La muerte anda distraída, torpe. Con tanta gente mala que hay en el mundo y ha venido a escoger a un gran poeta, cuando el Raúl que le tocaba llevarse al infierno era otro, ese que vive en Cuba cómodamente, rodeado de gente tan cobarde como él, después de haber disfrutado “las mieles del poder”, como decía su hermano.
Raúl Rivero fue una cercanía estremecedora en mis primeros pasos; cuando él andaba como periodista en la Unión Soviética y vi sus primeros poemas, aquellos latigazos dichos como al desgaire, como si el hombre común, parado en una esquina, comenzara a hablar a la gente del barrio de sus dolores, de su sed, de sus ansias.
Había algo distinto debajo de aquellas piedras que me conmovió y encandiló como ya había hecho, un poco antes, Heberto Padilla.
Y a través de Maiakovsky, Evtuchenko, Padilla y Raúl Rivero, supe que podía haber una voz menos lánguida detrás de la poesía y que el poeta podía trazar límites ante el poder y ante los miedos humanos, y ser, de alguna manera, no el romántico que enamorara tiernas vírgenes, sino el ser que abriera ciertos caminos de la decencia y de la luz.
Lo conocí entonces y me deslumbró su capacidad de hacer amigos y enemigos con la misma gracia, con la misma simpatía. Ese humor corrosivo, como de niño grande, me hizo disfrutar de sus aventuras, públicas o secretas, loables o condenables, porque llevaban el sello del talento, y a un poeta se le perdona todo, menos la muerte.
Durante años repetí de memoria, como si fuera un rezo o un delirio, los versos de aquel poema “Donde clamo por Ángela”, de su primer libro, premio David, que casi quedó destrozado por el uso, un buen día entre mis dedos. Era un canto al amor, un canto distinto, un reclamo imperante que no tenía la miel del filin pero que era también, muy al fondo, un grito desgarrado y dulce:
Ángela, me dabas fiebre
me moría recorriendo tu cuerpo lleno de sobresaltos
y palabras inimaginables a tus catorce años.
El poeta seguía argumentando las razones humanas para que Ángela regresara. Pero el cierre era como un aullido, de esos tremendos, que uno escucha al pasar cerca de cualquier posada de La Habana de aquel entonces. Ese final me sacudió, y aún me sacude:
No dejes que te acabe
regresa
vuelve a vivir conmigo,
Ángela, amor, hija de la gran puta,
vuelve a darme tu fiebre.
Coincidimos mil veces cuando todavía creíamos que “llevar la cultura al pueblo” servía para algo más que para viajar a provincias, comer y beber con los amigos. Fue una época cargada de eventos que organizaba el Ministerio de Cultura, y pudimos compartir lo mismo en su natal Morón, en Manzanillo, o en el hotel Pasacaballos en Cienfuegos.
La última vez lo vi en Miami en el velorio de nuestro amigo el actor Orlando Casín “Gualterio”, socio de correrías y anécdotas. Lo vi distinto, cambiado, como si le molestara ya mucho este mundo, como si nada le importara.
Esta mañana la noticia de su partida me paró en seco, y fue un corrientazo de los que dejan huellas. No importa que no apareciera ya en público, que no habláramos. Saber que estaba ahí, y que recibiera el cariño de sus hijas y de su mujer eran motivos suficientes. Cuando un poeta se va es como si se apagara la luz de una habitación, como si cayeran la sombra y el techo al mismo tiempo encima de los vivos.
Quiero dedicarle, en este adiós, un poema que hice en la marcha de otro amigo poeta, mucho más joven, Alberto Rodríguez Tosca, pero donde incluyo desde hoy a Raúl Rivero, por todo lo que nos dejó, en la poesía y en el civismo.
LUCES
cada día
el poeta tiene que morir
sea de luz o de estruendos
de un fogonazo en el horizonte
o de estampida de caballos
el poeta tiene que caer
en ese pozo de dolor
como hormigas saliendo
espantadas
de una pared rota
el poeta tiene que perder
su dentadura y sus adornos
su rencor
sus pulmones
para que otro respire
sus orgasmos que no aparecen
en almanaques con modelos
cada día cada hora
el poeta tiene que morir
fulminado
en el aire
trepando sobre
el alto moño de la noche
sobre el filo de la mañana
de pie
sonriendo
como si todo fuera
algo normal
cada día cada año cada hora
los poetas desaparecen
por un instante
dejan una pupila
en el aire
un sabor amarguísimo
en la mejilla de los que aman
un olor a pólvora infinita
un sonido que se va haciendo
insoportable
hasta que
como es ya costumbre
amanece de nuevo
y las sombras se pierden como un charco
cuando el sol se llena de orgullo y de luz.
Ramón Fernández-Larrea, en Miami Beach, un sábado tristísimo de noviembre, en el año 2021.