El dolor del destierro

Cuba tiene una herida incurable. Un tajo en su alma. Una parte considerable de sus hijos tienen que abandonar su propia tierra, la de sus padres y abuelos, en busca de libertad
El dolor del destierro
 

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Cuba tiene una herida incurable. Un tajo en su alma. Una parte considerable de sus hijos han tenido que abandonar su propia tierra, la tierra de sus padres y abuelos, en busca de libertad y un proyecto de vida. Cuba se desangra por ese machetazo infligido injustamente a la Patria de todos. Es imposible conocer Cuba entera, ni reconstruirla en el futuro, sin tener en cuenta a sus dos pulmones: el de la isla y el de la diáspora.

Durante esta Novena a la Virgen de la Caridad del Cobre quiero dedicar este lunes a esa parte inseparable de la nación cubana que vive, trabaja, progresa y espera lejos de su Patria. Desde el inicio de este éxodo masivo que no ha parado, por seis décadas, la Madre de la Caridad ha viajado, se ha arriesgado, ha acompañado, ha dado aliento y fe a más de un millón de cubanos que ha tenido que desgarrarse o han sido desgajados de la tierra que los vio nacer.

Casi siempre escribimos del dolor, los sufrimientos, las carencias materiales y espirituales, la falta de verdad, de libertad y justicia que vivimos once millones de cubanos encerrados en esta Isla. Hay sobrada razón y mucha verdad al reconocer, analizar y denunciar la situación dentro de nuestro archipiélago. Pero igualmente es justo y necesario, aún más en estos días tan entrañables en que honramos de manera especial a “Cachita”, que le dediquemos nuestro humilde homenaje y permanente memoria para reconocer y honrar el enorme dolor del exilio.

Duele y nunca se cura la herida de la separación de la familia y de los amigos. Cuando pensamos que nunca más volverá a ser como antes, que miles y miles murieron sin poder tener al lado a sus hijos o sin poder cerrar los ojos para siempre a sus padres y abuelos. Duele no ver crecer a los nietos y no acompañar en su envejecer a los mayores de la casa. Duele el tener que salir de la cárcel para un avión y jamás regresar a la familia, al barrio, a los amigos.

Duelen los desaparecidos en el mar, los que murieron en las selvas y ríos durante el vía crucis de Centroamérica y México. Duelen los que han tenido que recorrer medio mundo por otros continentes, sin recursos y sin amparo. Duele que algunos de los que están allá no puedan regresar a su patria y algunos de los que están aquí no puedan viajar libremente, como es su derecho humano. Duelen los moribundos que se tienen que despedir de sus familiares por un móvil. Duele que el duelo sea más doloroso con la distancia.

Pero lo que más duele es que esto haya estado ocurriendo durante más de 60 años y siga. Duele más todavía que el mundo mire con compasión a unos migrantes de otras zonas del mundo y voltee la cabeza ante el éxodo masivo, injusto y provocado por un régimen totalitario por más de medio siglo. Y duele más aún porque no se trata de un éxodo por razones económicas cuya causa es el sistema político. Duele porque en el origen de toda carencia económica en un sistema en que el Estado comunista tiene el control de la economía, de la propiedad, del comercio interior y exterior, de las inversiones, del sistema bancario; en un régimen en que la Constitución y las leyes prohíben la acumulación de la propiedad y de la riqueza para los ciudadanos concentrándolas en manos de unos pocos, toda razón económica depende y es consecuencia de este sistema político que tiene como esencia el control total de la vida humana.

Duele, además, porque en las pasadas décadas del 40 y 50, e incluso con las injusticias de la anterior dictadura, Cuba era un país con tales grados de prosperidad, de libertad de empresa, de productividad y rentabilidad de su economía, de crecimiento y desarrollo de una robusta clase media, que hacía de nuestra Patria un país receptor de migrantes, una Isla que muchos querían visitar, una nación donde los jóvenes y las familias podían tener un proyecto de vida en correspondencia con sus talentos, capacidades y tipo de trabajo. El sistema político ha invertido esa situación y ha provocado que la bella y sufrida Cuba se haya convertido en un país emisor de migraciones imparables durante más de medio siglo. Este es uno de los daños antropológicos y estructurales más grandes que se le haya infligido nunca a nuestra Patria y a millones de sus hijos.

Sin embargo, sobre todo este mar de sufrimientos y a pesar de la permanente ruptura de familias y amistades; sobre esta demasiado larga tormenta, en medio de la noche más oscura de la historia de Cuba, sigue apareciendo un símbolo sobre las aguas turbulentas de Cuba. Ha sido un proceso de identificación y amor creciente, que pasa del símbolo a una realidad personal y social: al principio les parecía a los nativos que era unas ramas secas, luego se les fue abriendo la vista y les parecía una blanca paloma, luego al fin pudieron vislumbrar que era la imagen de una niña o de una señora flotando sobre una tabla que decía: “Yo soy la Virgen de la Caridad”.

Los cubanos deberíamos hacer, hoy y siempre, este proceso de clarificación de nuestros símbolos. Unos ven a la imagen de la Caridad como una madera pintada y vestida, estos no pasan de las “ramas secas”. Otros ven esta imagen como un símbolo de paz y unidad para la nación cubana dispersa por el mundo, estos se quedan en la “blanca paloma”. Otros, que hemos llegado a conocer por el Evangelio a la Madre de Jesucristo, hemos podido pasar de la cosa al símbolo y del símbolo al contenido real: es una persona la simbolizada, es una cristiana, es una madre, es la Madre de Jesús de Nazaret, que nos presenta al Autor de la Vida, al Señor de la Historia, al que es el Camino y abre todos los caminos, al que es la Verdad sobre el ser humano y su destino. Y al llegar a esta etapa del proceso de formación, liberados de supersticiones y espurios sincretismos que no se deben confundir con la mayoritaria piedad popular, sabremos interpretar los signos de los tiempos y sabremos que lo que nos dice esta imagen es que los dolores de parto de la nación cubana darán a luz a la libertad verdadera.

Que los dolores de la isla y del exilio no son más que las contracciones del alumbramiento de una Cuba nueva y resucitada. Y ese nacimiento de los tiempos nuevos ya se está viendo, ya grita con dolores de parto que siempre son expresiones de la paz de haber llegado a feliz término la gestación de una nueva vida. Estos son los últimos gemidos de una nación parturienta. Esta es la respiración entrecortada de los dos pulmones de la única nación cubana. Ya se oye el llanto de los nuevos tiempos que dan a luz todas las generaciones de cubanos oprimidos desde 1959 hasta este momento oscuro justo antes del amanecer.

Muchos dicen que los que estamos dentro de la isla sufrimos más. Yo siempre he creído que el destierro, el exilio, el desarraigo de las raíces del terruño cubano, que el desgarramiento del alma de la nación en mil pedazos alrededor del mundo, duele igual y duele lejos. Duele con el dolor multiplicado de la distancia y duele con la incertidumbre terrible de morir sin ver a los padres y abuelas, sin ver a los hijos y nietos, sin ver la casa que me vio nacer, sin pisar las calles donde jugué de niño, sin volver a la compañía de tantos amigos. Duele terriblemente morir sin ver a la Patria libre. Que nuestra memoria jamás olvide a todos y cada uno de los cubanos que murieron en el exilio con el único anhelo de ver a la Patria liberada antes de ofrendar en su altar el último aliento y esa inolvidable lágrima que nunca desapareció de los ojos de Cuba y que son nuestros muertos entrañables.

Pero yo tengo fe en Dios, y de esa fe brota esta esperanza cierta: Nuestros muertos desterrados verán la libertad de Cuba desde el Hogar de Dios que se ganaron con sus sufrimientos. Nuestras familias que sobrevivan volverán a reunirse, no sabemos si en la Isla o en la Diáspora, pero estoy seguro que nos reuniremos más allá del dolor y de la muerte. Cuando esta terrible desgracia haya terminado volveremos a vivir juntos. Cuando Cuba entera se reúna para cantar su libertad. Cuando ya no nos preguntemos quién ha sufrido más, ni a quién le duele más Cuba, sino cuando nos pongamos a reconstruir la Patria de todos sobre los restos-cimientos gloriosos de aquellos que cayeron en las cárceles, en el paredón, en el mar, en las selvas, en su lecho de desterrado repleto de nostalgias y lejanía.

Tengo la certeza de que ningún dolor se pierde, ni en la isla ni en el exilio. Ninguna aflicción es estéril, que todo sufrimiento es fecundo, que toda lágrima riega la libertad. Creo firmemente, aún más en este tiempo de oscuridad, de dolor y de muerte, que en Cuba se cumplirá esta visión que el profeta Ezequiel escribió durante su cautiverio en Babilonia, aproximadamente entre los años 592 y 570 antes de Cristo y que deberíamos creer, marcar y releer en nuestra Biblia:

«La mano de Señor fue sobre mí y, por su espíritu, el Señor me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. El Señor me dijo: “Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?” Yo dije: “Señor, tú solo sabes”. Entonces me dijo: “Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra del Señor. Así dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros… pero no había espíritu en ellos. Él me dijo: “Dirás al espíritu: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan”. Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron: era un enorme, inmenso ejército.

» Entonces me dijo: “Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros. Así dice el Señor: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo a vuestra tierra. Os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago. He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon. Los congregaré de todas partes para conducirlos a su suelo. Haré de ellos una sola nación en esta tierra,… no volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos. No se contaminarán más con sus basuras, con sus monstruos y con todos sus crímenes. Los salvaré de las infidelidades por las que pecaron, los purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Allí habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos, para siempre…»

Creo firmemente que esta profecía también se cumplirá para Cuba.

 

Tomado del Centro de Estudios Convivencia


 

Escrito por Dagoberto Valdés Hernández

Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955). Ingeniero agrónomo.Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017. Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007. Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006. Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años. Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director. Reside en Pinar del Río.

 

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