La pandemia ha acentuado la escasez. Entre lo mucho que falta, predomina la ausencia de proteínas. En Jaimanitas la gente ha vuelto a mirar el mar, como en los años noventa, cuando era esa su única tabla de salvación.
“En los noventas mirábamos el mar de otra forma”, recuerda Chiqui, vecino de la calle Primera en Jaimanitas, con muchos años a cuesta como pescador. “Era para irnos a Estados Unidos, utilizarlo de carretera. Yo me tiré dos veces y las dos veces me cogieron y fui a prisión. Cuando abrieron en el 94 todos mis hermanos se fueron en balsas. Mi mujer acababa de parir y no quise abandonarla. Mucha gente se fue en ese tiempo y se salvó. Ahora uno no puede arrancar un bote, irse para la libertad, el confort y salir de este infierno. Tenemos que mirar al mar ahora con otros ojos. Por ejemplo, ¿qué se puede sacar de él?”.
Víctor Vega, que vive junto al mar también en calle Primera, tiene una terraza que da directamente a la ensenada y ha pensado en sacarle provecho.
“No lo había pensado antes. Mi hijo fue el de la idea: mientras descansábamos y cogíamos fresco en la terraza podíamos tirar unas cañas”. Pero cuando Víctor buscó en Internet varas de pescar, los precios andaban por el cielo.
“Con la pandemia la demanda de varas de pescar se ha disparado” -le dijo por teléfono la persona que lo atendió en ventas-, “sube la demanda, suben los precios, ley de mercado”.
Tras la oscuridad de la noche por estos días, muchos jaimanitenses violan la cuarentena y van a la orilla del mar a probar suerte tirando sus pitas de nylon. Sueñan todos con un gran pez, que los saque del apuro. Sus siluetas encorvadas en la penumbra de la noche asemejan figuras surrealistas, derrotadas. Otros se aventuran en embarcaciones de corcho hasta el canto del veril, tras el pez de sus sueños.
“Pero lo que cogemos son ronquitos, mojarritas, con suerte alguna rabirrubia chiquita, ya por esta zona no hay peces”, se queja Carlos, que se embarca todas las tardes con su esposa la china, hasta una milla de la costa y regresan al anochecer, con alguna pieza en el jamo.
Jaimanitas fue un pueblo de historia de pesca. Con personajes legendarios y un equipo campeón mundial de pesca submarina en los años cincuenta. Luego derivó en una localidad donde ver un pescado se convirtió en un suceso.
“Ahora se está rescatando, por necesidad”, dice Joaquín Vázquez, joven miembro de Los Bustamante, la famosa familia de pescadores. “Y no solo se ha encarecido el precio de las cañas de pescar, también los carretes, los bicheros, las plomadas, las nasas, las atarrayas y el metro de nylon. La gente está yéndole para arriba al mar con insistencia, aunque sea a coger ronquitos, mojarras, agujones, si es posible erizos y estrellas de mar, todo lo que aparezca que se coma va a parar al caldero”.
“También a coger rascacios y fabianas, que antes no se comían, y pez piedra. La algas para hacer champú y pasta dental, el diente de perro para quitarte los juanetes, los tinteros del pulpo para teñirte el pelo, los espinazos de los peces de collares, la piel del pez loro y el sobaco para zapatillas, del agua salada sacamos sal, la arena la utilizamos para limpiar los calderos".
Joaquín dice que "a nosotros los cubanos, que tenemos buena imaginación, la pandemia nos la multiplica por diez”.
A la pregunta de cómo queda el reparto que existía antes de la pandemia, cuando cada pescador tenía un pedazo de mar propio, Joaquín contesta: “la pandemia terminó ese acuerdo. Todo volvió a la normalidad, el mar no tiene dueño".
"Pero hablando sinceramente, voy a extrañar mi patrimonio. Siempre estaré buceando por allí, sacando calandracas para vender y cogiendo peces. Yo sé dónde están escondidos los pulpos y las morenas. Y cada cabezo hasta el canto del veril donde van a desovar los peces. Así que no voy a quitarle la vista de encima a mi pedazo”.