Hay demasiados motivos que cuestionarse en estos días. Demasiados síntomas que advierten la inminencia de una caída, de un colapso que, para muchos, ya no era posible en un país cuya política parecía alinearse a la ruta de la apertura. Lo cierto es que ahora nos venimos abajo silenciosamente, de una forma que apenas puede disimularse ya.
Miro a la gente tan metida en sus propios problemas, tan ocupada en resolverse la vida, o lo que es para nosotros, básicamente, esto último, y supongo que casi nadie tiene tiempo de detenerse y pensar: esto se jode y es inevitable.
Me pesa teclear toda esa miseria, la agonía de un país resignado a sobrevivir con tan poco. Me funde hacerlo. Pero ser indiferente me funde más.
¿Qué cosa es prudente ahora mismo?
Supongo que si esta Isla terminara hundiéndose, yo también me hundiría con ella. No soy first class. No tengo pasaporte. Mi expectativa es la de un hombre que se aferra a la fe de flotar, de encontrar cualquier asidero desde el cual resistir. Pero resistir desde dentro, con todo el riesgo que ello implica.
El supuesto deshielo que comenzó años atrás dejó intactos algunos icebergs. Imagino que, de imprevisto, impactamos con uno tras el descuido del capitán, y ahora vivimos a la espera de lo inminente: el hundimiento. Y no hay, después de todo, tantos botes aquí. Los años 90 advirtieron esa precariedad.
Con la entrada de Miguel Díaz-Canel al poder político culminó una época en Cuba: “la era Castro”. Todo lo que se especuló, las hipótesis conspirativas que circularon como un rumor poderoso y, hasta cierto punto, “creíble”, sobre la posibilidad de que Díaz-Canel fuera apenas un comodín, la distracción para ocultar al verdadero sucesor, terminó cayendo en el vacío. Esta vez, el gobierno no disimulaba sus intenciones, y el entonces Vicepresidente demostraba tener condiciones para asumir el mando cuanto antes.
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No ha sido feliz, sin embargo, su corta estancia en la presidencia. No bien comenzaba a acomodarse, a plantearse con cierto carisma su irrupción entre la gente y los disímiles problemas de esta Isla, y las catástrofes comenzaron a sucederse una tras otra. Como si su mandato estuviera extrañamente ligado al absurdo, a situaciones inauditas.
Un avión de pasajeros se estrella, a minutos de haber despegado, en Santiago de Las Vegas. Un tornado improbable, surreal, arrasa con parte de La Habana. Un meteorito se precipita en un sitio apartado de Pinar del Río.
Esos titulares resumen el primer año de su gestión. Y omito aquí la inmensa ola corrupta, que quedó al descubierto tras un work in progress estatal que todavía no ve su fin. Tanto, en tan poco tiempo. Díaz-Canel heredó un país en ruina, una carga pesada que es la nefasta consecuencia de sus antecesores.
Ahora, entre eufemismos y sutilezas se rumora la llegada de un Nuevo Período Especial, que vendría a ser el factor final, la bomba de relojería de un proyecto social en plena crisis. ¿Qué garantías nos quedan? ¿A qué fe podríamos encomendarnos? ¿Cuánto más durará esta cruda pesadilla?
Banda sonora para un final más dramático que épico. Frank Fernández, José María Vitier, Silvio, la difunta Sara, Edesio Alejandro, Raúl Torres, Eduardo Sosa y todo el que le ha puesto fondo a esta tragedia de sesenta años. El naufragio más distendido del que se tenga noticias.