Nací en el pueblo que mi familia fundó a finales del siglo XVIII en las faldas del Escambray. Si el rey Fernando VII de España no hubiera engañado a mi tatarabuelo Agustín de Santa Cruz, que donó las tierras para la fundación de Cienfuegos, yo fuera ahora el conde de Cumanayagua.
Cuando, en 1848, el conspirador Narciso López huyó de la Mina de la Rosa Cubana, pasó por la finca de mi antepasado José Gregorio Díaz de Villegas para tomar prestado un caballo de carrera. Narciso cabalgó en una sola noche la distancia de Cumanayagua a Cárdenas en el famoso corcel Mazepa. En Matanzas, abordó un vapor rumbo a los Estados Unidos, y en Nueva York creó la bandera de la estrella solitaria y la idea de una Cuba anexada y soberana.
Sin embargo, una ciberclaria llamada Pedro de la Hoz niega que los Díaz de Villegas seamos algo más que gusanos. Después de acusar de "bandidos" a los nobles campesinos sublevados en el Escambray en los años 60, ese Pedro Guadaña del castrismo denigra a los héroes que protagonizaron la insurrección popular del 11 de julio.
Debido a su desconocimiento histórico, el cubano de la isla no ve más allá del muro del 59; y si los nuestros ignoran sus propias tradiciones, ¿qué dejaremos para el turista gringo que pasa por mi pueblo en camino a las cascadas del Jobabo? Los niños adoctrinados en las escuelas castristas, lo mismo que los gallegos cachondos que desembarcan en Rancho Luna, creen que Cumanayagua ha sido siempre una aldea polvorienta y enfermiza. Pero los viejos recordamos a una Cumanayagua pujante y sana, antes de que la revolución comunista malograra su fortuna.
Mientras escribo estas líneas, el cementerio de Cumanayagua alcanzó la grotesca cifra de 200 enterramientos mensuales, y me pregunto si hubiera sucedido lo mismo de haber llegado la pandemia en los tiempos en que la comarca contaba con cuatro farmacias bien abastecidas. Esas boticas todavía existían a principios de los años 60.
La farmacia de Ricardo Zitto ocupaba un vasto local de la calle Antonio Machado, y fue la primera en perecer, transformada en sede municipal de los Comité de Defensa de la Revolución. Poco después clausuraron la Farmacia Comas, con sus sólidos estantes de caoba hechos para aguantar veinte revoluciones. En la calle Cienfuegos estaba la gran droguería de Pascual Maranges, y en un edificio neoclásico de la calle Trejo, la soberbia farmacia Fonte-Hernández.
Nuestro pueblo pequeño contaba con una red municipal de enfermeras, médicos de cabecera, comadronas y variados especialistas que atendían a los cumanayagüenses de todas las extracciones sociales —y tómese en cuenta, que, en 1961, su población era un tercio de la actual. Cuando enfermé de polineuritis en 1958, me ingresaron en la Clínica Moderna de Cienfuegos, dirigida por Raúl Dorticós Torrado, el hermano del futuro presidente de la seudorepública. Cienfuegos era el centro de atención médica para los municipios colindantes del centro y sur de Las Villas, mientras que en Santa Clara radicaba el importante hospital San Juan de Dios.
Ese tipo de clínica de las ciudades de provincia, que contaba con instalaciones modernas, dejó de existir con la destrucción de la iniciativa privada. En mi niñez solía pasar temporadas en el reparto de los médicos del Sanatorio para Tuberculosos de Topes de Collantes, donde vivía mi prima Margarita. Si no por otra razón, la caída de Fulgencio Batista debería ser deplorada por haber puesto punto final al boom constructivo de las instalaciones sanitarias. La sofisticación de los servicios médicos republicanos y la monumentalidad de sus construcciones fueron arruinados por la chapucería castrista.
Los hospitales de maternidad obrera batistianos, las Organización Nacional de Dispensarios Infantiles (ONDI), la Liga Contra la Ceguera o la emergente industria farmacéutica nacional, extrapoladas al presente y proyectadas seis décadas en el futuro, arrojan un panorama de medicina socializada y cobertura universal. Sin revolución castrista seríamos más sanos, más justos, más fuertes y más dignos. Las nuevas generaciones necesitan saber que Cuba fue una potencia médica antes de 1959, y que dejó de serlo a partir de esa fecha.
Si alguna vez cayera el régimen despótico de los Castro, y sus Altezas Reales Don Felipe VI y Doña Letizia se dignaran enmendar el error de Fernando VII, prometo que seré un conde magnánimo y que mi primer decreto será restaurar a su antiguo esplendor las cuatro boticas de Cumanayagua. Acto seguido decretaré el uso medicinal y recreativo del cáñamo índico y el internamiento permanente de Pedro de la Hoz a la nueva cárcel para bandidos de Bahía de Cochinos.