El título descolocará de un golpe a cualquier lector. Pero lo he ordenado así, exprofeso, para que “la intelectualidad oficiosa y oficialista” aparezca aquí como lo que ha sido hasta el día de hoy a ojos de muchos: un organismo del torcido tronco cultural de la nación, carcomido después por un ente patógeno
Y también para que lo vean aquellos cuya postura sumisa avergonzó a quienes continúan mirándonos como la “isla de la libertad”, con lástima perdonavidas, esa extraña mezcla de admiración y desprecio.
Este 30 de junio se cumplen 59 años del famoso discurso de Fidel Castro al sector más crónico, controversial e ingobernable de su rebaño personal: los intelectuales.
Las palabras escogidas al vuelo de entre las tres reuniones precedentes (en los nefastos viernes 16, 23 y 30), trascurridas con él dentro, sirvieron para conformar este “documento histórico” con el cual se pretende aún sopapear las bases del universo artístico y creacional del país.
La UNEAC, esa olla de grillos, ha preparado con suficiente antelación un sexteto de reproducciones grandilocuentes para re-montar la fecha —en lugar de ignorarla por su histórica carga de apologética escatología—, donde nada nuevo se agrega a lo dicho año tras año.
Carlos Rafael Rodríguez (1988), Armando Hart Dávalos (1991), Graziella Pogolotti (1991), Roberto Fernández Retamar (2001), Aurelio Alonso (2011) y por último Fernando Martínez Heredia (2016), recibieron, en su cenit personal, la encomienda de alargar las herramientas ideales para el sometimiento (incluso propio), la obra cumbre del perpetrador mayor.
Un extracto que encabeza el actual ensemble de esa (des)organización “no-gubernamental”: “Esta medular intervención marcó la ruta de la pujante política cultural de la Revolución y fue, también, punto de partida para la naciente UNEAC. La definición de principios ‘dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada’ fue el pedestal para la unidad entre los mejores exponentes del arte y la literatura de una nación que defendió y defiende el derecho a existir de su Revolución”.
Con semejante propósito embaucador ha venido al estelar de la NTV el gordo Miguel “Barniz”, como le llamaba Reinaldo Arenas. Aunque muellemente defenestrado, todavía se siente “miembro del sector”, no ya el presidente. Ha advertido cómo “se ha congelado aquel discurso, esas palabras sabias que solo buscan la solidaridad de los artistas, mucho más allá de diferencias, porque Fidel solo perseguía ‘diversidad’ en la unión”.
El serrallo que tras Miguel ha desfilado en cámara para la ocasión, no merece ni nombrarse.
Si algo debiera conmemorar hoy la intelectualidad cubana que aún se considera depositaria y difusora del legado sacro, sería el descubrimiento público del miedo que arrostró Virgilio Piñera.
La fábula coercitiva que degeneró en cuento infantil para adultos desesperados, no tiene precio. Solo el desmesurado que pagó la libertad en cuotas regresivas. No vale la pena destacar lo dictado por la única voz en aquel ridículo monólogo con ínfulas de pluralidad. Pero sí la vale escoger estos párrafos, reveladores de la nota original:
“Creo que ha habido personalismo y pasión en la discusión. ¿En estas discusiones no ha habido personalismo y no ha habido pasión? ¿Es que todos absolutamente aquí vinieron despojados de pasiones y de personalismos? ¿Es que todos absolutamente hemos venido despojados también de espíritu de grupo? ¿Es que no ha habido corrientes y tendencias dentro de esta discusión? Eso no se puede negar. Si un niño de seis años hubiese estado sentado aquí, se habría dado cuenta también de las distintas corrientes y de los distintos puntos de vista y de las distintas pasiones que se estaban debatiendo”.
“Los compañeros han dicho muchas cosas, han dicho cosas interesantes; algunos han dicho cosas brillantes. Todos han sido muy eruditos (RISAS). Pero por encima de todo ha habido una realidad: la realidad misma de la discusión y la libertad con que todos han podido expresarse y defender sus puntos de vista; la libertad con que todos han podido hablar y exponer aquí sus criterios en el seno de una reunión amplia —y que ha sido más amplia cada día—, de una reunión que nosotros entendemos que es una reunión positiva, de una reunión donde podemos disipar toda una serie de dudas y de preocupaciones”.
No agrego más. “Todo” —según él—, fue allí leído. Y reído, con criollísimo choteo e interrupciones inermes al dogma. La palabra puesta al servicio de otra broma colosal, el honor ultra-ajado, bajo el plato servido. La mesa, pletórica de comensales, ¿concluyó?