portada: Armando Tejuca/ ADN Cuba


 

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

 

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