“Esbirros, autómatas del régimen”: denuncian abusos e insultos homófobos de la Seguridad

El joven cubano Alfredo Martínez, a favor de la democracia en la isla, ofreció su testimonio sobre la detención arbitraria a la que fue sometido el pasado 10 de octubre. La Seguridad del Estado lo arrestó con violencia, cuando se acercaba a la sede del Movimiento San Isidro
 “Esbirros, autómatas del régimen”: denuncian abusos e insultos homófobos de la Seguridad
 

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El joven cubano Alfredo Martínez, a favor de la democracia en la isla, ofreció su testimonio a través de su perfil personal en Facebook, sobre la detención arbitraria a la que fue sometido el pasado 10 de octubre. La Seguridad del Estado lo arrestó con violencia, cuando se acercaba a la sede del Movimiento San Isidro para participar de un concierto que había sido convocado previamente.

En esta jornada se realizó un despliegue de efectivos policiales y orquestaron actos de repudio con “simpatizantes” del régimen contra artistas, activistas y periodistas independientes que disienten de la dictadura castrista.

Varios de los que fueron amenazados, violentados e insultados, compartieron su terrible experiencia en redes sociales, con el propósito de continuar desenmascarando cómo operala mal llamada Seguridad del Estado cubano.

Alfredo Martínez, también detalló todos los abusos y humillaciones a las que fue sometido. Compartimos íntegramente su publicación:

¿Actividad C/R?

Minutos antes de llegar al concierto que se iba a celebrar el 10 de octubre en casa del artista Luis Manuel Otero Alcántara, me senté en un parque. Frente a mí se encontraba una ceiba enorme en el cruce de las calles San Isidro y Habana. Allí sentado no daba crédito a las imágenes que llegaban a mi celular desde la directa hecha por Osvaldo Hernández en Facebook donde se llevaban a Katherine Bisquet. Pensé que esos actos de repudio pertenecían al pasado, «repugnante» es la palabra que me viene a la mente cuando intento describirlo.

En San Isidro, desde la esquina, divisaba toda aquella parafernalia presidida por el sello de una fiesta forzada del CDR. Se estaban quitando las ganas de no haberla realizado el 28 de septiembre. «Lo único que falta es una caldosa», me dije.

Sabía que iba a ser riesgoso llegar a casa de Luis Manuel, por eso decidí hacer una directa, para que la gente supiera lo que estaba pasando en ese barrio.

De todos los que habíamos firmado la declaración contra la violencia policial en Cuba, yo era el primero que llegaba. Atravesé aquel circo. Sí, era un circo. Solamente por tocar la puerta de la casa de mi amigo, fui atrapado por 5 agentes de la Seguridad del Estado. Se cortó la directa, ni siquiera sin poder virarme. Entre los 5 me llevaron cargado como si fuera un animal a un matadero por el medio de la calle Damas. Yo gritaba que no había hecho nada, que era ilegal lo que me estaban haciendo. Intentaban quitarme el celular, no lo solté ni un momento, mis audífonos hechos talco, ya sin nasobuco (mascarilla).

Fue tan rápido y tan violento, que en un abrir y cerrar de ojos los 5 agentes me habían entregado a 3 policías que me esposaron, por primera vez en mi vida me esposaban.

Me metieron en una patrulla. Uno de los 3 policías se montó atrás conmigo, me tenía aplicada una llave. Todavía me duele el cuello. Mantuvo mi cabeza pegada al piso conmigo sentado. Como la posición que sugieren las aerolíneas a los pasajeros cuando se va a caer un avión.

Yo gritaba: «¡Esbirros, autómatas!». Desde mi posición desventajosa les preguntaba por qué me apresaban si sabían perfectamente que era ilegal lo que estaban haciendo. El policía que iba atrás conmigo me decía que si gritaba más, más me iba a doler, y me alzaba los brazos por la espalda con la llave aplicada. Me dolía. Eran unos perros sin alma al servicio de un régimen totalitario.

Estuve todo el viaje con aquella llave y no paré de gritar. Solo veía la punta de los árboles, no sabía a dónde me llevaban, hasta que desaceleró la patrulla y pararon en la estación. Miré hacia afuera desde el ángulo que podía y reconocí la estación de policía de Marianao. Tantas veces pasé yo por ese lugar, demasiados P9 cogí para llegar a la CUJAE (Universidad Tecnológica de La Habana José Antonio Echeverría), donde estudié 5 años. Ahora el panorama era distinto, estaba preso.

Mientras me llevaban con las esposas frente a  la carpeta, me preguntaron si tenía carné. Les pregunté si esa pregunta tenía sentido, luego de todo lo que ya había pasado. Me sacaron la billetera y cogieron mi carné.

Fui llevado a un cuarto donde me revisaron como a un delincuente. No les bastó que dijera que no tenía más nada en mis bolsillos. Eso enfureció más al carcelero y me bajó el pantalón. Me dejó en calzoncillos y cuando vio que no tenía más nada, me volvió a subir el pantalón. Eso es odio y es violencia.

Luego me llevaron a otra oficina. Era como una especie de recepción para los objetos personales de los detenidos. Tenía que quitarme el cinto y los cordones de mis zapatos, como si fuera un suicida potencial.

En esa oficina pregunté «¿Y alguien me va a enseñar algún documento con el porqué de mi detención?». El policía paró de llenar un libro donde referenciaba con un bolígrafo casi sin tinta todas mis pertenencias y me asignaba un casillero para guardarlas, en mi caso el número 4. Respondió: «Ahora el superior lo trae».

En la espera, el policía me pidió que prendiera mi celular para tomar el IMEI. Con agilidad, enseguida que lo prendí, pude mandar un mensaje a mis amigos en un grupo y a Maykel González Vivero, diciéndoles donde me encontraba. Luego volvieron a apagar mi celular.

Esperaba con ansias ese papel. Diez minutos después se apareció otro policía y me traía el acta para firmarla. La causa, Actividad C/R. No entendía, me repetía «ceerre». «¿Esto no significará contrarrevolución?», pregunté. «Pues sí», respondió. «Entonces me niego a firmarla». «Estás en tu derecho», resumió el policía.

Cuando me ubicaron en el calabozo me senté en una litera de concreto. «Así que esto es un calabozo». El olor a orine y la corrosión del acero en el techo lo hacían deplorable. «Este es el aire que respira un preso». Seguía pensando en mis amigos, qué había sido de ellos, si había llegado alguien a la misma estación.

Como a la hora y media, el mismo que anotó mis pertenencias me preguntó si iba a comer, le dije que no, me dijo: «¿No comes porque no tienes apetito o porque estás plantao?». «Estoy plantao», respondí.

Ya había perdido la noción del tiempo cuando volvieron a abrir el calabozo. Esta vez un oficial del Minint, el mayor Carlos, joven, de mediana estatura, ojos comunes y burocráticos.

Me llevó a una sala de interrogatorio y empezó a preguntar mi nombre, mi edad. Le dije que eso ya lo sabía y me dijo que iba directo al grano, que le dijera cual era mi relación con Luis Manuel y Maykel Osorbo. Dudé mucho en responder a esa pregunta. Pensé decirle la verdad, «ellos son mis amigos», pero luego recordé que no debía estar ahí y mi respuesta fue tajante.

«Empezamos mal, usted no se llama Carlos, me está mintiendo y esto que está pasando aquí es ilegal». Me preguntó a qué me dedicaba y silencio fue lo que tuvo. Volví a mi calabozo.

Sobre las dos horas, estimo, mi noche se puso más interesante.

Llegó otro oficial, esta vez vestido de civil. Se presentó como Darío. Era joven, gordo y con una mirada subhumana. Se le veía vulgar. Empezó diciendo que todavía no se explicaba qué hacía yo en San Isidro, que él no entendía por qué yo estaba involucrado en ese evento mercenario. Mi respuesta fue sencilla: «Yo fui a un concierto de música en una casa privada y es mi derecho ir a donde yo estime ir».

Ahí trató de explicarme que yo no tenía nada que ver con esa gente, que el concierto estaba financiado por una organización en República Dominicana para crear subversión contra el gobierno cubano y que nada era lo que parecía.

―Escúchenme bien, Seguridad del Estado, y esto aplica para el futuro: no me interesa quién financia proyectos, periódicos ni nada en este país. No es ilegal ser pagados.

Darío, al escuchar esto, perdió la calma, y bueno empezó a hablarme groseramente de mi amiga Anamely, una persona que conozco hace más de 5 años, que ha vivido conmigo. Y que es, por encima de todo, una persona íntegra y coherente. No lo permití, lo mandé a callar.

Se puso violento y me empezó a gritar, me dijo que tenía que escucharlo. Yo le dije que ni siquiera me sabía su nombre real, a lo cual respondió que Darío lo llaman hasta sus hijos. Sentí pena por sus hijos, solo pensaba que le explicaría a ellos sobre su trabajo.

Ante esa violencia le recordé que ellos me habían llevado a esta situación incómoda, y que no estábamos hablando específicamente del 10 de octubre, sino de lo que me pasó hace un año, cuando era novio de un periodista independiente. Gracias a una visita de la Seguridad del Estado me botaron de mi alquiler, suceso que se repitió hace dos meses cuando me volvieron a botar mientras vivía con Anamely. Hay que sumar el chantaje, las llamadas y emails que me enviaron para decirme que mi novio estaba con otra persona y que me era infiel. Eso está en mi mente, no se va a borrar.

Cuendo vio que era imposible, me amenazó con mi familia, me habló de mi madre, una fiscal de este país, que debería darle «vergüenza» tener un hijo como yo. Lamentablemente para él, mi mamá sabe que estudié y soy buen hijo. «No me amenacen más con mi familia, ellos saben quién soy», le dije.

Volvió a meterme en el calabozo y me sacó de nuevo al poco rato. Me dijo que me había sacado por mi quién era mi madre. Le dije bien claro que si era por eso que me volviera a meter y me dijo «no te preocupes, nos volveremos a ver».

Cuando salía hacia la carpeta todavía se encontraba ahí y lo oí decir «¡De pinga la pájara esta!» Respondí: «Pájara y bien, da pena que seas un oficial de la contrainteligencia y seas homófobo».

Salí de la estación poco después de las 9:00 pm.

Mi relación con la Seguridad del Estado es antigua, desde mi niñez. Todo el que me conoce sabe que vivo a un costado del cuartel general de Villa Marista. Crecí viendo una AKM 47 gigantesca, de metal, que da al balcón de mi casa. Sentí cómo jugaban béisbol todas las divisiones de la contrainteligencia de este país en un pequeño pero bien cuidado campo. Para mí era como un lugar normal, pero cuando crecí entendí lo que significaban mis vecinos y los guardias apostados 24 horas en las esquinas.

Es un lugar cargado de lamentos y sufrimientos, tiene un silencio intranquilo. Esto lo explico, porque sé que este post lo está leyendo o lo leerá Darío.

Es para que sepas que no te tengo miedo. Crecí viendo cómo se divierten con su béisbol y cómo las guaguas se aglomeraban en mi cuadra mientras montaban con sus cajitas de dulce. Como en cualquier fiesta de trabajo estatal. No son nadie especial, todo lo contrario.


 

 

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