En Cuba, desde 1959, más importante que trabajar, ha sido la actitud ante el trabajo. No importa si fabricas tuercas o buñuelos, sino que lo hagas ahí, como un titán, con cara de héroe o de mártir, sin importar que luego la tuerca no se la pueda comer nadie o que el buñuelo se rompa nada más arrancar la moto. Lo que queda es la entrega, la disposición, la actitud y el arrojo. Por eso lo poco que se produce se arroja, a la basura.
Más adelante el cubano aprendió, viendo lo que hacían con el producto que había ayudado a fabricar, y a arrojar –sobre todo, lo que el Estado pagaba por su esfuerzo–, que no era mala idea irse a fabricar eso mismo en el extranjero, en algún país grande y cercano, donde se le diera buen uso a su esfuerzo, que le pagaran más y que con el salario se pudieran obtener más cosas.
Porque lo de no producir, y luego no trabajar, se convirtió en tradición. Y los manganzones que mandan en Cuba adoran las tradiciones y quieren mantenerlas a cualquier precio. No de balde dicen que son continuidad.
Desde 1868 se notaba la tendencia de espantarle al trabajo. Incluso desde antes, esporádicamente, el cubano inventaba una conspiración o algo parecido. Hasta que encontró el pretexto ideal, lanzarse a la manigua redentora, idea que cien años más tarde aprovechó el Delirante en Jefe para mandar a todo el mundo a la misma manigua a cortar caña. Hasta los mancos se fueron a la zafra como aguadores.
Es cierto que en esa fallida intentona de los Diez Millones se trabajaba, pero, como diría un tío mío: “Pa´ná”. Es decir, sin ver los frutos mediatos, inmediatos o a largo plazo, porque, así como la rana no cría pelos, la caña no da frutos. Lo del 68 se repitió en 1895, en la guerrita de la Chambelona, en 1933 y al final, en lo que algunos llaman “la gran rebelión”, que fue el inicio de la intensa jornada para descubrir que trabajar en Cuba era un gasto inútil de tiempo y energías. Fue el inicio del Gran Paro Nacional, o el Parón.
Qué podía esperarse en un país de abogados que nunca defendieron un caso, de obreros que nunca más entraron a una fábrica, fundidores fundidos de a viaje, empresarios sin empresas, estudiantes que luchaban y no estudiaban, campesinos que le vendieron al surco y médicos que olvidaron cómo curar a las personas. Todos se metieron a dirigentes y se dedicaron a hundir la economía, porque los que sabían hacer las cosas se fueron del país o estaban presos. Y esos elegidos que dirigían una nave que no se dirigía a ninguna parte formaron cuadros, pensando que un día bastante lejano tendrían que relevarlos, y esos cuadros eran tan cuadros que no sabían tampoco hacer ninguna otra cosa que ser cuadros. Y algún día el pueblo los colgará, de cualquier pared, si quedan.
Eso que todavía algunos suelen llamar revolución, porque tienen problemas de aprendizaje o porque no les conviene tocar esa tecla, ha hecho más que nadie en el afán de que el cubano dedique su tiempo a mirarse el ombligo o a aplaudir. Por supuesto que el mayor énfasis lo pone el Estado en que el cubano aplauda en lugar de que se mire el ombligo, porque más arriba del ombligo está el techo, y siempre le va a encontrar rajaduras, cabillas que se descabillaron, goteras y una falta de pintura que data de la época de las cavernas.
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Pero está científicamente demostrado que aplaudir estimula los sentidos, y es la manera más efectiva de apachurrar a esos mosquitos que manda la CIA a expandir el dengue, Chikunguña, zika y demás bailes foráneos. Pero de nada sirve aplaudir en la casa, no solamente porque el techo puede venirse abajo, exterminando para siempre a sus habitantes y dejando un vacío en la Oficoda, sino que ha de aplaudirse a “algo” o a “alguien”. Y yo me sé uno a quien le encantaba que lo aplaudieran durante horas, mientras el pueblo tampoco trabajaba ese día. Por cierto, que ese del que hablo reunía a los cubanos para hablarles de batallas y contiendas, pero nada de trabajo. Las batallas –campales– siguen siendo a diario para adivinar la comida, dígase pollo por pescado o lo que sea, y las contiendas son en dólares.
Y entre movilizaciones, marchas de reafirmación, actos de repudio y otras misiones patrióticas que estremecían los cimientos del imperialismo, y que la población aprovechaba para tomarse un merecido descanso y de paso algunas pipas de cerveza, el cubano dejó grabada su disposición de concurrir a cualquier cosa menos al trabajo, empezando porque comenzó a escasear y luego a casi extinguirse el transporte. Trasladarse hacia el sitio laboral llegó a convertirse en un trabajo en sí, y también en no.
Sucedía, además, que el habitante de esa isla descubrió, lentamente, que lo que ganaba trabajando para el Estado lo sumía en un estado bastante deplorable, por no decir miserable, cobrando en una moneda y pagando en otra, que era como trabajar para el inglés sin que le pagaran en libras. Esterlinas, porque las de arroz y las de azúcar también huyeron veloces. Y de trabajar para el hijo de la Gran Bretaña, mejor lo hacía para sí mismo. Y así nació el invento, la envolvencia que antes era el tíbiri tábara y más tarde derivó en “la lucha”. Ya lo dijo el filósofo: el cubano hace como que trabaja y el estado finge que le paga.
Así que, para cerrar el ciclo del gran paro nacional, que no es huelga, la gente simuló que hacía cosas con una disposición y una actitud que convencían al más exigente. Si total, al final lo hacía como quiera, pero lo entregaba justo a tiempo para la sagrada fecha del 26 de Julio.
Y el gobierno, preocupado porque no se fabrica una arandela, ni se cosechan remolachas, ni se cultivan vacas o chivos, ni se edifican edificaciones, inventó una ley que iba a amedrentar, castigar y asustar a los que evitaban notoriamente el trabajo, que comenzó a llamarse “vínculo laboral”: la Ley contra la vagancia, que mete presos a los culpables.
Y por fatal coincidencia la mayoría del pueblo cabe en esa figura legal de no pinchar ni cortar, ni laborar ni producir. Así que esa es la causa primera de la cerrazón de esa preciosa isla. Y nadie sabe cuándo podrán salir en libertad.
Imagen de portada: Ilustración de Armando Tejuca, exclusiva para ADN Cuba