Caperucita no puede visitar a su abuelita

Fernández Larrea nos sigue acercando a los cuentos infantiles, tal cual debieran contarse en la Cuba de hoy. En esta ocasión, Caperucita Roja no pudo visitar a su abuelita porque el Lobo desconocía si era revolucionaria y podía estar en las calles
Caperucita Roja y el lobo
 

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Caperucita Roja ha preparado la cesta de mimbre para ir a visitar a su abuelita enferma. Ha echado en ella algunas cosas que su mamá compró la semana pasada, y otras que pudieron “adquirir” con un contacto que a veces las surte de lo que en la televisión llaman “productos deficitarios”, que son cosas que en el pasado se fabricaban en Cuba, pero que ya no, porque parece que se los comió el enemigo y ahora hay que exportarlos.

Antes de hacer el viaje hasta el bosque donde residía la anciana, Caperucita quiso averiguar en qué zonas quitarían la luz, y a qué horas; miró el pronóstico del tiempo y hasta revisó en el calendario martirológico cubano, a ver si ese día se conmemoraba alguna fecha patria, se celebraba algún acto de reafirmación revolucionaria, alguna marcha del pueblo combatiente o alguna efeméride de la revolución, porque normalmente el gobierno limitaba ciertas cosas en días así. Y también en los días que no eran así.

Ya lista, con la capucha roja y la capa de igual color, Caperucita, disciplinada y viva, escuchó las últimas orientaciones emanadas de su madre, que eran parte de otras orientaciones emanadas de entidades superiores, e incluso algunos consejos prácticos. Ya en la puerta, un último consejo de su progenitora: No escuchar reguetón y tener mucho cuidado con el Lobo feroz, que siempre intenta engañar a los cautos y a los incautos, y a los que viven lejos del río Cauto.

Aquí hay que aclarar que la Caperucita Roja era una niña muy despiertica ella, pero el color que siempre le acompañaba la sumía a veces en lo que científicamente se conoce como “lo fronterizo”, o “estado limítrofe de comprensión”, es decir, que se le iban muchas cosas, y no tenía mucha capacidad para entender que el lenguaje oficialista y el lenguaje normal de los humanos, no eran la misma cosa.

Era por eso que, cuando cerraba los ojos, venían a su mente frases como esta: "La línea tiene que ser identificación y profilaxis, mucha profilaxis", y, aunque no lo entendía bien, y sonaba a análisis de orina, le gustaba; como también quedaba encantada con cosas como: "Y donde no haya entendimiento actuar con el mayor rigor posible y con la legitimidad que nos da nuestra legislación".

Con la mano en el picaporte escuchó la voz de su mamá que le gritaba desde la cocina: “Y recuerda: la calle es para los revolucionarios”. 

Eso la hizo recular, dejar la cesta de mimbre en el suelo y llevarse una mano a la barbilla, como había visto hacer a los que pensaban. Entonces, meditativa, dubitativa y bajita, se dijo para sí en un susurro: 

-¿Y eso qué querrá decir? ¿Seré o no seré revolucionaria? ¿Quién determina si soy o no soy y lo que soy, y si seré o si lo he sido? ¿Quién lo juzga, quién lo decide, quién lo afirma? ¿Es revolucionario el que dijo que la calle es de los revolucionarios? Y si es revolucionario ¿Por qué vivirá en una gran casa y no en la calle, como debieran hacer los revolucionarios?

La madre vio palidecer a Caperucita Roja en aquel soliloquio y se preocupó. Notó cómo el rostro enrojecía y palidecía a mil revoluciones por minutos, y comprendió que su hija estaba cuestionándose si era revolucionaria o no lo era. Iba a llamar a la ambulancia, pero recordó que no había gasolina para esas boberías, y dejó que ella misma se recompusiera y saliera. Y Caperucita, solita, se recompuso y salió.

Pero ah, destino cruel, no había dado dos pasos y se encontró, en la misma puerta, al Lobo. O por lo menos era un lobo más, otro lobo, vestido con el uniforme de la policía, aunque alcanzó a ver en la otra esquina a un lobo similar, vestido de civil, que en este caso era un signo de incivilidad o imbecilidad. 

Caperucita lo saludó con una mano (porque en la otra llevaba las cosas a su abuelita) y cuando iba a bajar el escalón de la entrada, el guardia lobo le dijo con brusquedad, que no podía salir. Claro que su lenguaje agreste no se ajusta a la descripción de “brusquedad”. Fue una orden “agrete” con “bruquedá”, pero que detuvo en seco a la niña, que solamente atinó a preguntar, inocente y roja: -Eh, ¿Y eso por qué? -Ante lo cual el lobo guardia encogió los hombros, reviró los ojos y respondió: -Esa son las órdenes. Tú no coge calle hoy.

La niña alzó los ojos, que se le pusieron un poco bizcos con aquella confusión mental ante la extraña prohibición, y el raro lenguaje del lobo guardia, y lo inquirió decidida: -¿Por qué me prohíbe salir? ¿Usted es mi papá? ¿No será usted el de la canción que mi mamá siempre me cantaba: “Al soldado Acota, con el caco pueto, que se presente en la pota sin ecusa ni preteto? ¿Por qué está usted en la calle, porque es revolucionario?

El policía, al borde de un derrame cerebral provocado por la andanada de preguntas que le lanzara la niña, le hizo señas al seguroso que estaba en la esquina y a otro, que vigilaba camuflado encima de un árbol. La niña no quería entrar, pero no la dejaban salir. Así que, cuando se reunieron todos los lobos guardias y los guardias lobos, la Caperucita Roja levantó de nuevo los ojos, el mentón, y con una voz que hizo asomarse a la mamá, a los vecinos, a todos los habitantes de la calle, del barrio y de la ciudad, hizo las siguientes preguntas:

-¿Estoy presa? ¿Quién ha dado esta orden? ¿Por qué no puedo salir libremente, caminar libremente, entrar y salir? ¿Estoy condenada por algo? ¿Hay alguna orden de captura contra mí? ¿He cometido algún delito? ¿Por qué castigan así a mi abuelita enfermita? ¿Los niños nacen para ser felices? 

No pudieron responderle. Ninguno de los guardias lobos sabían por qué ella no podía salir de su casa. No les habían dicho si era periodista independiente, opositora pacífica, agente de la CIA, expresa política o artista contra el decreto 370.

Así que la tierna e inteligente Caperucita Roja se defecó en las tiernas madres que habían engendrado semejantes subnormales, en los militantes del partido, en los chivatos del CDR, en el buró político, en los militares, policías y agentes del Minint, y en cuanto imbécil seguía obedeciendo ciegamente órdenes absurdas para lastimar a las personas. Se dio la vuelta y entró a su casa.

Y como un amiguito suyo lo había grabado todo con su teléfono, subió aquellas imágenes a las redes, para que el mundo supiera lo que pasaba en ese país donde una niña no podía ir al bosque a darle un beso a su abuela, porque las calles se habían llenado de lobos. Lobos que decían ser revolucionarios.

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

 

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