Es sábado, mediodía. Alen Daniel y Yasser, de diez y once años de edad, están concentrados en la cacería de lagartijas entre los matorrales que proliferan en un solar yermo del barrio. Después de examinarlas, e intercambiar criterios “científicos”, las dejan en libertad.
“En eso se entretienen los fines de semana, y así matan el aburrimiento”, dice la madre de Yasser, y acto seguido se lamenta de que empinar papalotes, armar chivichanas y zancos, o bailar trompos, son acciones recreativas para los niños que han quedado prácticamente en el olvido.
“Nos hemos vuelto un pueblo hosco, que todo nos molesta porque todo va contra la tranquilidad ciudadana”, añade esta madre, con fastidio, en referencia a que el bullicio de las chivichanas “era punto fijo en las reuniones del Comité (CDR) e incluyeron hasta la presencia del Jefe de Sector”.
“Finalmente se prohibió que los niños armaran y montaran chivichanas”.
Yasser y Alen Daniel confiesan que les gustaría, además de “quemar” con el PlayStation, empinar papalotes o montar zancos, pero no conocen nadie en el barrio que los haga. Los ojos de ambos niños brillaban ante los relatos sobre épocas donde, en cada barriada, se sucedían competencias espontáneas de papalotes, trompos, zancos, y un sinnúmero de juegos, al aire libre, como “la pañoleta”, “el burrito 21”, o “el pon”.
Durante las décadas de los setenta y los ochenta fueron populares los llamados “plan de la calle”, jornadas que organizaban los Comité de Defensa de la Revolución, movilizando a toda la comunidad en función de que los niños participaran de los juegos como acción social.
“Recuerdo que en casi todos los barrios había un local donde enseñaban a jugar ajedrez y se organizaban campeonatos ‘interbarriales’”, rememora Fermín Crespo, de 46 años y padre de tres menores.
“No es mentira que en aquellos tiempos cualquier niño te mencionaba a Capablanca, o a Ruiz López. Y no pocos coleccionábamos las jugadas que salían en la revista Bohemia para entrenar, intentar ponerlas en práctica”, señala Crespo mientras reparte, entre los dos varones de sus tres hijos, una docena de bolas, uno de los pocos juegos que sobreviven en la mayoría de los barrios de la periferia habanera.
El chillido de gomas contra el asfalto avisa a la casi veintena de niños y adolescentes, que protagonizan un acalorado partido de “pitén”‒o “cuatro esquinas”‒, que algo malo estuvo a punto de ocurrir. Magdiel, en el intento de fildear una bola del bateador contrario, casi termina atropellado por un auto Lada. Es el riesgo de jugar en la vía pública.
Son escasas las áreas, o canchas, donde niños y adolescentes puedan desarrollar actividades más cercanas a deportes tradicionales como el béisbol, el futbol, el baloncesto o el voleibol.
“Por eso elegimos las calles con menos carros”— dice el propio Magdiel, de 12 años, aún con el susto dibujado en el rostro y, según él, listo para las represalias de sus padres que— “seguro se enteran por los chismosos” del incidente.
“Pero cuando encuentras una calle menos peligrosa, entonces los vecinos se molestan por la bulla que se arma en el juego de pelota”, se lamenta Magdiel, en referencia a que nadie se interesa por “preguntarnos qué nos gustaría jugar y que en el barrio no hay ni un solo parque para eso”.
Lea también
Cómo se empina el papalote…
Al menos durante los últimos cinco años, muchos consejos populares han reacondicionado áreas yermas de sus territorios como parques. A criterio de niños, adolescentes y de los propios padres, el diseño de estos parques no es del todo funcional.
“Sirven para sentarse y coger el aire, pero como opción recreativa no”, opina Lourdes Sánchez, ex delegada del Poder Popular y abuela de cinco menores de entre ocho y 12 años. “Es una encrucijada en toda regla. No quiero que mis nietos jueguen en la vía pública por un asunto obvio, pero estos parques no son funcionales para practicar deportes ni juegos tradicionales.
“El área más segura está demasiado lejos… qué hacemos entonces con esos niños, qué actividad recreativa o deportiva pueden hacer si por una parte no existen los lugares adecuados, y por otra los vecinos se quejan hasta con el zumbido de las moscas”, se pregunta Sánchez.
Presidentes y miembros de CDR a los que preguntamos en más de una veintena de barriadas en La Habana, reconocieron que realmente no se tiene en cuenta el desarrollo de acciones recreativas y deportivas para niños y adolescentes en los más de cien consejos populares de la capital.
“Los barrios desfavorecidos serán siempre desfavorecidos, incluso en la calidad o existencia de áreas útiles que puedan remodelarse para crear opciones recreativas y deportivas”, consideró Heriberto Dámaso, presidente de un CDR.
Sus tres nietos, Oniel, Yadira y Laurita, no saben qué es en realidad un papalote, ni, en su defecto, una chiringa que todos los niños de las décadas de los setenta y los ochenta “sabían hacer de memoria”.
Para Dámaso, durante su época de vendedor de papalotes no había conflicto con su cargo ni con su pertenencia al Partido Comunista.
“Trabaja en una carpintería, y con la madera desechada, papel de china y tempera, hacía unos papalotes que vendía a un peso. El hilo de pita no, eso había que conseguirlo en el mercado negro”, rememora Dámaso, para quien ver el cielo de su barrio surcado con veinte o treinta de sus coloridos papalotes era un acto de auténtico placer.
Nelson David es un adolescente de 13 años. Su único entretenimiento, además del PlayStation, es jugar al futbol con sus amigos en los bajos de un edificio ubicado en el consejo popular Plaza, donde un decreto conjunto entre la policía y el consejo de vecinos lo prohíbe.
En dos ocasiones, uno de los jefes de sector ha multado a la madre de Nelson David por ese motivo y confiscado la pelota.
“Ni siquiera se dan cuenta que es mejor que esos niños jueguen al futbol ahí, a que se asocien en una pandilla y se conviertan en vándalos”, opina Julia Esther Brizuela, psicóloga de profesión y abuela de uno de los amigos de Nelson David.
“Dónde están aquellos campeonatos de ‘yaquis’ entre las niñas de la cuadra, de parchís, el reto de quién hacía y montaba los mejores zancos, quién bailaba mejor el trompo. No creo que sea muy difícil rescatar estas recreaciones y volver a enamorar a niños y adolescentes en torno a estos juegos”.
Lo más doloroso, desde la perspectiva de Brizuela, es que en la construcción de un papalote, una chivichana o unos zancos, participaba la familia. “Ese nexo se ha perdido junto a la desaparición de aquellos juegos que te hacían sentir niño toda la vida”.