Los tres cerditos, el lobo y los derrumbes en La Habana

Fernández Larrea versiona la conocida historia de Los tres cerditos. Alegres por su alto valor en Cuba, lo que les impedía ser comidos por la plebe, los cerditos se creyeron a salvo, pero el pésimo estado de la vivienda les jugó una mala pasada
Los derrumbes en Cuba son una constante
 

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Había una vez tres cerditos que eran hermanos y vivían en un lugar llamado Cuba. Estaban muy contentos porque en ese lugar su carne estaba costando más de 70 pesos la libra y nadie podía comérselos. Bueno, el único que sí podía era el Lobo feroz, que pertenecía a muchas organizaciones políticas y de masas, y a los órganos de la seguridad, y tenía estrechas relaciones con Gaesa, que era la mafia de los militares en aquella región. Y el Lobo los había amenazado de muerte. Inmediata y cruda.

El cerdito mayor, que llevaba más tiempo siendo cerdito, tuvo una idea, y la compartió con sus hermanos:

-Tenemos que construir una casa para protegernos del Lobo-dijo, y los otros dos lo miraron como si hubiera fumado esa hierba que ahora está prohibida, pero que parece que la consumen sin límite los dirigentes que le hablan al pueblo, los ministros que aparecen en televisión y todos los que pasan por la Mesa Redonda.

-¿Y de dónde vamos a sacar los materiales, genio, a ver? Si nos agarran, con el nivel de envidia que hay en este país y la cantidad de chivatos por metro cuadrado, nos asan en puá, y a mí la puá me duele- dijo el cerdito más chiquito, que tenía ideas muy buenas porque no aguantaba las cochiqueras.

-Pues yo agarraré una casa que ya esté hecha- dijo el del medio y se fue para una micro brigada en Alamar, que era muy fresca porque tenía las paredes rajadas y goteras.

-Na- volvió a negarse el cochinito pequeño, que era el más obstinado y había heredado grandes problemas de diversionismo ideológico de un abuelo suyo que se hizo jabalí alzado en la Sierra del Escambray -Yo me quedo en la casa de la abuela, que está en Centro Habana, y metiéndole unos retoques puedo alquilarles a turistas-. Y lo hizo, aunque se asustó un poco porque al llegar vio que el edificio estaba apuntalado y los vecinos tenían que subir el agua con cubos y ya no había balcones.

Pero el cerdito mayor no comía miedo. Cada noche repetía en su cerebro aquellas palabras osadas y bravuconas que decían: “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo. Devuelvan a Elián”. Y se dormía. Así que se fue para La Cuevita, un barriecito muy modesto y pobre por detrás del Estadio de San Miguel del Padrón, porque allí, con unas tablitas y un techo de lata podía ir tirando y viviendo, y hasta podía conectar un cable a un poste para robarse la electricidad. Y como todos allí estaban por lo mismo, era menos la vigiladera y la chivatería. O eso creía él.

Mas, el Lobo feroz vio que la carne de puerco subía y subía, y tenía tremendo enredo en su cabeza con qué cosas se podían comprar con moneda nacional, o CUP, y qué en chavitos, o CUC, o dónde era que estaba permitido gastar su moneda fuerte y libremente convertible. 

Por esa razón no le perdía ni pie ni pisada a los tres cerditos, y en caso de que no se los comiera, siempre los podía revender y hacer el pan. El Lobo se detuvo tras ese pensamiento y se dio cuenta de lo absurdo que era decir “revender un cerdo y hacer el pan”. Pero también era absurdo lo que le decía su hijo en Lobito cuando tenía sexo con un extranjero, hembra o macho, varón o hembra: “que estaba luchando”.

Cuando no podía vigilarlos él personalmente comisionaba a su socio el erizo, que era un chivato integrado y con muchísima experiencia, que no le quitara el ojo de encima. Y cuando cada cerdito decidió vivir donde quiso, el erizo llamó en su auxilio a la lombriz y a la claria, que lo único que pedían a cambio era una recarguita en el teléfono celular, o unas horitas en internet, y eso el Lobo se lo resolvía con sus socios los militares, que en definitiva era la mafia que movía los hilos del bien y del mal por debajo de la mesa, usando lo mismo a la seguridad del estado que a los anófeles de la policía, que tenían menos cerebro que el erizo, la lombriz y la claria juntos.

Y llegó el día en que el Lobo había decidido darle a cada cerdito un susto de muerte, y de paso, espantarlos de sus lugares de residencia. Se fue a la casa de tablas que se había hecho el mayor de aquellos puerquitos hermanos en La Cuevita de San Miguel del Padrón. Se paró enfrente, sopló, metió un empujón y la casa se vino abajo como un castillo de naipes. Y en el reguero de tierra y polvo que se armó, el cerdito espantó la mula y se fue a refugiar a Alamar, donde había resuelto el cerdito más pequeño.

El Lobo lo siguió y allí hizo lo mismo, se paró frente a aquella covacha carcomida para cuya construcción habían usado presos y vio las rajaduras que recorrían de arriba abajo el inmueble despintado. El edificio no había sido hecho con cemento, sino con roña. El Lobo hizo una llamada a comunales y enseguida mandaron un inspector que él untó generosamente con unos chavitos, y de ñapa cinco dólares, y el funcionario clausuró aquella construcción alegando pésimas condiciones de higiene, falta de agua y peligro de derrumbe, y que era el refugio de un opositor.

Los dos hermanos aprovecharon que algunos vecinos habían empezado a protestar en voz baja, y en un descuido del Lobo, corrieron a refugiarse en el apartamento del último cerdito, aquella cosa desvencijada y apuntalada en Centro Habana. Nadie sabe cómo lo hicieron teniendo en cuenta lo malo que estaba el transporte, pero allí llegaron y pusieron al tanto al hermano de su situación.

No durmieron en toda la noche, vigilando al Lobo, pensando qué iba a hacer para sacarlos de aquel último reducto. El cerdito mayor había preparado incluso una bandera, para inmolarse cubierto con ella, en caso de que al fin venciera el Lobo. Pero pasaron noches, días y madrugadas y no pasaba nada.

Hasta que decidieron asomar los hocicos. Y allí, frente al edificio, vieron al Lobo bien instalado en una silla comodísima, relajado, leyendo una revista y con un mojito en la otra garra. El cerdito más pequeño, que era osado y echadito pa´lante, no aguantó y lo encaró en plena calle:

-¿Qué haces, Lobo feroz? A mi hermano le tumbaste su casita de tablas y a mí me clausuraste el edificio de micro... ¿Por qué aquí no has intentado nada para que salgamos? ¿Qué esperas?

El Lobo bajó la revista y alzó los ojos. Se dio un largo trago antes de responder, y entonces dijo: -Estoy esperando que llueva, corazón. Este edificio no aguanta una lluvia más. Y cuando se caiga, los tres van a ser míos. Y en este solar Gaesa construirá un hermoso hotel. Así que posiblemente me los coma a los tres en su restaurante-. 

Los tres hermanitos se miraron, y como el Lobo tenía razón, a pesar de que, durante años, habían pedido al Poder Popular que repararan el inmueble, y se habían defecado en la noticia, aquello no aguantaba una llovizna más. Entonces, los tres cerditos, uniendo sus paticas delanteras, decidieron morirse de un infarto.

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

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