Los cubanos hemos llegado a aborrecer una fecha, el 13 de agosto, día del nacimiento de Fidel Hipólito Castro Ruz, que fuera un niño difícil y que, al crecer y tomar el poder, se la puso difícil al resto de los niños.
Hoy la prensa oficial y la oficialidad en pleno, intenta celebrar en la isla el aniversario 95 de la llegada al mundo de ese ser que aplastó con su ego cuanto osó pasarle cerca. Lo hacen rompiendo las cotas del ridículo, de la doblez y de la adulación más perversa, mientras otros, dispersos por el mundo por culpa suya, recuerdan la fecha como se recuerda la última erupción del Etna, o el paso de un huracán que azotara con furia la tierra.
Lo han hecho insistiendo en que sigue presente, si no en cuerpo al menos en su esencia. Afirman que su pensamiento está vivo y eso sí no lo niego porque quienes le sucedieron en el poder disfrazan su incapacidad como “continuidad”, y se empeñan en destruir lo poco que queda en pie.
El pensamiento de Fidel Castro no estaba vivo ni cuando vivía. No era un pensamiento, era una aglomeración de caprichitos. No era un plan, sino una tormenta de antojos que a veces ni siquiera llevaba a su fin. Lo único que cumplió sin decirlo fue mantener en sus manos el poder absoluto.
Paso por alto lo que los guatacas siguen alabando como “su lucha” y “sus batallas”. Todos conocen, demasiado diría yo, su gesta ingesta e indigesta, sus planes económicos enloquecidos, su idea de desecar la Ciénaga de Zapata, sus sueños ganaderos de crear una raza nueva que terminó haciendo extinguirse las vacas de la faz desolada de Cuba; y el que, tal vez, ha sido el más desmesurado entre la desmesura de otros planes: la Zafra de los Diez Millones.
Quienes hoy festejan olvidan que Cuba pudo desaparecer en aquel octubre de 1962 cuando se empeñó en desatar una guerra atómica para hacerse el bravo del barrio, cuando todos saben que en la Sierra el único disparo que hizo fue de larga distancia, y con mirilla telescópica. Él que nunca llegó, inexplicablemente, al combate real del asalto al cuartel Moncada.
Eran cosas de niño marginado por la moral social, hijo de un adulterio escandaloso, ocultado por su padre en la familia de Luis Hipólito Alcides Hibbert, cónsul de Haití, en la ciudad de Santiago de Cuba, llevando otros nombres y apellidos. Sospecho que en aquellas noches fue acumulando ansias de venganza, deseos de sobresalir y aplastar, de ofender y brillar por encima de todo y de todos. Por eso su héroe fue Alejandro Magno y no ninguno de los jefes mambises, que tenía más a mano.
Sentirse apartado y aplazado debió dolerle mucho. Ese sería el motivo de que al crecer se hiciera pistolero en la Universidad, y más tarde jugara a la guerra. Y pensar que todo eso tal vez no habría sucedido si el gallego malicioso Ángel Castro, su padre biológico, le hubiese regalado una caja de soldaditos de plomo, para que el plomo que era aquel niño jugara largas horas tirado por los suelos. Tampoco se le ocurrió aquella noble idea al consular Luis Hipolito, padre putativo, que, con un juguete así, habría evitado que su hijo putativo se convirtiera en un hijo de “putatividad”.
El resto de la historia es más que conocida. Tanto incidió jorobando la historia de los demás que miles de cubanos han aprendido idiomas gracias a su soberbia y su egolatría. Así pueden mencionar a su progenitora, Lina Ruz, en varias lenguas, y nunca de modo halagüeño.
Lo que nadie puede negar es que Fidel, El Caballo, nos dio una lección de lo que no se puede hacer en un país si uno quiere que se siga desarrollando y su gente sea educada y feliz. Lo que pasa es que la lección duró mucho, y cuando terminó, ya el país se había ido a la mierda. Pero con esa maldita constancia, con su voluntad incansable, le enseñó al mundo que se podía soñar. Perdón, que él podía soñar, pero convirtió el sueño de los demás en una pesadilla.
Entre sus múltiples empeños está uno muy poco mencionado: su aporte al lenguaje. Convirtió el destino de un país en un desatino. Y nos hizo creer que éramos parte de algún extraño esqueleto, probablemente el de una nación, y que éramos un hueso duro de roer.
Haberse tenido que alejar del poder real aquel 24 de febrero del año 2006, cuando tuvo que depositar, a regañadientes, las riendas del corcel moribundo que era Cuba en manos de su hermano, fue un castigo, leve, pero castigo al fin. No estar en el centro de todo, ver los toros desde la barrera le carcomía por dentro de seguro, aunque siguiera metiendo la cuchareta en los asuntos del país hasta acabar promoviendo una planta, la moringa, que junto a la carne de avestruz y la de jutía, estaba predestinada a conformar la dieta del cubano.
Hoy quienes le alaban, alabarderos alabanciosos. Los que quedan de la vieja guardia y los más nuevos, que pudieran ser considerados ejemplares de “hombre nuevo”, se proponen mantener vivo al comandante, cuando ya nadie se acuerda de él, y cuando lo hace, lo maldice. No se dan cuenta de que la única continuidad que dicen representar es la de un país que viaja al abismo por la inercia que le imprimió su máximo líder.
Llegará un momento en que todos reflexionaremos y analizaremos, rememoraremos y consultemos con los siquiatras que podamos tener a mano, cómo fue que aguantamos a un hombre que hablaba cinco, seis o siete horas. Qué le echaron al agua para que todo un pueblo se entusiasmara de esa manera con proyectos salidos de una mente enferma. Qué polvo soltaron en el aire que adormeció a la mayoría, y a pesar de haber roto a la familia y destrozado el futuro, se le siguiera obedeciendo y temiendo.
El que ahora finge y funge como presidente de esa república que tampoco lo es, hace bien en arrimarse a la sombra del comandante y seguir creyendo que desde el más allá él sigue orientando a Cuba. Con lo desorientados que están se nota a la legua que la brújula de Hipólito Castro siempre estuvo rota, con las agujas girando enloquecidas.
Deberían homenajearlo haciéndose los muertos y dejándose enterrar a su alrededor.
Cientos de miles de nacidos en la otrora perla de las Antillas celebran hoy, pero no el advenimiento, sino la partida definitiva del que ahora descansa en una piedra que representa lo que siempre fue, un seboruco, una cosa deforme, pesada y dura, que se le atravesó a los cubanos en 1959 como si sobre la isla hubiera caído un meteorito.