Imagen de Portada: Ilustración de Armando Tejuca.
Los cubanos no sabemos el pasado que nos espera.
De tanto disfrazarlo, camuflarlo, borrarlo de un plumazo y acomodarlo, nadie sabe qué pasado le tocará. Todo es mejor que ese futuro que han prometido tantas veces sin contar con él, que nunca llega. Pero el pasado, comparado con el presente de la isla, suena mucho mejor.
Menos mal que desde el principio a alguien se le ocurrió poner nombres a los años, y así sabremos que aquella vez que se perdieron la leche, los cigarros, los huevos y los fósforos fue el “Año del Esfuerzo Decisivo”, que los saboteadores de siempre rebautizaron como “Año del esfuerzo de si vivo” y que parece repetirse desde entonces cada 365 días.
El problema mayor vendrá cuando la gente comience a intercambiar su visión de la historia de Cuba y alguien pregunte por qué José Martí tuvo que cumplir condena en un presidio tan duro, picando piedras, por ser el autor intelectual del asalto a un cuartel y los que realmente entraron disparando la tuvieron tan fácil, y pasaron aquel año y piquito cocinando y leyendo en Isla de Pinos, fumando, tomando café y alardeando de buena vida en sus cartas a la familia. Verdad que el principal no había disparado porque se perdió y no llegó, pero como camaján mayor le tocaba por lo menos abrir huecos en las paredes y dar un poco de pico y pala, o tenderles diariamente la cama a sus compañeros de “sufrimiento”.
Si alguna vez aparece en Cuba algo parecido al futuro, el tan mentado “día de mañana”, o algo que parezca que no es hoy, la vamos a pasar muy mal. Todos. Pero quienes van a tener realmente una confusión padre y muy señor mío serán los que nacieron a partir de 1959, en que comenzaron a sembrar las mentiras diarias en canteros, patios, balcones, maceteros y laticas de leche condensada, antes de que la leche condensada se condensara tanto que se esfumara para siempre.
Dicen que la historia la escriben los vencedores, pero los de Cuba no solamente la escribieron, sino que día a día borraron la otra, la verdadera, la poco heroica, la historia común que nos hace hombres normales y no centauros, unicornios, guerreros invencibles, héroes que parecen dormir con el machete en la mano para cortar, en finas rebanadas, a cuanto fantasma se atreva a entrar (y quedarse) en esa isla que está a la deriva desde siempre.
Han cambiado tantas paredes de nuestro acontecer, abierto tantas ventanas falsas y levantado techos imaginarios para complacer al caudillo, que los niños piensan que fue Fidel y no Cristóbal Colón quien descubrió a la isla de Cuba y de paso, a la América toda. O que Colón quiso robarse el descubrimiento porque trabajaba para la CIA.
Tanto podaron, tanto inventaron, tanto sustituyeron para apuntalar un sistema y un poder aparentemente nuevo, que no quedó una base sólida para la nueva escenografía. La hipnosis colectiva no dejaba al pueblo darse cuenta de que las denostadas dictaduras anteriores, la del vil Gerardo Machado y la del sangriento Fulgencio Batista, habían construido el país, o buena parte del país. Y sus obras han sobrevivido la hecatombe castrista y están aún de pie: carretera central, capitolio nacional, plaza cívica y los ministerios que la rodean, el Paseo del Prado, el parque de la Fraternidad Americana, la vía Blanca y Boyeros.
En ese pasado que nos tocará, la historia real será como una alucinación donde convivan Antonio Maceo con Elpidio Valdés arribando en un tanque ruso a Playa Girón en plena Crisis de Octubre, buscando a Camilo en un cubo de agua de una escuelita en las montañas. Y todo el que visite la isla será turista o mercenario, dependiendo de lo que se proponga hacer. Y si al principio fue el verbo, como dice la Biblia, entonces Fidel Castro fue principio y fin, el hacedor del mundo en seis días (y por eso le quedó como le quedó), un jefe que se la pasó hablando interminablemente para reblandecimiento de los cerebros cubanos, que fueron liberados por el prócer y por el padre de la patria Carlos Manuel de Céspedes de la terrible esclavitud un día de enero.
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En ese arroz con mango (donde faltarán el arroz y los mangos) José Martí sería medio mulato y tuvo que cruzar la trocha Júcaro-Morón para llegar al asalto y ayudar a Fidel, que comandaba a los mambises y a los taínos, que querían sangre para vengarse de los que estofaron al cacique Hatuey a la brasa.
Lo extraño del asunto es que Martí hubiera podido andar de un lado para otro, libremente, sin que la policía batistiana lo identificara, a pesar de que había un busto suyo en cada calle, en cada escuela y en cada casa. De Fidel no, porque él, tan modesto, se oponía al culto de la personalidad a pesar de que era el comandante en jefe y todo el mundo, de ministro a barrendero, comenzaban sus discursos diciendo “como dijo el compañero Fidel”, y justificaban las cosas malas expresando, con profunda ingenuidad: “Esto pasa porque Fidel no lo sabe”, sin entender que todo sucedía precisamente porque lo hacía él, y no sabía hacerlo.
De pronto los cubanos olvidaremos que fuimos pioneritos y que nos pidieron que fuéramos asesinos y asmáticos, argentinos y sociópatas, y pensaremos que en la isla hay cada vez más idiotas por culpa del bloqueo. Seguiremos mirando el horizonte con miedo, no para preguntarnos qué cosas maravillosas puede haber tras esa línea inmóvil que hace el mar contra el cielo, sino listos para buscar las armas, un bate de béisbol o una cuchara de albañil, para dejar muerto al enemigo en la misma orilla, y decir con cierta musicalidad que “el que intente apoderarse de Cuba, recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha”.
A esa altura del tiempo el cubano de ese futuro se preguntará si realmente Batista asesinó a 20 000 cubanos, e intentará explicarse cómo logró hacerlo en tan poco tiempo. A lo mejor salía él personalmente con una ametralladora y mataba cubanos incluso los domingos. Así que a lo mejor con una bala que se le disparó tumbó el minúsculo avión donde regresaba Camilo. Ese cubano verá la foto de aquella paloma blanca que se posó en el hombro del atorrante en jefe y se le hará la boca agua, porque a esa altura estará harto de raíces de marabú.
Tal vez el cubano de entonces no necesite poseer un pasado, sino que tendrá varios, y los usará a discreción, como quien viste una camisa, según la ocasión y la temperatura. Pero se freirá los sesos pensando por qué se llama Iván o Volodia si los que tomaron La Habana fueron los ingleses con John Lennon al frente, y al ver la estatua del Caballero de Paris pensarán que fue algún héroe o político importante, posiblemente el abuelo de Díaz-Canel o del primer ministro Marrero.
Será triste, aunque no tanto como hoy, en que se piensa que el mundo está las 24 horas mirando hacia Cuba, que es el país que más boxeadores olímpicos produce, el que más médicos fabrica, y donde se concibe y se da a luz a los tipos más simpáticos y jodedores, bailadores y buenas camas, los más inteligentes y chéveres, y se preguntará en cuál de los miles de hoteles que hicieron los militares en el país se acostaron sus padres para que él naciera.