Por José Luis Aparicio Ferrera
Ahora que la 19 Muestra Joven ha quedado al pairo, por censura o pandemia, es oportuno regresar la mirada a tiempos mejores. Estas son algunas (no todas) de las obras que más me interesaron en la última edición del evento: películas que se desmarcan, arriesgadas, complejas.
Un acervo del pasado más reciente para enfrentar el futuro incierto. Al emprender la curaduría, decidí limitarme a un decálogo. No existe relación jerárquica, de valor. El orden, en apariencia arbitrario, se calza con aquel de los Diez Mandamientos: cada película atada a una norma y, por ende, a su transgresión.
UNO
La patria no se antoja tan lejana: una cubana improvisa su rumba en Central Park. Idalmis García interpreta a Ángela (2018) en uno de los últimos cortometrajes de Juan Pablo Daranas, quien cambia esta vez de escenario, aunque mantiene su poética. Igual que en Crepúsculo (2015), Juan Pablo borda un personaje femenino en el viacrucis del crecimiento personal, enfrentado a la soledad, al aislamiento. El contexto aquí es distinto, mas conlleva su propio rosario de dificultades. La heroína de marras, concebida por el director en estrecha relación con su actriz protagónica, intenta abrirse paso en Nueva York, sorteando los escollos típicos de la asimilación y su correspondiente carga nostálgica. Daranas evita los lugares comunes de la anécdota y nos presenta una pieza de carácter híbrido, donde el personaje interviene en contextos reales y se deja arrastrar por el caos de la situación. El corto y Ángela fluyen, se adaptan. Son una y la misma cosa. Lo real es un acto de fe. Lo real desborda la ficción. Y viceversa.
DOS
La operación estética de Rogelio Orizondo en Dalila y su hermano (2019) me recordó a las «cajitas» del escritor cubano Lorenzo García Vega. Con el registro de sus pequeños sobrinos -mientras estos manosean nociones históricas, patrióticas, de identidad y género-, Orizondo logra lo que García Vega se proponía en algunos de sus escritos: convertir las máscaras con que nuestro lenguaje ha disfrazado las cosas en «pequeños objetos» o «adminículos del fetichismo». El dispositivo textual de Lorenzo se convierte aquí en performance documental. Máscaras como «patria», «héroe», «macho», «hembra» serán introducidas en la «cajita», pues como dijera Lorenzo en Vilis, ésta «vendría a ser, de cierta manera, la objetivación (y por lo tanto como denuncia indirecta) de nuestra falsedad».
El camino para Rogelio es también la inocencia: una vuelta a la infancia que pone en crisis preceptos y consignas. Esta pieza, filmada con un iPhone 6 y resuelta de manera artesanal, marca la entrada exitosa de un importante dramaturgo al mundo de la realización cinematográfica, sin abandonar las obsesiones que lo impulsaron sobre las tablas. Como al final de su obra Antigonón, un contingente épico, el jardín de los héroes patrios se trueca en pasto de matutinos.
Esta vez el ídolo es una bestia de carga, conservada por la ciencia, el dogma y el aire acondicionado. Un animal que bien merece una elegía, otra rapsodia: el mulo que, como el hombre, es inagotable.
Lea también
TRES
En Los viejos heraldos (2018), el ritual de lo cotidiano dialoga intensamente con los rituales del poder. Mientras en Cuba se elige nuevo presidente, una pareja de ancianos subsiste en un aislado paraje rural. Ambos trabajan, a pesar de la edad: Tatá prepara carbón, Esperanza se ocupa de las tareas en la casa. El mundo exterior (lo histórico) irrumpe desde el televisor: contrastado con existencias tan humildes, el discurso se torna cada vez más paródico, cada vez más irreal.
El director, Luis Alejandro Yero, evidencia una evolución orgánica a partir de trabajos anteriores: los también cortos documentales Apuntes en la orilla (2017) y El cementerio se alumbra (2018). Del primero conserva la mirada acuciosa hacia sujetos en el margen; del segundo, el cuidadoso tratamiento de las atmósferas que deviene énfasis sensorial. Esta vez la mirada es preciosista y privilegia la observación, apoyada en una fotografía de encuadres estáticos y delicadamente compuestos, pasados en su mayoría a blanco y negro.
Yero enfrenta la ceremonia política que presupone la renovación, el cambio, al rito demoledor e impasible de la costumbre, del diario quehacer. Lo simbólico en algunos rituales se vacía de sentido con la repetición. Ante el automatismo y la caricatura, sobrevive cierta pureza de lo real: lo común o cotidiano trascendente.
CUATRO
Con Atardecer en el trópico (2019), Marta María Borrás nos sumerge otra vez en los predios del silencio significativo. Su estética reposada y minimal se pone al servicio de un drama filial, cuyos antecedentes espirituales podrían encontrarse en París, puertas abiertas (2014), su primer cortometraje. Una joven violinista, nuevamente interpretada por Clara de la Caridad González, reniega de la música y comienza a trabajar en la cocina de un restaurante. Eduardo Martínez es su padre, un maduro profesor de marxismo que concluye su trabajo en la universidad, quema sus libros y decide encerrarse en el pequeño apartamento de «microbrigada» que comparte con su hija.
Marta María despliega un sensible y sutil acercamiento a las secuelas del desencanto y el consecuente conformismo, desde una perspectiva que atraviesa generaciones y asienta su huella en la familia. Ambos personajes están pendientes del futuro del otro, sin entender que han aceptado un destino similar. Quizás el corto se traicione en una de las escenas finales cuando cae en la tentación de verbalizar este conflicto. No era necesario añadir palabras a lo que ya transpiraba el desempeño de los actores, excelso sobre todo en el caso de Eduardo.
Afortunadamente, el tono elíptico y contenido prevalece, abre nuevos caminos para filmar la resignación, el agotamiento… Parecieran preceptos budistas si no partieran del dolor más profundo: No buscar. No aspirar. No desear. Aceptar y seguir viviendo.
Lea también
CINCO
En la mejor tradición de los hermanos Dardenne, la cámara de Los amantes (Alán González, 2018) no abandona ni por un segundo la estela de sus personajes. En un virtuoso plano secuencia de unos ocho minutos de duración, fotografiado por Denise Guerra, accedemos a un paraje físico y sentimental marcado por la precariedad y la violencia. Ella, interpretada por Lola Amores, trata de borrar las huellas de un crimen; él, encarnado por Noslén Sánchez, la persigue lloroso y traumado a través del claustrofóbico garaje donde han improvisado residencia. El guion de Nuri Duarte y el propio Alán nos introduce in medias res, en un momento posterior al hecho significativo, por lo que toca al espectador decodificar lo que sucede a partir de la pequeña información que se filtra en acciones y diálogos. Como dijo Tsui Hark: «Vamos al cine a sentir, no a comprender». La clave parece ser la intensidad: colocar al público en el lugar de los personajes, situarlo en el límite de la experiencia…
SEIS
Yimit Ramírez, como Nicolasito Guillén Landrián, nos habla del Fin (2018) cuando no es el fin. Juan Pérez ha muerto. Alguien juguetea con sus huesos y los extrae de la urna. Alguien los organiza como parte de un ritual. Ese alguien es La Muerte o al menos se le parece. Es La Parca que propone una segunda oportunidad. El regreso de Juan a la vida durará unos minutos, pero no será a un presente desconocido, sino a un pasado doloroso y harto familiar.
Milton García y Lola Amores brillan en este corto cáustico y bizarro, junto a los planos secuencia del fotógrafo Pablo Ascanio y al surrealismo amargo del guion de Ramírez y Tatiana Monge. Esta nueva entrada en la saga de provocaciones fílmicas de Yimit nos propone una solución narrativa inesperada como catarsis tras el duelo: un reguetón debajo del mar. No hay compromisos con el supuesto buen gusto si se quiere crear desde la más absoluta libertad.
SIETE
El largo diálogo entre Javier y Roberto, dos maleantes de poca monta interpretados por Milton García y Mario Guerra, es el eje central de Flying Pigeon (Daniel Santoyo, 2019), un corto donde se mezclan las formas del thriller y el realismo sucio con una fábula sobre el cisma generacional.
Durante una madrugada de Nuevo Vedado, errantes en un desierto de «doceplantas», ambos ladrones enfrentan sus visiones sobre el acto de asaltar. Un torpe atraco, perpetrado por partes, oxigena y complejiza la discusión; actúa como catalizador del clímax moral.
Aunque pudiera relacionarse ingenuamente con Tarantino, el intercambio verbal recuerda más las disquisiciones filosóficas de un Linklater. Santoyo se entrega a un regodeo formal cuyos recursos remiten a la publicidad. Tal despliegue cinematográfico no siempre se integra de la manera más orgánica a las ambiciones temáticas del relato, estas últimas lastradas por cierto didactismo.
Sin embargo, las buenas actuaciones (aquí incluyo la de Manuel Romero, como la víctima del asalto, quien aporta una muy necesaria naturalidad), junto a la destreza técnica de la puesta en escena y la atinada selección de locaciones, nos entregan una obra distinta y disfrutable, que evidencia la llegada de un notable director.
Lea también
Lea también
OCHO
Las muertes de Arístides (2019) es una de esas piezas de frontera que solemos encontrar en el audiovisual cubano más reciente. Se podría definir, de manera expedita, como documental animado. Su director, Lázaro Lemus, quien además se encargó de la edición y la fotografía, emplea técnicas del 2D y de la fotoanimación. Lemus nos cuenta la historia de Arístides, un miembro de su familia que, en circunstancias no del todo claras (al menos para el espectador), murió mientras realizaba el Servicio Militar en 1991.
Sin embargo, el punto de vista adoptado por Lázaro abandona cualquier intento de objetividad documental. Asistimos a un sutil ejercicio evocativo, cuya ambigüedad potencia el misterio y favorece el impacto sensorial. Más que los detalles del hecho, la pesquisa se concentra en los efectos y resonancias de esa muerte en aquellos que la sobrevivieron. Es por eso que el realizador retrata a su familia y asume la voz del ausente en un voice-over epistolar.
Arístides no cesa de morir. Su descenso es un continuo replicado en otras vidas. Con este filme de atmósferas, Lázaro nos sumerge en un infierno particular, nos convida a acompañarlo al interior de su pesadilla.
NUEVE
Katherine T. Gavilán y Lisandra López Fabé, las directoras de Brouwer: El origen de la sombra (2019), escapan de los peligros más comunes del documental hagiográfico al uso, aunque no por eso evitan canonizar. La biografía de Leo Brouwer es un sobreentendido en este notable largometraje, donde se nos conduce a la intimidad del artista y no al acostumbrado tour de condecoraciones y éxitos.
La hermosa fotografía de Alejandro Alonso nos entrega un mundo táctil y misterioso, alienado del ruido mundanal, pero acosado por este. La sensación se completa con el brillante diseño sonoro de Velia Díaz de Villalvilla y la edición de Emmanuel Peña.
Brouwer, quien no resiste la tentación de «dirigir» el documental o al menos de establecer sus líneas generales, se muestra sin los afeites de la entrevista tradicional, sincero, rotundo y frágil hasta la médula. La «corrección política» no es una máscara que pueda aplicársele a los genios.
DIEZ
¿Qué es la nación? ¿Cuáles son sus límites? ¿En qué radica su concepto? ¿Es una construcción lingüística, geográfica? ¿Será necesario abolirla, refundarla? ¿Cómo nos situamos, desde el cine, para amagar una definición?
Home (2019) es el nuevo ensayo audiovisual de Alejandro Alonso, el autor de Duelo (2016) y El proyecto (2017). Quizás sea la pieza más radical estética y discursivamente de todas las presentadas en la 18va Muestra Joven. A través de material de archivo obtenido en Internet, sobre todo capturas de Google Maps, Alonso representa el espacio físico y el devenir histórico de un puñado de pueblos llamados Cuba en Estados Unidos de América: pseudopatrias virtuales que divergen y convergen, de manera insospechada, con nuestros modelos e ideales de nación.
Alejandro despliega un montaje frenético de múltiples asociaciones, donde la textura y manipulación del formato 16 mm intensifican aún más el extrañamiento. El diseño sonoro de Glenda Martínez es complemento perfecto del caos visual, su carácter asincrónico viene a puntuar la disonancia.
Para iniciar la búsqueda del hogar, Alonso propone dinamitar los dogmas, las más recias nociones patrióticas e identitarias. Hay que saber mirarse en este espejo roto, negro, invertido. Buscar allí nuevas versiones de Cuba, alternativas posibles, placer y fuga de la variación. Aspirar también a un cine distinto, alienado, que no se parezca. Ese podría ser el camino. Un nuevo comienzo.