La isla de los fantasmas que no se van

Tal parece que en Cuba los muertos son los únicos que no pudieran descansar en paz o gestionar su permiso de salida, porque la dictadura ha rentado sus espíritus para sacarlos a la calle cada vez que los baches del futuro se hacen más anchos y más hondos
La isla de los fantasmas que no se van
 

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En Cuba los muertos no se van a ninguna parte. Deben ser los únicos, y sospecho que, a la fuerza, porque el régimen los ha secuestrado de alguna manera.

Los primeros, los que han sido utilizados por cuanto sinvergüenza ha aspirado o detentado el poder político en la isla, han sido siempre Carlos Manuel de Céspedes “El Padre de la Patria”, Ignacio Agramonte “El Mayor”, “El Titán de Bronce” Antonio Maceo y “El Apóstol” José Martí. Esos se han mantenido casi en cuerpo y un poco en alma, traídos y llevados, citados y mal citados, muertos nuestros, de pie en el tejado de la gloria, con los que el resto de los cubanos nos hemos dado un baño de valor y patriotismo.

Luego fueron cadáveres extraños: Karl Marx, Federico Engels, Vladimir Ilich Lenin, al que una tarde, en la penumbra de un cine de pueblo, en Güines, una voz bautizó como “el viejito que inventó el hambre”. Y Marx, ese alemán cervecero y familiarmente irresponsable, hasta disfrutó el carnaval de La Habana en un poema de Mario Benedetti, en el erotismo nocturno de unos versos que decían que “hay mulatas en todos los puntos cardinales” y el poeta comparaba la alegría revolucionaria cubana con una imagen que siempre me pareció grotesca: “Como si Marx bailara el mozambique”.

Esos fantasmas pasaron a segundo plano tras “el desmerengamiento de la Unión Soviética”, que demostró que el socialismo era, al fin y al cabo, el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo, dejando más espacio para los que corrieron la peor de las suertes en la mañana de la Santa Ana en aquel asalto al cuartel Moncada, donde el jefe y organizador, extraviado en la ciudad que más conocía en la vida, jamás llegó a tiempo al combate. Pero en el malabarismo de su palabra incansable supo revivir a otro muerto glorioso, poeta también, Rubén Martínez Villena, autor de una metáfora enardecida donde pedía “una carga para matar bribones”, cuando dijo alardeando que: “Rubén, el 26 fue la carga que tú pedías”.

Y a Martí y a Maceo, casi dioses del olimpo insular se fueron sumando, por conveniencia, los nombres de Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara “el Ché”, ambos bajo la sospecha de haber sido abandonados o, en el peor de los casos, traicionados, por el Comandante en Jefe, que no paraba de hablar, porque era la mejor o la única manera de seguir mareando al pueblo.

Lo curioso es que, durante mucho tiempo, cuando Cuba fue un estado tan ateo como las palmas, y tan materialista como el materialismo histórico y dialéctico permitían, ya que Afanasiev y Nikitín, con sus manuales marcaban el serio ritmo de la conga marxista, creer en los espíritus era cuando menos, tabú. La materia se crea y no se destruye, se transforma, aunque parecía por momentos que algunas materias no se creaban ni se destruían, sino que se trasladaban en el imaginario popular cuando el gobierno lo necesitaba.

Pero a pesar de todo eso los mártires del proceso seguían vivos. Eran eternos como los santos, aunque no tan inocentes. Y se tenía cuidado hablar de ellos corporizándolos, porque qué iban a pensar de nosotros los camaradas soviéticos que podían vernos tan primitivos que les diera por cortar las subvenciones. Hasta que ni ellos mismos pudieron subvencionarse, y el Sagrado Corazón de Jesús, el San Lázaro clandestino y el Elegguá escondido se acercaron, sin complejo, a las salas de cada casa, y empezó el indetenible torrente de muertos que seguían acompañando al pueblo, guiándolo, arrimando el hombro para que el cubano no se sintiera tan solo tras haber hablado durante tanto tiempo en ruso, en checo, en alemán, en húngaro y en rumano.

Ya estaba desbrozado el camino para que Celia Sánchez fuera eterna y el delirante mayor flotara sobre el cielo de la isla, a pesar de haberse refugiado en una fea piedra de dimensiones irritantes. Ya podía seguir hablando, él que nunca cerró la boca durante más de medio siglo, y ahí continuaba con sus “enseñanzas”, cuando lo único que realmente había demostrado es cómo destrozar un país y atrasarlo cien años.

Hoy le ha tocado a Eusebio Leal morirse para seguir presente, “entre nosotros”, como han dicho en un duelo tardío y un poco hipócrita, después de que la mafia militar le robara sus logros y lo envejeciera de repente por el dolor de ver una ciudad que se iba al traste sin remedio.

Sólo falta que la dictadura ordene, estipule, oriente, como mismo han hecho al decir que “Fidel somos todos” o que “Fidel sigue aquí”, que todo el pueblo de Cuba sea Eusebio, aunque lo haga por breves segundos.

Tal parece que en Cuba los muertos son los únicos que no pudieran descansar en paz o gestionar su permiso de salida, porque la dictadura ha rentado sus espíritus para sacarlos a la calle cada vez que los baches del futuro se hacen más anchos y más hondos.

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

 

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