Tú puedes intentar correr. Huir. Asquearte en el proceso. Pero nunca evitarás una cola en Cuba y menos en tiempos de pandemia. Yo intento sonreír en este caos, es una defensa de mi psiquis, pero el “día a día” me abraza y también a lo que escribo.
Al menos yo he intentado escapar de cada cola en mi vida. Soy de quienes dejan una fila a medias obviando la promesa de una compra más cercana, de que el tiempo perdido no sea en vano. Las detesto, aunque no creo que alguien las prefiera. Son un mal que lejos de ser necesario nos resulta asfixiante, obligatorio. Una especie de celda para las mentes porque las cosas importantes se ignoran cuando estás siguiendo el camino sinuoso que te llevará a X producto.
Una cola es una también herramienta gubernamental.
Vivir la cola. Escribirla. Dibujarla en ti. ¿Cómo se hace eso? Es una idea demasiado romántica pretender que una cola puede ser narrada con exquisitez. No hay nada exquisito en esa versión surrealista de la “realidad” que experimentamos en Cuba. Porque sí, una cola es también el ardid de este gobierno para que no pienses. Para que tus horas se diluyan tras lo que se supone es básico y olvides que el problema, su génesis, no está en lo gritos de “último” o en “se acabó tal cosa” o en “aquí no hay nada”.
Nos han borrado tantas cosas que, en mi oposición a ello, sonrío. No puedes dejar que te arrebaten la sonrisa, que siembren en ti el miedo a enseñar los dientes, porque desde la primaria nos están adoctrinando para que seamos unos felices autómatas, pero sin sonrisas. Sonreír es un resquicio de disidencia, la respuesta incondicional de quienes aún no se han rendido, tal vez por eso los cubanos solemos reír tanto.
Pero hoy y quizás siempre una cola es un evento social. Un espacio de reencuentros, de coincidencias, de folclor…y aunque las odie son una muestra de que somos un abanico maravillosamente diverso. Incluso funcionan como instrumento para evitar el Alzheimer.
Imagina que debas recordar los rostros de cinco personas que van delante de ti, las ropas que tienen puestas y mirar hacia todos lados para hacer un reconocimiento rápido de los “intrusos”. La memoria se entrena en todo ese proceso, se hace ágil. Yo hago pocas colas teniendo en cuenta que cada día el boulevard de Cienfuegos es un estallido de voces y filas, pero quien sale a “lucharla” a diario está adiestrado en eso de recordar. Y sí eso no ayuda a prevenir el Alzheimer nada lo hará.
En mí debe haber reencarnado algún alma que vivió el Periodo Especial y ya no está entre nosotros. Sin llegar a los 30 vivo obsesionada con acaparar, con que nada se acabe. De ahí lo de la reencarnación. Solo alguien que ha asumido la carestía, casi nadie de mi edad lo ha hecho, puede ver aceite y sin que escasee comprar cinco pomos. Pero ahora todo escasea, nada existe, solo persiste la cola.
No he pensado en encontrar novio en una cola, aunque no se puede desestimar la idea. Al menos miradas profundas hay, que el nasobuco no te deje ver la mitad del rostro de nadie es un valor añadido que desborda sorpresa. Dentro de una década los niños tendrán padres que se conocieron en pleno coronavirus y en una cola o chateando durante la cuarentena.
Sin embargo, las colas me han devuelto algo bueno. Cuando éramos libres de salir yo no quería, prefería estar encerrada. Ahora, la prohibición molesta tanto que quiero salir. Los dilemas existenciales del encierro. Y una cola es una salida, un respiro y la posibilidad de vestirme y de maquillarme los ojos, el resto va sin tanto colorete o se pegaría a la mascarilla.
A pesar de todo lo bueno o malo que alberga una cola, yo seguiré huyendo de ellas, acaparando lo necesario para incrementar mis reservas mientras sonrío. Ahora me ronda eso de encontrar pareja en una de ellas, será tal vez porque ayer me topé con unas cuantas miradas atractivas.