El cielo de Cuba se está oscureciendo y no es por los apagones masivos que sufre la isla. Hasta hoy, van siete militares –ex combatientes y combatientes– y entre ellos, en fila india, cinco generales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias muertos sin causa declarada. La suspicacia popular se dispara y corre el rumor de que alguna relación deben tener con la represión por las manifestaciones del día 11 de julio.
Alguno ha dicho por ahí que fallecieron en saludo al 26 de julio. Otros, amantes de las conspiraciones, ven la mano peluda del gobierno, castigando o quitándose de arriba militares pundonorosos que no apoyaron la violencia con la que los represores han intentado castigar a quienes protestaron, o miembros de esa mafia que pudieran saber demasiado. Está, incluso, quien hace comparaciones en el tiempo con situaciones más o menos similares de purgas dentro del poder, y cierra el misterio con esta frase lapidaria: “Ni el viejo Iósif Stalin cuando se sentía deprimido”.
Lo cierto es que el secretismo con el que siempre actúa el régimen de La Habana le está jugando ahora una mala pasada. Ya van cinco generalotes al tiro y dos combatientes de ñapa, y la mala prensa oficial no ha dicho de qué han fallecido. Yo prefiero preguntar de qué han vivido, aunque la respuesta se cae de la mata. Como si fuera un sexto general y un octavo combatiente. Después de que en el certificado de defunción del general Arnaldo Ochoa pusieran que la causa de la muerte había sido anemia perniciosa, ya uno se cree cualquier cosa.
Esa Cuba inicial que disfrazó los méritos de quienes lucharon contra la dictadura de Batista con grados de capitanes y comandantes, como para no parecerse a las fuerzas armadas anteriores, terminó coroneleando y generalizando el mando militar a la manera del ejército soviético. De modo que comenzaron a aparecer en el país más estrellas que en la noche del cabaret Tropicana. Pero siempre la vida de estos fue un misterio. No eran comandantes o generales. Eran, sencilla y llanamente “mayimbes”.
Y claro, el pueblo es sabio, el pueblo piensa y saca cuentas. Al fin y al cabo, tanta intriga destapa la verdad un buen día, porque la prensa cubana (para decirle de alguna manera) se ha especializado durante tanto tiempo en no decir nada, que la gente aprendió a leer entre líneas. De modo que el primer general en caer sin batalla fue Agustín Peña, jefe del Ejército Oriental de Cuba. Aunque fue el primero y tenía menos años que quienes le siguieron en la tétrica estampida, el grado y sobre todo el cargo que ostentaba, abrieron las antenas de los cubanos.
Y si en Cuba ya el pueblo elucubra lo mismo una mascarilla que un desayuno, esa primera baja resultó sospechosa. Pero si luego fueron cayendo, con el intervalo de un día, general tras general, se generaliza el choteo y se afeita el espanto. ¿Qué estará pasando? ¿Por qué han dejado esta tierra que ellos reverdecían con su uniforme y alumbraban con sus estrellas? ¿Quién los habrá estrellado? ¿Purga o purgante? ¿Decidieron darle la patada a la lata realmente como personal homenaje a la gloriosa fecha del 26 de julio? ¿Ya nunca más en Cubita la bella morirá la gente tras penosa y larga enfermedad o no hay tiempo para esas bobadas?
Son pensamientos que me asaltan como si fueran boinas negras. Y si me asaltan a mí, que vivo lejos, imaginen la asaltadera que se arma en la misma ciudad de La Habana, en Santiago de Cuba o en Caibarién. Con lo fácil que hubiera sido echarle la culpa de la continuada y general guadaña al coronavirus, o, en su defecto, al criminal bloqueo.
Para un habitante de la isla, acostumbrado a hacer arroz sin arroz, tortilla de plátanos sin plátanos, bisté de frazadas y una revolución más grande que nosotros mismos, todo lo que viene de arriba, empapa, y uno debe, por obligación, buscarle la cuarta pata al gato, porque está oscuro y huele a queso. Sobre todo tras las protestas que recorrieron la isla de cabo a rabo el domingo 11 de julio y la salvaje represión que desató el puesto a dedo Díaz-Canel, con su irresponsable llamamiento a la violencia sin freno al decir en la televisión estas lamentables palabras: 'La orden de combate está dada: a la calle los revolucionarios'. Lo hizo como si fuera “el general Candelita”, pero más en la línea de Fidel Castro, que siempre fue (hasta en el asalto al cuartel Moncada) “el capitán Araña”.
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Si en la isla de Cuba muere un general, jefe de un ejército, y no se dice de qué, si fue embolia, infarto, estreñimiento, disparo, puñal, soga, tonfa, coronavirus, llanto por ver la telenovela o caca floja, la gente comienza a sospechar. La coletilla o el colofón, también conocido como “la tapa al pomo”, es que son incinerados de inmediato, corriendo. Fuego con ellos, candela como a Bayamo, para que solamente recojan cenizas. Uno se espera que, en cualquier momento, comiencen a incinerar generales incluso antes de morir, no vaya a ser que pidan auxilio o cuenten un secreto.
El ritmo se ha ido acelerando, como si la programación del ñampio no admitiera esperas prolongadas: primero fue Agustín Peña Porres, que murió el 17 de julio. Le siguió Manuel Eduardo Lastres Pacheco, general de brigada de la reserva, que falleció el 19 de julio. El tercero fue otro general de brigada de reserva, ex escolta de Fidel, Marcelo Verdecia Perdomo, que cantó el manisero el 20 de julio. Le acompañó en el paso al más allá Rubén Martínez Puente, también general en la reserva, militar cubano acusado de ordenar el derribo de las avionetas de “Hermanos al Rescate”, que la palmó el 24 de julio. Dos días más tarde, aunque siempre es 26, murió Armando Choy Rodríguez, general de brigada, el chino que cayó en un pozo.
De los dos últimos, que hacen los siete enanitos de Blanca Nieves, se ahorraron la graduación y los convirtieron en cenizas de inmediato. Tal vez para evitar la paranoia, quizá para no azuzar más las burlas. Solamente informaron que habían fallecido los combatientes del Ejército Rebelde Gilberto Antonio Cordero Sánchez, que ya en 1957 era capitán y Pedro Gerardo Gutiérrez Santos, inaugurando agosto.
Veo la realidad (la que la cúpula gobernante quiere mostrar) y las reacciones en las redes sociales y pienso en Jorge Mañach. Vuelve el choteo, porque el choteo es casi la única tabla de salvación que tiene el cubano de hoy. El chiste breve, la sentencia que ridiculiza, la sospecha risueña. Así uno ha escrito que hay ahora mismo en Cuba como un virus: los generales se degradan ellos mismos, degradadores por cuenta propia, y ya hay uno que lo ha hecho tan rápido que es ahora mismo sargento. Si no le aguantan la mano llega a cabo y no saldrá del cenicero.
No faltan los ingeniosos, que proponen ascender a general a Díaz-Canel, y otros que recuerdan que también son generales Guillermo García Frías y Raúl Castro Ruz, así que, si el desmoche de la parca viene por las estrellas, estos están en los primeros números de la cola.
¿Habrá otro más entre hoy y mañana? ¿Un Alien, como octavo pasajero? ¿Sobre cumplirá Cuba sus metas del desyerbe en las Fuerzas Desalmadas? ¿Cuándo les tocará a los coroneles?
Es un misterio. Sea purga o castigo, suicidios por no aprobar la represión violenta o una extrañísima casualidad, todo esto huele a quemao. Generales de brigada, de cuerpo de ejército o de ejército completo, activos o en la reserva, todos goteando como mangos de una mata tras un vientecillo ligeramente movido. Da qué pensar.
La dictadura tiene esa irritante costumbre de dar menos de lo que uno puede imaginar. Así que, el tamaño de un desastre es proporcional a lo que intentan esconder. Pero el pueblo raspa y encuentra.
Es como si el diablo hubiera querido formar con estos generales un pelotón de reconocimiento. Ojalá tras ellos vayan más, de esos que uno sí sabe lo malo que han hecho, lo terrible que han defendido, y los secretos que se llevan a la tumba por decisión propia o ajena. Hoy por hoy ningún coronel quiere que lo asciendan en Cuba.
No digo que irán directos al infierno. El infierno fue el que ayudaron a crear.
Tampoco revelaron que hubo un primer general muerto en combate: el General Electric de mi tía, achicharrado en julio por el quita y pon de la electricidad.
Portada: Ilustración de Armando Tejuca/ ADN Cuba