Es un secreto a voces. En algunos barrios de Cuba mentes brillantes han decidido no contar más con el estado para salvar sus vidas, y están en la última etapa de pruebas para varias vacunas contra el covid-19. O “candidatos vacunales”, como llama la dictadura a esos proyectos.
La gente del pueblo, los de abajo, el hombre simple y maltratado por ese socialismo que no se acaba (ni se empieza) a construir, el de a pie, o de la calle, no se traga ya nada de lo que digan los gobernantes, esos gordos en patrióticas guayaberas.
Desde hace mucho las noticias oficiales son letra muerta para el cubano, aunque se esfuercen edulcorando la píldora y le pongan entusiasmo y voluntad, como a esta nota: “Las autoridades sanitarias cubanas confían en que los dos candidatos vacunales contra el covid-19 más avanzados que se desarrollan en la Isla, ya en tercera y última etapa de ensayos clínicos, superen el 50% de eficacia a partir de los resultados obtenidos en la segunda etapa de pruebas”.
De más está decir que, cuando en la prensa estatal de la isla una noticia comienza diciendo “Las autoridades”, acompañadas por cualquier verbo aprobado por el partido comunista: “confían, dicen, afirman, aclaran, responden, niegan”, son las mismas autoridades quienes dan la noticia. Y todo el mundo sabe cuáles son “esas autoridades” en Cuba.
Por eso en los barrios se cansaron de esperar, de las cuarentenas, de los hospitales que son un peligro y de la policía cercándolos cuando primero deberían alfabetizarlos, que son tres peligros en uno. Y se lanzaron a encontrar la solución, una vacuna, no un “candidato vacunal”.
Un candidato es algo que pudiera ser pero que no es. Que podría no ser, o no llegar a ser más que eso. Una propuesta que no avanza. Un proyecto de cosa —como diría el maestro H. Zumbado—, de cosa en sí, que no cuaja, no cristaliza, no se transforma a pesar de ser materia o simular que lo es. Y al cabo se vuelve cosa en no, o en no-cosa. En fin, un candidato vacunal, que es también la manera elegante de llamar a una bazofia que no se ha probado, ni se sabe qué efectos pudiera desencadenar, ni con qué se elaboró.
Amigos que han pedido no ser identificados como Berto, el Desolado; Yoyi, el Mío, y el Flaco de Guanabacoa me han comentado orgullosos su valentía y arrojo al ofrecerse, de manera voluntaria y estimulados por el pago de dos cerdos y 400 fulas, para la experimentación de la Consorte 2, la más prometedora, cuyos únicos efectos secundarios hasta ahora comprobados son unos irrefrenables deseos de irte del país.
“Irte pa la ...”, me dice Everardo Hanky Panky, que conoce la maniobra que han hecho estos científicos de barrio en el intercambio de ingredientes y de experiencia, y de jugarle cabeza a la monada, como ellos llaman a las azules fuerzas del orden.
Estas vacunas contra el covid-19, que no candidatos vacunales, estarán muy pronto a disposición de la población más humilde, la que no cree ya en los milagros de la salud en Cuba y que sabe por experiencia propia que no fue, es, ni será la pretendida “potencia médica” con la que se anuncia para poder hacer sus negocios con el alquiler de médicos y enfermeros a otros países.
“Potencia mis cojines”, afirma Berto, el Desolado, a quien la primera dosis de la Aserecó le borró el acné juvenil e hizo desaparecer las huellas que le había dejado en la cara.
Por eso quieren experimentar en secreto con Randy Alonso, pero no saben cómo hacerlo. Un tropezón y un pinchazo, un secuestro exprés, emborracharlo a propósito. Todas son opciones lejos de las posibilidades de esta buena gente que tendrá que conformarse con encontrar a cualquier candidato que tenga el cutis como muchas calles de La Habana.
Por otra parte, si lo pudieran probar con el presentador de la televisiva “Mesa Redonda”, pero si la Aserecó le borra a Randy Alonso los cráteres, es posible que quiten el programa del aire, y eso los entusiasma y motiva aún más.
Han probado con todo. O con casi todo, menos con lo que ha usado el gobierno para hacerle daño a la población. Estuvieron claros desde el principio, aunque en un laboratorio de Mantilla que bautizaron “Mario Conde” para despistar, hicieron pruebas preliminares con romerillo y hojas de moringa, y las dos resultaron un fracaso, lo que en lenguaje científico del barrio de Pogolotti se dice una mierda pinchada en un palo.
Ya en Santa Amalia y en la Jata de Guanabacoa probaron con agua de coco, raíces de marabú y alcohol de 90. No resultó concluyente que combatiera el coronavirus, pero agarraban una nota tan sabrosa que no les importaban los síntomas.
Contrario a lo que dice oficialmente el gobierno, con todo el andamiaje con el que cuenta, los intrépidos casi científicos de los barrios no cantan victoria ni han contado con otra ayuda que su propia voluntad y temeridad para medir los efectos de las vacunas logradas.
Ellos son incapaces de decir o escribir un disparate tan críptico y absurdo como este del que alardea la prensa: “Más del 90% de los voluntarios de fase II tuvieron una respuesta de títulos de anticuerpos cuatro veces por encima de los niveles basales”.
Nadie dice de qué color son los anticuerpos, ni si a los voluntarios les salieron escamas o plumas por aquello del “pollo por pescao”. No revelan quiénes fueron los “voluntarios” ni qué los motivó a ser “voluntarios”. Y en Cuba, donde no puede existir nada que sea anti nada, tener anticuerpos resulta sospechoso.
Y en esa carrera desenfrenada del estado cubano por conseguir algo que cure, aunque sea un catarro para venderlo en el exterior —los medicamentos para combatir la epidemia de sarna no cuentan— desarrollan paralelamente otro de los disparates de control que son los que les gusta más que curar: un “pasaporte digital de vacunación”.
Los científicos de barrio van adelantados y posiblemente no obtengan el pasaporte digital de vacunación, ese engendro oficial que prepara el gobierno, pero a ellos un pasaporte así se las “refanfinfla”, como decía mi abuela.
En cambio, están muy cerca de lograr vacunas que tienen nombres fáciles de recordar en sus vidas marginales: Consorte 2, Aserecó, la Yénica en sus tres versiones y una sorpresa, la Monina XY, que reservan para quienes estén decididos a participar en la próxima olimpiada de balsas hacia La Florida.
Le pregunto a Hanky Panky si él ya se la puso y pone los ojos en blanco y se lleva un dedo a los labios en señal de silencio. Lo que sí es seguro que está renuente a no ponerse la Abdala, porque entre los efectos secundarios está darle cien vueltas a la Plaza de la Revolución caminando de espaldas.