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El comején devora a Carlitos

Todo terminará en el estómago diminuto del enemigo más inesperado. Y nadie puede poner como pretexto el bloqueo

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Ilustración
Armando Tejuca | Ilustración

Actualizado: Tue, 07/18/2023 - 14:27

Un fantasma recorre Cuba: el comején. Lo acompañan piojos, liendres, pulgas, garrapatas, chinches y toda una moderna gama de bacterias y virus. Pero el comején es el enemigo, el jefe, y se está merendando la plataforma insular.

No bastaba con que los historiadores al servicio del partido reescribieran lo sucedido antes y después que aquel titán (que en realidad era un Tintán) llamado Fidel Castro, El Delirante, surcara los cielos con su espada de fuego, para cortar las cadenas que ataban a la patria a los colonizadores foráneos. No importó que las polillas se zamparan toneladas de papel de viejos libros que tenían una visión de nuestra historia bastante equivocada. 

Tampoco asustó tanto que el marabú y la moringa se colaran, junto al caracol africano y las clarias, por los monumentos de la patria. Ahora el comején se traga aceleradamente varios teatros de la capital del país, sobre todo el más histórico, el que ha albergado los más grandes acontecimientos políticos, además de las obras de humor de Virulo: el teatro Carlos Marx se convierte aceleradamente en aserrín en las muelas de estos insectos bravíos.

Algunos le llamarán karma, pero la mayoría de los mortales verán en esto un símbolo, una admonición, un aviso de lo que va a pasar con todo lo falso que metieron a la cañona en un pueblo que evolucionaba hacia la prosperidad. Todo lo que pretendía hacernos más felices era solamente el pretexto que necesitaban los nuevos caudillos para ser adorados, y para que temiéramos y calláramos.

Que ahora el diminuto e infeliz comején, una genuina máquina de matar, devore lentamente lo que un día naciera como teatro Blanquita, y que la soberbia y el ego de un mentiroso profesional rebautizara con el nombre del viejito que inventó el hambre, Karl Marx, es una muy mala noticia para timadores y tarados, muchos de ellos sobrevivientes de la lobotomía leninista realizada en la escuela de cuadros Ñico López. Todo terminará en el estómago diminuto del enemigo más inesperado. Y nadie puede poner como pretexto el bloqueo.

Es harto conocido que perro no come perro y que revolucionario sí come revolucionario, o todo lo que interrumpa su natural desarrollo hacia el paquetico de pollo y el pepino de refresco. No está estudiado científicamente si el comején come comején, pero no hace falta. Conque muela despacio y con constancia, imparable e indetenible, del Karl Marx no quedará pronto ni el sitio donde estaba ubicado. Irán desapareciendo plataformas, butacas, telones y escalones que tuvieron que soportar las inaguantables tabarras del máximo líder, así como otros eventos importantes en al trabajo de zapa para que el pueblo cubano pensara que tenía futuro bajo la orientación del Delirante en jefe y sus esbirros.

Da un poco de miedo que un animal tan pequeñito se pase por la mandíbula todo lo que uno había disfrutado. El único consuelo es pensar que el teatro no es de uno y que el comején solamente devora madera. Pero es triste que nadie se haya enfrentado a ellos, hablo de los comejenes. Una buena fumigada a tiempo y habrían desaparecido junto a las cucarachas, las chinches, el mal olor de la ciudad, los disparates de la economía, el decreto 349, los diez millones van, somos un hueso duro de roer, Humberto López y parte de las brigadas de respuesta rápida, amén de otros insectos que pululan en el consejo de estado, el Minint y Gaesa.

Si alguien se diera cuenta del simbolismo que arrastra que a Carlitos Marx y a su marxismo se lo estén tragando los comejenes, que ni siquiera pertenecen a la clase obrera, se asustaría. No importa que sea un teatro, con patas, butacas, escenario y todos los etcéteras que lleva un teatro, porque un teatro es también el aire que traspasan los fantasmas que lo habitaron. Este en particular tiene muchos espectros y brilló mucho tiempo con cosas buenas desde que fue inaugurado en 1949, mandado a construir por el senador de la República Alfredo Hornedo Suárez.

En aquel momento tenía el mar cerca y “6.600 lunetas, 500 más que el Radio City Music Hall de Nueva York, por lo que fue considerado como el más grande del mundo”. Se llamaba Blanquita, pero eso no le gustó al Delirante en jefe, que ya había dicho que “con la revolución todo y contra su revolución, nada”, por eso muy pronto la gente comenzó a nadar. A él le daba mala espina que un teatro tuviera un nombre tan racista y lo rebautizó como teatro Charles Chaplin hasta que “decidió rebautizarlo el 17 de diciembre de 1975, en el marco del Primer Congreso del Partido”, porque no era serio que se llamara Chaplin y Machado Ventura caminara por el proscenio con bastón y zapatones. Los comunistas mueren de seriedad, la risa se les atraganta y le corroe las tripas.

Pues ahora mismo los diminutos guerreros de mandíbulas invencibles están haciendo astillas todo aquello, con primer congreso y partido incluido. Sé que debieron comerse todo eso mucho antes, pero a nadie se le había ocurrido. Y no solamente es el Karl Marx (con Federico Engels detrás), sino que el comején muele despacio también el Teatro Nacional de Cuba y el Gran Teatro de La Habana. Se disuelven en las tripas de estos insectos a quienes no da miedo la policía ni el pueblo uniformado. Saben que, si la calle es de los revolucionarios, las butacas del edificio, y todo lo que haya sido árbol en otra vida les pertenece. Y cuidadito con frenarlos, son capaces de cambiar sus hábitos alimentarios y un buen día van a empezar a devorar personas.

Primero los gordos. Y para ello ya consiguieron el catálogo de obesos con carnes exquisitas, donde está la plana mayor del desgobierno, con narizón incluido, su Machi y el primer ministro Shrek Marrero.

Quisiera vivir hasta ese momento: los mal llamados dirigentes de eso que todavía llaman revolución, los militares y el resto de los secuaces de un lado, y del otro, los invencibles comejenes, dispuestos a no dejar títere con cabeza ni Puesto a Dedo con nariz.

Lo malo es que no puedan parar y se merienden también las rocas de abajo, los edificios, el muro del malecón y las guaguas que queden. Porque nadie recordará que un día aquello fue una isla de lo más bonita.