Un hombre preso decide no comer porque Cuba tiene que cambiar. Es su único modo de pedirlo, de denunciarlo, de intentar que el mundo se entere de toda la injusticia acumulada a lo largo de los años. Porque si algo funciona en esa dictadura es su eficaz maquinaria de propaganda, donde se han gastado millones que hubieran podido ayudar más al pueblo.
Un hombre no tiene más recursos que cerrar la boca, dejar que su estómago aúlle, que su garganta se cierre, que las fuerzas le abandonen lentamente, y no comer durante un día, dos, cuarenta días, hasta morir.
Ha sido en Camagüey, en una cárcel que tiene un nombre tan inocente que nadie adivinaría los horrores que suceden en su interior. Se llama Cerámica Roja, y el preso que decidió morir de hambre para que Cuba cambiara, y fuera un sitio realmente justo y feliz, se llama Yosvany Aróstegui Armenteros.
Pero el mundo no ha reaccionado. El mundo no lo sabía. A la mayoría de los hombres honrados de este mundo nada les dice el nombre de Yosvany Aróstegui Armenteros, ni la cárcel Cerámica Roja. No saben que en ese sitio atroz de Camagüey hubo un hombre que decidió morir por Cuba, porque esa Cuba donde vivía, no le gustaba. Y no le gustaba porque se hartó de las mentiras que un gobierno, que ha estado ahí por más de sesenta años, ha hecho más miserables a sus habitantes.
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La noticia de la muerte de Yosvany Aróstegui Armenteros casi no se ha difundido. Ha creado estupor en algunos, sorpresa en otros, y hasta los represores intentaron sepultarla con distracciones indecentes, como hackear la página del Movimiento San Isidro e intentar desprestigiar a sus miembros, aireando intimidades que ellos creen indecentes, sin darse cuenta, en su inmoralidad, que lo más indecente que se puede hacer en este mundo es ocultar que un buen hombre ha muerto de hambre en una cárcel, y que ha muerto por culpa de esa Cuba que ellos hacen más indecente cada día.
La abogada cubana Laritza Diversent, directora del Centro de Información Legal Cubalex, escribió: “Su muerte me recuerda los miles de personas que, en las cárceles cubanas, utilizan su cuerpo para protestar contra los injustos procesos penales. Me hace tener más presente a todos los activistas que como Silverio Portal son encerrados como castigo por ejercer sus derechos a expresar, criticar, protestar, reunirse y asociarse”.
Hasta su muerte, el opositor cubano fue miembro del Frente de Resistencia Orlando Zapata Tamayo, otro opositor encarcelado que también murió en huelga de hambre, defendiendo sus derechos y los de todos los prisioneros políticos, esos que Cuba niega ante el mundo, y que no tienen, como dice Laritza Diversent, otra arma para protestar y oponerse que no sea su propio cuerpo.
En 2016, el nombre de Yosvany Aróstegui Armenteros formaba parte de la lista de presos políticos que fuera difundida tras la visita a Cuba del expresidente estadounidense Barack Obama. “Un año antes, su esposa había denunciado que el jefe de la prisión conocida como Cerámica Roja, donde Aróstegui Armenteros cumplía condena, lo encerraba en celda de castigo y le hacía pasar frío además de negarle el tratamiento médico que requería por su condición de diabético”.
Debió ser horrible sentirse solo y abandonado. Debió ser insoportable el peso de ese mundo, repleto de represores, de carceleros abusadores, que tienen licencia para maltratar y matar, otorgada por un gobierno que ha engañado al mundo haciéndose pasar por el más justo y limpio sobre la faz de la tierra. Un gobierno que no garantiza juicios limpios y justos, y claridad en los procesos, con verdaderos abogados defensores, y no los mercenarios que obliga a hacer ese papel para guardar la forma.
Un gobierno donde pensar diferente te cuesta la cárcel y la vida, y en el que un hombre negro y humilde decide morir de hambre por su país, o por el país que ha querido, que no es el mismo que lo ha asesinado. Porque, no nos llamemos a engaño, Yosvany Aróstegui Armenteros no cometió suicidio. Fue el gobierno cubano quien lo mató, obligándolo a inmolarse para llamar la atención sobre las injusticias. Fue su grito de guerra, su llamada de atención a un mundo que pretende olvidarlo.
En los poemas heroicos, en los libros de historia, en nuestro himno nacional, se dice siempre que no hay nada más sagrado y grande que la patria, y que morir por ella es el acto supremo. Perucho Figueredo lo compuso en el Himno de Bayamo, aquel que llamó a la guerra de independencia contra el dominio español. Allí dice que “morir por la patria es vivir”.
A esta altura del universo eso es solo una metáfora. En Cuba, morir por la patria, es morir, así, sin tanto adorno, sin tambores de guerra. La guerra la hace la dictadura contra los hombres honrados que la combaten y la rechazan. No los quiere, no deja que sus palabras lleguen al pueblo.
Yosvany Aróstegui Armenteros ha muerto por Cuba, por la patria que él quería distinta y mejor para todos. Se sacrificó en nombre de todos en un país que ha construido más cárceles que hospitales. Murió en el hospital Amalia Simoni, de Camagüey, el pasado 7 de agosto de 2020, después de 40 días en huelga de hambre.
No olvidemos ese nombre y esa fecha.