Cuba es un país paralizado, decimos al ver que solo en el centro de la ciudad y otras zonas turísticas, se emprenden obras de construcción y la escenografía muta, incluso con violencia. Es un país desfasado en el tiempo, a pesar de la tardía inserción a internet con la telefonía móvil y un servicio carísimo. A pesar de esa comunidad virtual que ha creado en las redes una sociedad paralela, mucho más plural y objetiva.
Es un país estancado, comenta la gente mirando los mercados desabastecidos en lo que la oficialidad define como “nueva crisis”, pero parece el rebrote de una enfermedad congénita e incurable.
Sin embargo, hay un movimiento que nos golpea continuamente, y es el de los proyectos deshechos, los grupos disueltos, los sueños rotos.
Eso pensaba mientras recorría con una amiga la Habana Vieja y nos detuvimos frente al Palacio del Segundo Cabo, impresionante construcción que una vez fue la sede de la Torre de Letras, lecturas que coordinaba Reina María Rodríguez, escritora exiliada en Miami como la mitad de nuestros amigos o familiares, en esa “desbandada” imparable que muestra cómo sí somos una sociedad que se mueve.
Siguiendo esta misma calle, hasta la avenida del Puerto se llega al barrio de San Isidro y a esa casa en Damas 955, donde en 2018, los jóvenes Yanelys Nuñez y Luis Manuel Otero Alcántara, gestaron la Bienal 00 de la Habana y con ella la utopía de pasar a ser, no una comunidad artística alternativa, sino “independiente”. Una palabra que provoca insólitas crispaciones.
En esa misma vivienda destartalada se concibió y presentó el manifiesto de San Isidro, como respuesta al decreto 349, que penalizaba toda creación y gestión cultural libre. En esa calle de Damas, los vecinos, sin saber nada del arte vanguardista ni de intrincados conceptos estéticos, defendieron de la represión policial a los artistas que solo intentaban hacer un concierto-protesta contra el 349.
Ellos ignoraban que dos años después, ese pedazo de calle estaría en perenne estado de sitio. Por un grupo de jóvenes acuartelados que, con huelgas de hambre y poesía, exigían la libertad de un rapero procesado arbitrariamente y despertaron a la comunidad cubana en el exilio. Pero cada reclamo, por justo que sea, solo choca contra un muro donde salpican versos, lágrimas, gritos.
La única respuesta visible es la burla y difamación en los medios oficiales, y la consolidación del muro, cada día más compacto en la negación y en la crueldad extrema. Hoy me asombro de que intentamos negociar de igual a igual nuestra autonomía legal en un sistema que jamás admite el disenso, y solo esconde su lado más siniestro.
O al menos eso nos esforzábamos en creer. Pero sólo por el eterno egoísmo de cada generación, de cada grupo, porque sabíamos que hubo una Primavera Negra, un Quinquenio Gris, unas UMPAP, pero de alguna manera, la fragmentación en que vivimos, o la renovación del maquillaje, hacen que la esperanza de la libertad sobreviva a pesar de las visibles señales del desastre.
En Alamar, la ciudad donde vivo hace 40 años, la enorme Casa de la Cultura ha sido reparada y pintada. Antes había hileras de persianas enmohecidas por la humedad y corroídas por el comején, ahora tiene ventanas de cristal y aluminio que la dotan de la impersonalidad de los hospitales. Y como un hospital alberga la memoria de muchos muertos: los proyectos El Quijote, Arte Nativa, Omnizonafranca y el festival Poesía sin fin, censurado en su momento de máximo esplendor y expulsados sus gestores en un aparatoso operativo.
Cuadras más abajo, rumbo al mar (el elemento más vivo e indomable), el anfiteatro, también pintado de blanco de hospital (o cementerio), es el epitafio al que fue un vibrante festival de Rap, que llegó a atraer a estrellas internacionales como Danny Glover y Harry Belafonte.
La efervescencia del arte y la alegría es perseverantemente aniquilada por un silencio cargado y denso. El silencio que sobrevive a las guerras y a las catástrofes.
Hace meses que intento volver a escribir, y hoy me doy cuenta de que tengo que hacerlo apretándome el pecho y saltando los cuerpos tendidos en el césped, en el piso, o flotando sobre el agua.
Pero puedo, claro que puedo. Peor me sentí aquel día en que leí un poema de una escritora joven, Katherine Bísquet, sobre una amiga suya, Karla Pérez, forzada por prejuicios políticos a terminar su carrera de periodismo en Costa Rica, y luego impedida de entrar a esta isla, su país por derecho de nacimiento. Impedida de abrazar a su familia que la esperaba. Condenada al destierro con 22 años.
Yo leía aquel post desgarrador en FB, y a pesar de haber escrito por décadas sobre esta lacerante sensación de ser continuo testigo del naufragio, sobre lo que implica la dispersión de todo lo que una vez creí carnal y visceral, pensaba que esa no debía ser la experiencia de una persona tan joven.
No, la juventud es para construir, como hicimos nosotros, (la generación que alcanzó la mayoría de edad en los 80 o en los 90), y erigimos mundos de rebeldía y justicia sin saber que los hacíamos en el aire.
Qué puede edificar alguien que a sus 20 años respire destrucción, me preguntaba, y me pregunto, mirando a mi hijo, que siempre afirmó no querer emigrar y a los 24 ya no ve mejor opción que el exilio.
Somos una sociedad en movimiento, quién lo duda. Los cubanos vivimos con el vaivén de las olas alrededor de nuestros pies, y hemos naturalizado la experiencia brutal de la impermanencia convirtiéndonos en personas muy bien preparadas para la peor prueba de la existencia: la pérdida.
No importa si no hemos emigrado. Cuando has visto tanta destrucción y ya no te convence el maquillaje, solo te queda el inxilio más profundo y jugar a sobrevivir saltando cuidadosamente los cadáveres.