El viejo y el mal
Todos se preguntan por qué, si Cuba es una isla rodeada de mar, sus habitantes no comen pescado. He aquí la verdadera historia
Actualizado: Wed, 01/25/2023 - 15:34
Todos se preguntan por qué, si Cuba es una isla rodeada de mar, sus habitantes no comen pescado. He aquí la verdadera historia.
Fidel llegó a la orilla, sintió la arena en sus pies, a pesar de que hacía meses que no se los lavaba, y con la vista fija en el enemigo, que era el horizonte, dijo: Tengo que como tengo la tierra tengo el mar, /no country,/ no jailáif,/ no tenis y no yacht,/ sino de playa en playa y ola en ola,/ gigante azul abierto democrático: en fin, el mar.
Después, tocando la espuma del agüita para ver si era revolucionaria, musitó tras sus intrincadas barbas: “Me gustan los peces”. Y todos los habitantes del gigante azul abierto y democrático se alborotaron y huyeron lo más lejos y hondo que pudieron, porque algunos entendieron que en verdad había dicho: “Me gusta el pescao”, y otros, más suspicaces, se olieron que con aquel personaje el mar seguiría siendo más o menos gigante y azul, pero cada día iba a ser menos abierto y nada democrático. Entonces sintieron que sus vidas corrían peligro y estaba a punto de acabarse la libertad con la que nadaban, sin controles ni consignas.
Aquel muchachón que olía a pescado perdía clases en la Universidad de La Habana con tal de merendarse una rueda de cherna o de serrucho, cosa que le iba a servir más tarde para aplicar en el país: el fósforo que le daban los peces, para incendiar la isla, y el serrucho, para no dejar títere con cabeza a su alrededor.
Luego organizó el asalto a un cuartel militar en Santiago de Cuba, una de las ciudades que más conocía porque vivió en ella de niño. Hubiera sido mejor que asaltara una pescadería, donde el riesgo era menor y el único peligro es llevarse pescado ciguato. Pero él quería todo a lo grande y la madrugada del asalto, en el auto que lo llevaba al Moncada, sintió olor a pescado en el profundo mar de la bahía y se perdió mientras los disparos se desvanecían allá a lo lejos y le quitaban las escamas a la mayoría de los que él había embarcado en aquella pesquería.
Así y todo, fue apresado, y le celebraron juicio, lo que le dio la posibilidad de ejercer por primera y única vez su carrera de abogado. Y lo hizo mal, porque lo condenaron, tal vez porque él mismo lo pidió, pensando que la historia lo iba a absolver. Y ha sido de las pocas veces que en Cuba condenan a alguien por perderse y no llegar a su destino.
Y fue a la cruda y cruel prisión, para sufrir como el conde de Montecristo y fumar Montecristos. Y sufrió dura mazmorra, tanto que un periodista un poco tracatán y hala leva la calificó como “prisión fecunda”, porque allí, el que iba a convertirse más tarde en Delirante en Jefe y a agotar las especies marinas en la plataforma insular, se dedicó a perfeccionar sus artes culinarias, que no por ser una cárcel hay que pensar que lo culinario es el final de la espalda, sino la cocina. Poca gente ha cumplido condena cocinando. Ni siquiera los malos cocineros condenados por matar a sus comensales con lo que cocinaron.
De allí al exilio, a probar los pescados mexicanos, las enchiladas y algunas variantes del ceviche. Y le dio por regresar a desembarcar en la isla en un yate, con lo cual los pejes, crustáceos, algas y plancton pudieron ir adivinando lo que les iba a caer encima si aquel ser llegaba a triunfar. La única especie que se frotó las manos porque intuyó que se iba a pasear por campos y ciudades fue el pez gato o claria.
El resto de la historia es conocida. El barbudo al que le gustaba el pescado se trepó en la loma más alta, donde lo más parecido a los peces eran los guajacones de arroyo, pero insistió y persistió y ganó la guerra y bajó de allí y, a medida que emprendía su marcha triunfal, comenzaba el despelote, y cientos de miles de cubanos corrieron a los aeropuertos entendiendo que si querían seguir incluyendo en su dieta el filete de pargo o una merluza a la plancha se verían obligados a acercarse a alguna fonda de Madrid o de Hialeah.
Y cosa curiosa, el Delirante en Jefe, que era como un Dios Midas, pero al revés, con un oculto complejo de Neptuno (más bien de Prado y Neptuno, donde había una chiquita) durante algunos años dejó tranquilos los mares, aunque entre vacas y cañas les pasó la mano a las presas y represas, que no eran solamente presas políticas, sino embalses con agua que más tarde se convirtieron en embarques sin agua, y donde solamente proliferaban ciertas tilapias que salvaron la vida de alguna gente en aquellos momentos de hambruna que él llamó período especial, y el pueblo nombró a comer esos pescados “tilapia intensiva”.
Fue un plan secreto del barbudo. Nunca prometió multiplicar panes y peces porque se olía que no le iban a creer. De hecho, cada vez que se olía se desmayaba y recordaba el mar y las pescaderías que algún país amigo regaló, donó o vendió y eran azules y de una complexión bastante cobardita, pero donde se podían encontrar, aún en los años ochenta del siglo XX, ciertos productos del mar. Y cuando los rusos pusieron condiciones para dar ayuda, él les cantó, con voz melodiosa y meneos de cabaret: “Si me pides el pescao, te lo doy”. Y hubo barcos y hasta una flota de pesca con revista en colores y todo.
Después, silencio. Como si Cuba hubiera caído en lo más profundo del océano sin sentir el chapoteo. Las langostas prefirieron irse a vivir a Italia y a Canadá, exportándose solas. Los camarones pasaron a atender la industria turística y, cuando se durmieron definitivamente, se los llevó una corriente que parecía vulgar y corriente. Y uno podía aventurarse en cualquier playa mar afuera sin peligro. En lugar de ser atacado por un tiburón lo atacaba un guardafronteras. Y así, aquel islote, isla aislada y un poco islamista, con mares bastante adyacentes, dejó de consumir la fauna marina. Y se hizo el milagro: “Los cubanos consumen el 18% del promedio mundial”.
Es más fácil comerte un atún en Bolivia que una sardinita en La Habana. El "caballo" desapareció la caballa, y tras ella se fueron hasta los caballitos del tiovivo. Cero bacalao con pan y sin pan. Con presencias esporádicas y contadas, cuando al Delirante le daba por la pesca submarina y su tropa de guardaespaldas, escoltas y tropas especiales del Minint recolectaban ejemplares más allá de Jamaica y se los echaban cerca a él, para que los penetrara con su arpón de arpía. Y aquellos peces, prisioneros políticos, coaccionados y torturados, mostraban una alegría inusual cuando el líder los atravesaba, porque salían de una vez de su miseria.
Y al cubano le faltó el fósforo año tras año. Y desaparecieron camas y escamas. Y para visitar el acuario nacional te investigaban tan profundamente como si fueras a ser militante del partido. Y él murió al fin, gracias a Dios, a quien a veces le sale algo bien. Y lo pusieron en un pedrusco casi marino allá en Santiago, a ver si algún día lo lanzan a la fosa de Bartlett y encuentra de nuevo peces o el camino al Moncada.