En la introducción del libro Los niños de Dolores. Fidel Castro y su generación, de la revolución al exilio (Vintage, 2007), el escritor Patrick Symmes le pregunta al hijo mayor del distinguido intelectual santiaguero Luis Aguilar León, si su anciano padre, que para entonces sufría de Alzheimer, todavía comparaba a Fidel Castro con Hitler.
El hijo de "Lundy" Aguilar le respondió a Symmes que su viejo, ex compañero de Fidel Castro en el Colegio de Dolores cuando ambos eran chiquillos, había aprendido a considerar la cuestión castrista con sobriedad, y que, al borde de la tumba, parecía haber hecho las paces con la idea de que Fidel y Hitler no eran realmente comparables.
Al hijo de Luis Aguilar León le consolaba la idea de esa resignación diferida, y Symmes, el castrista condescendiente, le propinaba un par de palmaditas en el hombro en señal de beneplácito. ¡Oh, las hiperbólicas rencillas políticas, cuánto daño le habían ocasionado a los cubanos! La verdad era que Fidel nada tenía en común con Adolfo Hitler, y que una vez reconocido este hecho, todos quedábamos conformes: el padre, el hijo, el lector del libro y el espíritu burlón del escritorzuelo americano.
Cubiche al fin, nacido y criado en el ambiente revolucionario, testigo yo mismo del terror castrista a lo largo de seis décadas, entendí la pregunta de Patrick Symmes como relativización preventiva de alguna condena histórica. El autor de Los niños de Dolores procuraba normalizar a nuestro dictador, a nuestro atormentador, situándolo por debajo de lo irremediablemente maléfico.
Pero ¿tenía razón el yanqui de Connecticut? ¿Era cierto que después de Angola, Etiopía, Somalia y demás aventuras Africanas, del Mariel, Camarioca, La Cabaña, Isla de Pinos, la Crisis de Octubre, la Limpia del Escambray, las traiciones, las confiscaciones, los inventarios, las expulsiones y 47 años de caudillismo, Fidel Castro no podía ser comparado con Hitler?
Eché mano entonces de un libro olvidado, un tomo secreto que cuenta con escasísimas ediciones, pero que figura prominentemente en mi biblioteca: Is Tomorrow Hitler's? (¿Es de Hitler el porvenir?), de 1941. Su autor es Hubert Renfro Knickerbocker, autor tejano nacido en 1898 y muerto en 1949, a quien debemos importantes tratados sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial. H.R. Knickerbocker, conocido también como Knick el Rojo por su abundante cabellera bermeja, fue un sagaz observador y un reportero gonzo que consiguió colarse en varios de los eventos más fascinantes del siglo XX.
En 1923, Knick estuvo a pocos pasos de Hitler durante el Putsch de la Cervecería de Múnich, y en 1934, cuando el Führer visitó a Mussolini en Venecia para decidir la suerte de Austria, lo tuvo tan cerca que pudo olerlo. Dos veces lo entrevistó, y a Knickenbocker debemos descripciones formidables del dictador alemán. De Knick el Rojo son las observaciones sobre las características del Hitler y del nazismo que comparto a continuación.
A fin de zanjar la controversia sobre si Fidel y Hitler son comparables, en estos momentos en que los cubanos libres se aprestan a enfrentar al monstruo político que el filósofo francés Guy Debord llamó "atavismo técnicamente equipado", cedo la palabra al intelectual que mejor caló al Führer. Las dos citas que ofrezco son de ¿Es de Hitler el porvenir?, y me reservo mis propias reacciones, que probablemente coincidan con las de aquellos que lean esta columna hasta el final.
—1—
"Debe señalarse que, después de todo, hay una gran diferencia entre los tiranos de tiempos pasados y los de hoy. Es un hecho que los tiranos de hoy ejercen un mayor poder sobre la vida de sus vasallos que ninguno que podamos recordar en el pasado. Los historiadores deben buscar a un Ptolomeo, a un César o a un Mogol Kahn que ejerciera una disciplina tan completa sobre sus poblaciones, un control tan profundo sobre las vidas de sus súbditos como los déspotas de los estados totalitarios modernos.
"Pero todos los déspotas modernos creen necesario reportar a sus súbditos, hablar y explicarse, tomarlos en su supuesta confianza, no importa qué mendaces puedan ser sus razones. Encuentran conveniente, no importa cuánto desdeñen los principios de la democracia, fingir que los tratan como si fueran libres de actuar a su antojo. ¿Por qué otra razón Hitler aparece constantemente delante de su pueblo para hablarle? En las tiranías occidentales de la antigüedad y la Edad Media, en las monarquías europeas por derecho divino y en los despotismos orientales, los dictadores consideraban innecesario darle cuentas al pueblo.
"La conclusión es que la corta experiencia que el mundo ha tenido con la democracia, que aún no cumple doscientos años, ha dejado en el gobernante más soberbio un sentido de responsabilidad para con los gobernados, ¿o es simplemente miedo? Hitler desprecia a las masas, pero también las teme. Si Louis XIV hubiera tenido una fracción del talento oratorio de Hitler, o el rey Carlos de Inglaterra, o el zar Nicolás de Rusia, tal vez hubieran corrido una suerte muy distinta.
"En el prefacio de Mi lucha, Hitler indica la importancia decisiva que concede al arte del discurso político. Escribió: 'Sé que uno es capaz de ganar el favor de la gente con la palabra hablada mucho más que con la escrita, y cada gran movimiento social de este mundo debe su ascenso a los grandes oradores y no a los grandes escritores'. Entonces escribió un libro de mil páginas que ha sido distribuido a ocho millones de personas, y que es pura oratoria. Hitler dictó cada una de sus líneas. Se preguntarán qué clase de orador es Hitler. La respuesta es: lea Mi lucha".
—2—
"La economía nazi podrá continuar funcionando mientras dure la guerra. De ahí la compulsión hitleriana de continuar su lucha. La economía nazi es de escasez. No hay suficientes trabajadores, pues todos los cuerpos hábiles están en el ejército. Escasez de comida, vestido, combustible y manufactura. Todo el que no esté en el ejército tiene que trabajar muy duro, durante largas horas, para alimentar la colosal maquinaria de guerra y producir la mínima subsistencia para la población civil. Normalmente, la escasez debería disparar los precios, pero no en la economía nazi, donde el Terror hace que el control de precios realmente funcione. La Gestapo es mejor garante de la moneda que el oro.
"El funcionamiento de una economía totalitaria nos parece extraña a nosotros, solo porque continuamos pensando en los términos del homo economicus, el 'hombre económico' de Adam Smith, y porque todavía creemos que el hombre siempre actuará en libertad, de acuerdo con la ley de oferta y demanda. Pero el hombre bajo el nazismo no es libre, no actúa de acuerdo con la ley de oferta y demanda sino de acuerdo con la ley nazi. La coerción por el terror hace de él un tipo diferente de unidad económica, y nuestras leyes económicas no se aplican a él.
En nuestra sociedad burguesa, cuando la ley civil condena al hombre a pasar hambre, el apetito lo obligará a violar la ley. En el Estado totalitario los castigos del campo de concentración sojuzgan casi todos los impulsos de rebelión. Cualquier cosa puede usarse como dinero mientras la gente crea en ello, ya sea por inclinación natural o por coerción: conchas, vacas, cobre, papel, o el cañón de una pistola".