El berro de Manuel Ascunce Domenech
Al final, la juventud actual –que era “la arcilla fundamental de nuestra obra”–, se hizo fanguito y lo único que sabe decir y más o menos escribir correctamente es “Hialeah”
Actualizado: April 10, 2023 1:25pm
El joven alfabetizador Manuel Ascunce, en el más allá, o en la gloria, o en el altar de los mártires de la patria, está insultado, colérico, furioso, rabioso, arrebatado. Mira la Cuba de hoy y lo saca de quicio ver que su sacrificio fue en vano.
Es ofensivo, denigrante y doloroso que a uno lo maten por alfabetizar a un pueblo que años más tarde vuelve a ser analfabeto. Es hasta poco ético, y lleva casi a lo etílico, por aquello de tratar de olvidar. Es además poquísimamente revolucionario, aunque en Cuba casi todo es poquísimamente revolucionario, porque en un mundo medieval lo que no complace al rey es caquita, y no cumple con las expectativas, que ya nadie recuerda cuáles son.
Era muy joven Manuel, pero a pesar de eso se entusiasmó con los barbudos que bajaron diciendo que había acabado la dictadura, y el pueblo se alegró, y también Manuel, aunque a algunos no les cayó muy bien la noticia o se olieron lo que venía después, porque el barbudo que no paraba de hablar nacionalizó las escuelas, los maestros, las gomas de borrar, el sistema educativo, los hospitales, los médicos, las jeringuillas, los supositorios y los termómetros hasta que desaparecieron todos. Pero antes se dijo aquello tan bonito de “No le decimos al pueblo cree, sino lee”.
Entonces fue muy difícil saber qué leer para creer, o en qué creer para encontrar qué leer, porque a partir de entonces nacionalizó la prensa, las editoriales y hasta las paredes de los baños públicos, donde antes la gente ponía cochinadas con libre albedrío y ahora era de obligado cumplimiento escribir consignas revolucionarias. Fue el inicio de la publicación de materiales para leer con el objetivo de que el pueblo creyera. Así que todo lo que se escribía y leía era lo que dictaminaba el gobierno y no se publicaban autores que pusieran en peligro que el pueblo creyera para que no empezara a desconfiar de aquel barbudo hablantín.
Y para que no hubiera dudas, cada vez que él metía un discurso de aquellos de largo kilometraje, de seis o siete horas, al día siguiente el contenido aparecía en diarios, revistas, folletines, cuadernos, sellos de correo, separatas, almanaques, entradas de cine, reverso de cartas y en cuanta pared se podía aprovechar para que el pueblo leyera y creyera. Pero había su remolón y su ignorante, y entonces fue necesario mandar gente a los campos a enseñar a leer y a escribir a aquellos guajiros jíbaros que no sabían. O que no necesitaban saber cómo se escribía la palabra malanga, palmiche o forraje.
Terminada la campaña de alfabetización, porque era solamente una campaña y las campañas son breves, pequeñas como una casa de campaña, el Delirante en Jefe hizo que los campesinos le escribieran una carta agradeciendo que los hubieran enseñado a leer y escribir. Algunos lo sabían hacer desde niños y a otros no les iba a hacer falta. Y a la gran mayoría los ilusionó, porque no hay sueño tan completo como escribirle al jefe, al responsable, al que tiene el poder, sobre todo cuando ves que los que están a su alrededor, y que se supone son sus seres más queridos, caen como moscas y no por propia voluntad.
También aquellos guajiros pensaron que cada vez que tuvieran un problema garabatearían una queja a las autoridades, por ejemplo, que el idiota de la ANAP, que jamás había sembrado un cantero o una maceta, les impusiera que había que sembrar remolachas cuando siempre habían cultivado frijoles o papas, que era lo que se daba en esa estación, o que Acopio no les pagara la cosecha. Y lo hacían inútilmente. O se limpiaban con las cartas o las autoridades no habían aprendido a leer.
Y luego al Delirante en Jefe le dio por construir prisiones de cemento que él llamaba Escuelas Secundarias en el Campo, Esbec, por su sigla, para que en el almacenamiento los jóvenes se transmitieran mejor las faltas de ortografía y el analfabetismo se repartiera entre todos, preocupados por otras cosas vitales como:
- Jugarle cabeza al trabajo en el campo.
- Tener sexo en la cátedra de Matemáticas con los profesores de la asignatura, los de Historia y el de Geografía.
- Intentar no desayunar la leche que siempre se le quemaba a Oriente, el cocinero. (Todos los cocineros de Esbec se llamaban Oriente).
- Que la semana pasara rápido para salir de pase.
Pero todo eso sucedió después de que a Manuel lo asesinaran. Una vida joven truncada porque él no quiso abandonar a aquellos campesinos a los que enseñaba. Y no lo lamenta tanto porque era una tarea hermosa, algo hecho de corazón, aunque si el barbudo, que poco tiempo después se convertiría en el Delirante en Jefe, deseaba enseñar a leer y a escribir a todo el pueblo de la isla bien podía haber ido él mismo, casa por casa, bohío por bohío, bajareque por bajareque, cuartería por cuartería, con el manual y un farol chino, a dedicar tiempo a decirle a la gente cómo se agarraba el lápiz y la manera en que había que poner la mano y los dedos para escribir, con esfuerzo: “Gracias Fidel”.
Porque había que ver lo que le gustaba a aquel compañero que gracias a sus empuja-empuja habilidosos se apropió de la isla, ver que otros iban a fajarse por él, a hacer cosas por él y a morir en su nombre. Se volvía loquito cada vez que pasaba y metía otra tabarra enardecida y mandaba a hacerle un monumento a la víctima y cada año lo recordaba, lo mismo in situ que en la prensa, que, como ya dije, era completamente suya, porque había que leer para creer. En él.
Y Manuel lamenta ahora todas las fiestas de quince que se perdió, tantas novias que no tuvo, los amigos que no pudo conocer y los días de playa que le quitaron cuando ve a los cubanos escribir cosas como esta, a propósito de aquel argentino que pasó por Cuba: “Jamás se te cae rías el tabaco ni los pantalone bien puestos q llevaba gran guerrilleros”. O esta: “Ernos avanzados con pasos jigantesco” y hasta “La rebolusion es inbensible”. Y también: “Tengo dorare americano a 160 con omisidio”. Todo sin hache y sin acentos por culpa del bloqueo.
Se pone rojo allá en la eternidad cuando lee eso que llaman “prensa” en Cuba. Arde de rabia al ver los disparates que dice la gente en la calle, en la radio y hasta en la televisión. Le sale humo por las orejas al leer las citaciones que hace la seguridad del estado a la gente que piensa diferente, para asustarla. Se le erizan todos los pelos cuando se da cuenta de que la mayoría de la gente se comunica repitiendo consignas, las viejas consignas, las de siempre. Y no veas cómo se le aceleran corazón y cerebro si escucha hablar a los policías actuales. Hasta llora pensando lo inútil que fue dejar su querido Luyanó para irse al Escambray.
Al final, la juventud actual –que era “la arcilla fundamental de nuestra obra”, al decir de ese mismo argentino que fue a pelear para que Bolivia tuviera una playa decente–, se hizo fanguito y no ha servido ni para hacer un porrón de agua, y lo único que sabe decir y más o menos escribir correctamente es “Hialeah”.