Tenía que pasar y pasó. Desde el Parque Central hasta Prado y San Lázaro, hubo marcha y desfile, y gritos y canciones, y los colores del colectivo LGBTI, algo que no gustó a las autoridades, porque era una Marcha Alternativa. Una respuesta a las poco creíbles justificaciones de la suspensión de la conga que cada año organizaba el feudo de Mariela Castro: el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX).
Pero no sólo marcharon los miembros de ese colectivo. Se sumaron, desde el principio y durante ella, gente solidaria que entendió el verdadero sentido: más que manifestar su orgullo gay, se hizo para defender definitivamente sus derechos. Y ahí está la lección que nos deja el suceso. Esos derechos son, a fin de cuentas, derechos humanos. Los derechos de todos.
He ahí el quid del profundo disgusto de las autoridades con esta marcha: en Cuba nadie puede protestar sin autorización. En la isla nadie puede levantar la voz, aunque sea de manera pacífica, para reclamar sus derechos, porque en la profunda soberbia de los “padres fundadores”, la revolución le dio esos derechos al pueblo; derechos y pueblo, esas dos entelequias que tienen más neblina que la ciudad de Londres.
Y he aquí que, por primera vez en muchísimo tiempo, una manifestación no autorizada de más de 200 personas se atrevió a exigir una Cuba diversa.
¿Una Cuba diversa? ¿Es que la revolución no tiene entre sus cacareados y sobredimensionados logros una Cuba diversa?
No. No lo hay y por eso se pide. Y se exige. Y se declara que no hay cubanos mejores que otros. Y que todos debemos tener los mismos derechos: derecho a pensar libremente, derecho a informarnos libremente, derecho a manifestar lo que pensemos libremente, sin ser puestos bajo el microscopio de los organismos de represión, esos que dicen “defender la revolución”.
Porque la realidad ha demostrado que esos organismos, Fuerzas Armadas, Ministerio del Interior, Seguridad del Estado y Policía Nacional, no defienden al país de agresiones e invasiones de esquimales, sino que hostigan, amenazan, golpean, reprimen y encarcelan a sus iguales. Al pueblo para el que dicen trabajar.
No vale la pena escarbar ahora en las toneladas de cáscara de piña que han emitido desde entonces los defensores del estado y de Mariela Castro. Ella, en una demostración irrebatible de arrogancia, ha reconocido que los derechos existen, pero que “el pueblo” no los usa tal vez por inmadurez, cuando expresó: "La ciudadanía tiene derechos y responsabilidades por lo que cada persona se hace cargo de sus palabras y sus actos. Esta Revolución la defendemos con la vida y asumimos juntos, como gran familia, los errores y la crítica comprometida".
No está claro de qué familia habla ella. Supongo, de la suya. Es innegable lo provechosas que han sido las clases que Mariela ha tomado de Cantinflas.
Pero volvamos a la marcha, a los derechos y, sobre todo, a esa aspiración que debe ser el sueño de todos: una Cuba diversa. Una Cuba donde escuches argumentos contrarios, con serenidad y respeto, y que también se escuchen los tuyos. Una Cuba donde el ciudadano, sin incumplir las leyes elementales, pueda decidir su conducta y su vida en armonía con los demás. Una Cuba donde el cubano no sea perseguido por lo que piensa y dice, por lo que profesa o lo hace feliz.
Y ahí está otro punto negro en la geografía del socialismo cubano. La felicidad particular, la que no te proponga y otorgue el estado, es una felicidad ilegal.
Es por eso que la marcha del sábado 11 de mayo del año 2019 tuvo un final violento y desagradable. El gobierno no podía permitir que las cosas se fueran de su control, si ya se habían descontrolado desde que ninguna entidad gubernamental la había convocado.
El esfuerzo que sigue haciendo la dictadura cubana por tener el control más absoluto sobre todo lo que vuele, nade o camine en el territorio nacional, e incluso sobre la mente de quienes decidieron no vivir en dicho territorio, resulta cuando menos, enfermizo. En nombre de ese control se cometen atrocidades y se cae en bajezas impensadas contra el ser humano, los propios compatriotas coterráneos que piensan o actúan de manera diferente, no como orientan los que dirigen el país. Los que vigilan, golpean, insultan y reprimen no son malos cubanos. Son malos en sí, e irremediablemente para la sociedad. Los verdaderos malos cubanos son quienes los usan.
Habría entonces que volver a Martí. Pero no de la misma manera que se ha hecho hasta hoy, citándolo cómo y cuándo conviene. Sacando sus pensamientos de contexto, usando sus frases para justificar lo contrario a su esencia. Habría que volver al Martí amplio y humano, y aplicar, en el caso de Cuba, lo que le dijera al generalísimo Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.
Cuba no es ya un campamento. Ni un ejército que respalda a un caudillo en un enfrentamiento particular contra lo que él cree su enemigo. Cuba es una tierra que antes de 1959 acogía a emigrantes de todos los países del mundo. Da vergüenza que hoy sea un emisor de ellos, de cubanos que no hayan, en su propia tierra, la paz y el respeto que toda persona merece, no importa a quién decidan amar, qué colores usar, qué causa abrazar y cómo educar a sus hijos.
Esa ha sido la lección, lo que la marcha del pasado sábado nos señaló a todos como una tarea pendiente: una Cuba diversa.